ERA una tarde invernal cuando abuelo cogió a la vieja «Maud» y a «Ringer» y los metió en la cabaña. Dijo que no quería que se pusieran en peligro actuando como lo iban a hacer los otros perros. Me imaginé que algo iba a ocurrir. Abuela ya lo sabía; sus ojos brillaban como luces negras. Me vistió con una camisa de ciervo como la de abuelo y me puso la mano en el hombro como le había hecho a él. Yo me sentí mayor.
No pregunté, pero me quedé por allí. Me dio una bolsa de galletas y carne y dijo:
—Esta noche me sentaré en el porche, escucharé y os oiré.
Fuimos a la parte delantera de la casa y abuelo silbó a los perros. Salimos atravesando el riachuelo. Los perros nos adelantaban y volvían de nuevo hacia donde estábamos, rápidos y nerviosos.
Mantenía a sus perros sólo por dos razones. Una era su plantación de grano: cada primavera y verano asignaba a la vieja «Maud» y a «Ringer» el trabajo de vigilar, porque los ciervos, mapaches, cerdos y cornejas querían comerse el grano.
Como había dicho, la vieja «Maud» no tenía ningún olfato, y por tanto era inservible para seguir la pista de un zorro, pero tenía un oído muy fino y buena vista y con este trabajo, por lo menos, tenía algo que hacer y podía estar orgullosa pensando que servía para algo. No es bueno que un perro o cualquier otro ser tenga el sentimiento de que no sirve para nada.
«Ringer» había sido un buen perro para rastrear pistas. Ahora se estaba haciendo viejo. Su rabo estaba roto, lo que no le daba un buen aspecto, y no podía ver ni oír bien. Ponía a «Ringer» con «Maud» para que pudiese ayudar y se sintiese útil en su vejez; eso lo dignificaba y el perro andaba con las patas estiradas, sintiéndose muy importante, especialmente en los períodos en que tenía que vigilar el grano.
Mientras el grano maduraba, daba de comer a «Maud» y a «Ringer» en el establo, que no estaba lejos del sembrado. Se estaban allí pacientes. La vieja «Maud» servía de ojos y oídos para «Ringer». Si veía algo en el sembrado, se lanzaba en esa dirección, ladrando como si el grano le perteneciera; «Ringer» la seguía haciendo lo mismo.
Iban corriendo por entre los cereales; podía ocurrir que la vieja «Maud» viese un mapache, y luego corriese pasando de largo, pues no podía olerlo…, pero entonces, «Ringer», siguiéndola de cerca, sí lo olfateaba. Ponía su morro sobre el suelo y salía ladrando tras el mapache. Lo perseguía por todo el sembrado, y luego lo seguía hasta que su víctima tenía que subirse a un árbol. Volvía con un aspecto algo triste; pero ni él ni la vieja «Maud» se rendían nunca. Cumplían con su trabajo. La otra razón por la que mantenía sus perros era por simple diversión: para seguir el rastro de los zorros. Nunca usaba perros para cazar. No los necesitaba. Conocía los sitios donde los animales comían y bebían, conocía sus hábitos y las pistas que dejaban, incluso la forma de pensar y las características de todos los animales, mucho mejor de lo que ningún perro puede aprender.
El zorro rojo corre en círculo cuando es perseguido por los perros. Teniendo su madriguera como centro, corre en un círculo que mide alrededor de una milla de diámetro. Siempre, mientras corre, utiliza trucos: anda de espaldas, se mete en el agua y deja falsas pistas, pero siempre se mantiene alrededor del círculo. A medida que se va cansando, hace el círculo más y más pequeño, hasta que se retira a su madriguera.
Cuanto más corre, más se sofoca, y su lengua echa olores más intensos que los perros olfatean y comienzan a ladrar más y más fuerte. A esto se le llama «pista caliente».
Cuando el zorro gris corre, describe la figura de un ocho, y su madriguera está prácticamente donde se cruza su recorrido cada vez que hace el ocho.
También conocía la forma de pensar del mapache y se reía de sus travesuras y juraba solemnemente que en algunas ocasiones los mapaches se habían reído de él. Sabía por dónde corría el pavo y podía seguir una abeja desde el agua a su colmena con sólo una mirada. Podía hacer que un ciervo se le acercara, pues conocía su natural curiosidad, y podía andar por entre una nidada de codornices sin que éstas moviesen una pluma. Pero nunca las molestaba más allá de lo que necesitaba, y sé que ellas lo entendían.
