3 Sombras en la pared de la cabaña

EN las veladas de aquel invierno nos sentábamos enfrente de la chimenea de piedra. La madera que cogíamos de los árboles podridos crepitaba y chisporroteaba a causa de la resina que tenía. Proyectando en la pared sombras que saltaban y se contraían para luego volver a agrandarse, hacían que las paredes cobrasen vida con fantásticas apariciones y desapariciones que crecían y se encogían. Había largos silencios mientras observábamos las llamas y las sombras bailarinas. Abuelo solía romper el silencio con alguno de sus comentarios acerca de «las lecturas».

Dos veces por semana, en las noches de los sábados y los domingos, abuela encendía la lámpara de aceite y leía en voz alta. Encender la lámpara era un lujo, y estoy seguro de que lo hacían por mí. Teníamos que ser cuidadosos con el aceite. Una vez al mes, abuelo y yo bajábamos al pueblo y yo llevaba la lata de aceite tapando el agujero con una raíz, de forma que ni una sola gota se caía en el camino de regreso. Costaba veinticinco centavos llenarla, y demostraba que tenía mucha confianza en mí dejándome llevarla hasta la cabaña.

Cuando íbamos, siempre llevábamos una lista de libros que abuela había hecho: abuelo enseñaba esta lista a la bibliotecaria y devolvía los libros de la semana anterior. Me imagino que no conocía los nombres de los autores modernos, pues la lista siempre tenía el nombre de Shakespeare, cualquier cosa suya que no hubiésemos leído, pues tampoco sabía los títulos. Algunas veces, esto le causaba a abuelo muchos problemas con la bibliotecaria. Ella cogía diferentes historias de Shakespeare y leía los títulos. Si abuelo no los recordaba, tenía que leer una página. A veces le decía que continuase leyendo y la bibliotecaria leía varias páginas. En ocasiones, yo recordaba la historia antes que él, y entonces le tiraba de la pernera de su pantalón y le indicaba que ya habíamos leído ese libro. Poco a poco se convirtió en una especie de concurso. Abuelo intentaba decirlo antes de que yo le reconociera, y luego cambiaba de idea; esto confundía a la bibliotecaria.

Al principio se molestaba un poco y le preguntaba para qué quería libros si no sabía leer. Le explicó que abuela nos los leía. Desde entonces nos hacía una lista de lo que habíamos leído ya. Era simpática y sonreía cuando entrábamos por la puerta. Una vez me dio un bastoncito de caramelo rojo, que me guardé hasta que salimos fuera. Lo partí en dos pedazos y lo compartí con abuelo. Él sólo cogió un trozo pequeño, pues yo no lo había partido exactamente por la mitad.

Siempre estábamos mirando en el diccionario. Yo tenía que aprender cinco palabras por semana, empezando por las primeras letras. Era un ejercicio trabajoso, porque, además, mientras hablaba durante esa semana, tenía que intentar hacer frases utilizando estas palabras. ¡Qué complicado cuando todas las palabras que uno aprende comienzan por A o por B!

Pero también había otros libros: uno era La caída del Imperio romano…, y había autores, como Shelley y Byron, que abuela no conocía. Pero la bibliotecaria mandaba también libros de esos autores.

Abuela leía despacio, inclinando su cabeza sobre el libro, con sus largas trenzas, que le llegaban casi hasta el suelo. Abuelo se mecía con un movimiento lento adelante y atrás, y cuando llegábamos a un fragmento interesante dejaba su balanceo.

Cuando abuela leía Macbeth, yo veía el castillo y las brujas cobrando vida en las sombras de la pared, y me acercaba todavía más a la mecedora de abuelo. Él dejaba de moverse cuando llegábamos a la parte de las puñaladas, la sangre y todo eso. Decía que nada de eso hubiese ocurrido si la señora de Macbeth hubiese hecho lo que debe hacer una mujer y no hubiese metido las narices donde sólo le correspondía meterlas a su marido; además, no era una señora y no sabía cómo, en un libro, podían llamarla así. Hablaba así por la emoción de la primera lectura. Después, tras haber meditado la historia en su mente, comentó que sin duda alguna había algo que no estaba bien en la mujer, y se negó a llamarla señora. Aunque añadió que una vez vio una cierva en celo que no pudo encontrar su ciervo, correr como loca chocándose contra los árboles y finalmente ahogarse en el arroyo. Conjeturó que no había forma de saberlo, pues Shakespeare no lo indicaba, pero creía que toda la culpa se le podía echar a Macbeth, porque parecía que el hombre no tenía voluntad propia y era un indeciso.