Vivía con la caza, no de ella. Tenía buenas relaciones con los hombres blancos de la montaña. Pero éstos cogían sus perros e iban de un lado a otro, disparando contra todo, hasta que todos los animales se escondían. Si veían una docena de pavos, los mataban a todos si podían.
Pero le respetaban como un hombre sabio del bosque. Yo podía notarlo en sus ojos y en la forma en que se tocaban el sombrero cuando se encontraban con él en la tienda. Se mantenían, con sus perros y sus rifles, fuera de las hondonadas donde él estaba, y se quejaban de que la caza era cada vez más escasa donde estaban ellos. Abuelo movía a menudo la cabeza, escuchando sus comentarios, y nunca decía nada. Pero me lo dijo a mí. Ellos nunca comprenderían la vida del cheroqui.
Con los perros corriendo detrás, yo trotaba tras él. Era excitante y misterioso cuando el sol se ponía, y la luz variaba de rojo anaranjado a color sangre, cambiando y oscureciéndose constantemente, como si la luz del día estuviese viva, pero muriéndose. Incluso la brisa del crepúsculo producía un silbido sigiloso, como si tuviese cosas que contar que no pudiese decir libremente.
Los animales se iban yendo a sus madrigueras y las criaturas de la noche salían de caza. Cuando pasamos por la pradera, delante del establo, se detuvo, y yo me quedé prácticamente debajo de él.
Una lechuza volaba hacia nosotros, moviéndose a la altura de la cabeza de abuelo. Pasó a nuestro lado sin hacer ningún ruido, ni un murmullo, ni un roce con sus alas. Se movía silenciosamente, como un fantasma.
—Una lechuza —dijo abuelo—; es la que se oye a veces por la noche y suena como si fuera una mujer quejándose. Va a cazar ratas.
No quería molestar a la vieja lechuza mientras cazaba ratas, y me mantuve entre abuelo y el establo mientras pasábamos.
La oscuridad comenzó a hacerse más profunda y las montañas se acercaban por ambos lados a medida que andábamos. Pronto llegamos a una bifurcación del camino y cogimos el de la izquierda. Ahora el camino era muy estrecho. Sólo había una pequeña senda para avanzar al borde del riachuelo. Abuelo llamaba a este lugar «El Estrecho». Parecía que si uno estiraba los brazos tocaría las montañas por ambos lados.
Subían empinadas, oscuras y adornadas con las copas de los árboles, dejando una pequeña franja de cielo estrellado justo sobre nosotros. Muy lejos, una zurita lanzó su llamada, larga y estridente. Las montañas recogieron el sonido, y mediante el eco lo multiplicaron una y otra vez, llevándolo cada vez más lejos hasta que murió, a tanta distancia, que aquello era más un recuerdo que un sonido.
Todo estaba muy solitario y yo trotaba justo tras los talones de abuelo. Ningún perro se quedó detrás de mí, lo que me hubiese gustado. Se mantenían delante de abuelo, corriendo hacia él de vez en cuando, deseosos de que les mandara tras la pista.
El estrecho se empinó. Empecé a oír ruido de agua. Era un arroyo que cruzaba lo que abuelo llamaba el desfiladero colgado.
Salimos del camino y subimos por la montaña, dejando el arroyo debajo de nosotros. Abuelo lanzó a los perros. Todo lo que tuvo que hacer fue una señal y decir «¡Id!», y salieron, dando pequeños chillidos como los niños cuando van a coger fresas, como él decía.
Nos sentamos junto a un pimpollo que había sobre el arroyo. Hacía calor. Los pimpollos desprenden calor; en verano uno debe sentarse bajo un roble o un nogal o algo así, pues el pino recoge mucho el calor.
Las estrellas se reflejaban en el arroyo, moviéndose con las ondas. Abuelo dijo que pronto comenzaríamos a escuchar a los perros, en cuanto encontrasen la pista del viejo «Slick». Así era como llamaba al zorro.
Estábamos en el territorio del viejo «Slick». Le conocía desde hacía cinco años, más o menos. La mayoría de la gente piensa que todos los cazadores de zorros llegan a cazarlos. Pero no es verdad. Abuelo nunca mató un zorro en su vida. La razón para la caza del zorro la constituyen los perros, el placer de escuchar cómo siguen la pista.
Siempre llamaba a los sabuesos una vez que el zorro se metía en la madriguera. Alguna vez, cuando el viejo «Slick» se moría de aburrimiento, había llegado a ir hasta la cabaña y se había sentado en el claro de enfrente, esperando que abuelo y los perros fueran tras su pista. A veces, los perros causaban algunas molestias a abuelo, pues se iban ladrando y chillando sin su permiso tras el viejo «Slick» montañas arriba.
Le gustaba perseguir al viejo «Slick» cuando éste estaba malhumorado y no tenía ganas de jugar. Si un zorro quiere meterse en la madriguera, utiliza ingeniosos trucos para alejar a los perros. Cuando tiene ganas de jugar, se mueve por todo el campo.
Lo curioso era que el viejo «Slick» sabía que cuando lo perseguían y él no tenía ganas de jugar, era una especie de castigo por haber estado molestando a abuelo, merodeando por la cabaña.
La luna salió sobre la montaña en cuarto menguante.
Llenó de sombras el terreno entre los pinos, su luz se reflejó en el arroyo e iluminó los pequeños jirones de niebla, dándoles el aspecto de barquitos plateados atravesando El Estrecho.
Abuelo se apoyó en un pino y estiró las piernas. Yo hice lo mismo y puse el saco con los alimentos a mi lado. Era misión mía el cuidar de ellos. No muy lejos sonó un ladrido largo y profundo.
—Ése es el viejo «Rippitt» —dijo abuelo y se rió por lo bajo— y es una maldita mentira. «Rippitt» sabe lo que buscamos… pero no puede esperar. Por eso hace como si hubiese encontrado una pista. Escucha lo falso que suena su ladrido. Sabe que está mintiendo.
Verdaderamente sonaba como él decía.
—Seguro que lo que está diciendo es una maldita mentira —dije.
Podíamos usar ese lenguaje cuando abuela no estaba cerca.
Al cabo de un minuto, los otros perros se dieron cuenta de la mentira, pues ya no ladraban, sino que aullaban a su alrededor. En las montañas llaman a eso un perro farolero. Volvió el silencio.
Al cabo de un rato, un ladrido profundo rompió la calma. Era largo y venía de lejos. Supe desde el principio que éste era el verdadero, pues se notaba nerviosismo en él. Los demás perros lo imitaron.
—Ése es «Blue Boy» —dijo abuelo—; pronto tendrá el mejor olfato de la montaña, y ése es «Little Red», tras él…, y allí está «Bess».
Se oyó otro ladrido, éste algo frenético.
—Y allí está el viejo «Rippitt», continuando al fin.
Ahora, los ladridos sonaban a todo volumen, alejándose cada vez más; el eco los hacía resonar de un lado a otro, hasta que parecía que había perros por todas partes. Luego, todo fue silencio.
—Están en la parte de atrás de la montaña Clinch —aseguró abuelo. Escuché con cuidado, pero no pude oír nada.
Un gavilán nocturno emitió un «psss» desde la ladera de la montaña de detrás de nosotros, cortando el aire con un silbido afilado. Al otro lado del arroyo, un búho le contestó: «zu… iu, iueiuuauuu».
Abuelo rió por lo bajo.
—El búho se queda en el valle; el gavilán ocupa las cimas. A veces, el viejo gavilán se figura que hay fáciles presas cerca del agua, y al búho no le gusta eso.
Un pez saltó en el arroyo, salpicando. Yo estaba empezando a preocuparme.
—¿No se habrán perdido? —le murmuré a abuelo.
—No —dijo—; los oiremos dentro de un minuto y saldrán al otro lado de la montaña Clinch; correrán por esa ladera, delante de nosotros.
Efectivamente. Primero se les oyó muy lejos, débilmente. Luego, cada vez más fuerte. Allí venían ladrando y aullando, faldeando la ladera, yendo hacia donde estábamos. Cruzaron el arroyo en algún punto más abajo. Entonces corrieron por la montaña de detrás de nosotros y volvieron a ir hacia la montaña Clinch. Esta vez corrían por la ladera próxima a la montaña y los oíamos durante todo el tiempo.
—El viejo «Slick» está estrechando el círculo —dijo abuelo—. Esta vez, tras cruzar el arroyo, puede conducirlos justo delante de nosotros.
Estaba en lo cierto. Los oímos chapotear a través del río, no muy lejos de nosotros… y mientras chapoteaban y ladraban, abuelo se sentó, inmóvil, y me cogió del brazo.
—Allí está —murmuró.
Y allí estaba. Apareció por entre unos juncos en el arroyo. Iba trotando, con la lengua fuera y con una larga cola peluda que colgaba descuidadamente tras él. Tenía los orejas puntiagudas y corría cuidadosamente, tomando su tiempo para moverse alrededor de los matorrales. De repente se paró, levantó un pata delantera y se la chupó; luego volvió la cabeza hacia el lugar de donde partían los ladridos de los perros y continuó.
Abajo, enfrente de donde estábamos, había algunas piedras que sobresalían del agua; cinco o seis de ellas llegaban casi hasta el centro del arroyo. Cuando el viejo «Slick» llegó al lugar en donde estaban las piedras, se paró y miró hacia atrás, como si estuviese calculando a qué distancia estaban los perros. Luego se sentó, muy tranquilo, dándonos la espalda y, simplemente, se dedicó a mirar el arroyo. La luna coloreaba intensamente de rojo su pelo. Los perros se iban acercando.
Abuelo me apretó el brazo.
—¡Míralo ahora!
El viejo «Slick» saltó desde el borde del arroyo hasta la primera piedra. Se paró allí un minuto y bailó sobre la piedra. Luego saltó hasta la siguiente y volvió a bailar. Luego, a la siguiente y la siguiente, hasta que llegó a la última, casi en el centro del arroyo.
Entonces volvió, saltando de roca en roca, hasta llegar a la primera piedra. Se le vio escuchar intensamente, saltar al agua y chapotear corriente arriba, hasta que se perdió de vista. Había apurado mucho el tiempo, pues apenas había desaparecido cuando llegaron los perros.
«Blue Boy» iba el primero, con su nariz pegada al suelo. El viejo «Rippitt» le pisaba los talones, y «Bess» y «Little Red», muy juntos, iban detrás. De vez en cuando, uno de ellos levantaba el hocico y lanzaba un «¡uuuauuuuoooooooooh!», que helaba la sangre.
Llegaron al lugar donde estaban las piedras que sobresalían del arroyo. «Blue Boy» no vacilaba nunca. Allí estaba, saltando de una roca a otra y los demás detrás.
Cuando llegaron a la última piedra en el centro del arroyo, «Blue Boy» se paró, pero el viejo «Rippitt» continuó. Saltó al agua, como si no hubiese ninguna duda de por dónde iba la pista, y comenzó a nadar hacia la otra orilla. «Bess» saltó tras él y también empezó a nadar.
«Blue Boy» elevó el morro y comenzó a olfatear el aire. «Little Red» se quedó allí en la piedra con él. Al cabo de un minuto, «Blue Boy» y «Little Red» saltaron por las piedras en dirección a nosotros. Llegaron a la orilla, yendo siempre «Blue Boy» por delante. Entonces encontró la pista del viejo «Slick», y ladró largo rato. «Little Red» le hizo coro.
«Bess» dio la vuelta mientras todavía estaba nadando y regresó. El viejo «Rippitt» corría de un lado a otro por la otra orilla, totalmente perdido. Aullaba y gruñía, y corría adelante y atrás con la nariz pegada al suelo. Cuando oyó a «Blue Boy», saltó al agua y nadó con mucha fuerza, salpicando sobre su cabeza, hasta que llegó a la orilla y encontró la pista detrás de los demás.
Abuelo y yo nos reímos como locos hasta casi rodar por la ladera. Yo perdí el equilibrio y rodé hasta un matorral. Todavía estábamos riéndonos cuando decidió que nos fuéramos de allí.
Sabía que el viejo «Slick» iba a utilizar ese truco y por eso había elegido ese lugar para escondernos. Añadió que, sin duda alguna, el viejo «Slick» se había sentado por allí cerca para poder observar a los perros. La razón por la que había esperado quieto a que los perros se acercaran era para que el olor estuviese fresco sobre las piedras, seguro de que los sentimientos de los perros iban a poder más que sus sentidos cuando estaban excitados. El truco funcionó bien con el viejo «Rippitt» y con «Bess», pero no con «Blue Boy» y «Little Red».
Abuelo me contó que muchas veces había visto lo mismo: que los sentimientos podían más que la razón, convirtiendo a la gente en tontos tan grandes como lo había sido el viejo «Rippitt». Creo que estaba en lo cierto.
Había amanecido, y yo ni siquiera me había dado cuenta. Bajamos hasta la orilla del arroyo y comimos nuestras galletas ácidas y la carne. Los perros volvían a ladrar y venían por la ladera, frente a nosotros.
El sol iluminó la montaña, reflejando los árboles en el arroyo; de entre las ramas salieron algunas cornejas y un petirrojo.
Abuelo metió su cuchillo entre la corteza de un cedro e hizo un cucharón doblando un extremo de la corteza. Cogimos agua fría y cristalina del arroyo. Se podían ver los guijarros en el fondo. El agua tenía un sabor a cedro que me dio todavía más hambre. Pero nos habíamos comido ya todas las galletas.
Abuelo continuó diciendo que el viejo «Slick» podía venir por la otra orilla esta vez, y lo podríamos ver de nuevo, pero tendríamos que estar callados. No me moví ni cuando las hormigas subieron por mi pierna, a pesar de lo que me molestaban. Abuelo lo vio y me dijo que me las podía sacudir, que el viejo «Slick» no notaría ese movimiento. Así lo hice.
Un rato después, cuando los perros estaban otra vez cerca, volvimos a ver al viejo «Slick» subiendo despacio por la orilla de enfrente. Abuelo silbó. El viejo zorro se detuvo y miró hacia la otra orilla, hacia nosotros. Estuvo allí un instante, con los ojos rasgados como si estuviese sonriendo; luego resopló y se perdió de vista.
Abuelo aseguró que el viejo «Slick» resoplaba molesto por los inconvenientes que le estábamos causando.
Añadió que algunos tipos le habían contado que habían oído hablar de zorros que se relevan, pero que él los había visto realmente. Me contó que hacía algunos años había estado siguiendo la pista de unos zorros y estaba sentado sobre un nogal en el claro de un bosque.
Un zorro rojo llegó con los perros tras él, se paró ante un tronco hueco y dio una especie de ladrido. Del tronco salió otro zorro, y el primero se guareció. El segundo salió corriendo, llevando a los perros tras su pista. Abuelo se acercó al árbol y realmente pudo oír roncar al zorro, mientras los perros pasaban a pocos metros de él. Añadió que los viejos zorros tienen tanta confianza en sí mismos que no les importa la cercanía de los perros.
Aquí llegaban ya «Blue Boy» y los demás, subiendo por la orilla del arroyo. Ladraban cada dos o tres pasos… Era una pista fresca. Se perdieron de vista y, tras un minuto, un ladrido se destacó de los demás y se convirtió en aullidos y alaridos.
Abuelo se enfadó:
—¡Maldición! El viejo «Rippitt» quiere atajar otra vez y hacerle una trampa al viejo «Slick». Se ha ido y se ha perdido. En las montañas se llama a eso un perro tramposo.
Abuelo opinó que tendríamos que comenzar a ladrar y a gritar para orientar al viejo «Rippitt» hacia nosotros, y eso terminaría con la búsqueda de la pista, pues los demás también vendrían. Así lo hicimos.
Yo no podía emitir aullidos tan largos como los suyos. Eran interminables. Pero lo hice bastante bien, en opinión del abuelo.
Vinieron rápidamente y el viejo «Rippitt» estaba avergonzado de lo que había hecho. Se quedó andando detrás de los demás, esperando, me imagino, pasar inadvertido. Según abuelo le estaba bien empleado, y quizá esta vez aprendiese que no se puede hacer trampas sin crearse muchos problemas a uno mismo.
El sol marcaba el mediodía cuando abandonamos el desfiladero colgado y fuimos por El Estrecho en dirección a casa. Los perros arrastraban las patas por el camino. Era evidente su agotamiento. Yo también lo estaba y me hubiera resultado bastante difícil aguantar el paso, de no ser porque abuelo también estaba fatigado y andaba despacio.
Al atardecer divisamos la cabaña y a abuela. Había salido al camino para recibirnos. Me cogió en brazos y puso el brazo alrededor de la cintura de abuelo. Me imagino que debía de estar muy cansado, pues me quedé dormido en su hombro y no sé cuándo llegamos a la cabaña.