Se preocupó por el tema considerablemente, pero al final decidió que la mayor parte de la culpa la tenía la señora Macbeth, pues podía haber mostrado la maldad de su corazón de otra forma, como golpeándose la cabeza contra la pared o algo así, en vez de ir por ahí matando a la gente.

Abuelo estaba del lado de Julio César en su asesinato. No estaba de acuerdo con todo lo que había hecho, porque además no sabía todo lo que César había hecho, pero opinaba que Bruto y los suyos eran la panda más baja y rastrera de la que nunca había oído hablar, por la forma en que habían atacado a Julio César, amparándose en su número y apuñalándole hasta causarle la muerte. Le parecía que si tenían alguna disputa con César, deberían haberlo discutido e intentado resolverlo. Se acaloró tanto que abuela tuvo que calmarle diciendo que todos los presentes estábamos a favor de César y que, por tanto, no tenía con quién discutir, y de cualquier forma, había pasado hacía tanto tiempo, que dudaba de que pudiese hacerse nada ahora.

Pero cuando de verdad tuvimos problemas fue con George Washington. Para entender lo que él significaba para abuelo, hay que saber algunos de los antecedentes.

Abuelo tenía todos los enemigos que tiene un hombre de la montaña. Además era pobre, aunque no lo iba pregonando, y gran parte de su sangre era india. Me imagino que hoy a los enemigos se les apostillaría «el sistema», pero abuelo, al sheriff o al agente federal o estatal, o a cualquier político de la clase que fuera, les llamaba «la ley», lo que para él equivalía a una serie de monstruos poderosos, a quienes no les importaba lo más mínimo la vida de los demás.

Aseguraba que era «un hombre adulto cuando se enteró de que hacer güisqui iba contra la ley». Dijo que había tenido un primo que nunca lo supo y se fue a la tumba sin saberlo. Contaba que su primo sospechaba que la ley siempre estaba en su contra, porque no había votado «correctamente», pero nunca pudo saber bien cuál era la forma de votar correctamente. Siempre pensó que su primo tuvo una muerte prematura de tanto preocuparse durante la época de elecciones sobre cuál era la mejor forma de votar. Se puso tan nervioso, que comenzó a beber en demasía, lo cual acabó matándole. Echaba la culpa de su muerte a los políticos, quienes, según decía, eran los responsables de prácticamente todas las muertes de la historia.

Leyendo un viejo libro de historia, años más tarde, descubrí que abuela se había saltado los capítulos de George Washington luchando contra los indios, y que sólo había leído las cosas buenas acerca de él para dar a abuelo alguien a quien admirar. Sin embargo, no tenía el menor respeto por Andrew Jackson ni, como dije, por ningún otro político que yo recuerde.

Después de escuchar las lecturas de abuela comenzó a referirse a George Washington en muchos de sus comentarios…, considerándole como un ejemplo esperanzador de que podía haber algún hombre bueno dentro de la política.

Hasta que abuela se descuidó y leyó algo acerca del impuesto del güisqui.

Leyó el pasaje en el que se decía que Washington pensaba poner impuestos a los fabricantes de güisqui e iba a decir quién podía hacer güisqui y quién no. Leyó otro párrafo en el que Mr. Thomas Jefferson le decía a Washington que eso era algo equivocado, que los pobres granjeros de la montaña tenían muy poca tierra, y no podían cultivar todo el grano que podían cultivar los grandes terratenientes de las llanuras. Leyó que Mr. Jefferson le explicó que la única forma en que los campesinos de las montañas podían sacar algún beneficio del grano era fabricando güisqui. El asunto había causado problemas en Irlanda y en Escocia —de hecho, el sabor tostado que tiene el güisqui escocés se debe a que algunos granjeros tuvieron que huir apresuradamente de los hombres del rey, teniendo que dejar las calderas del grano en el fuego—. Pero George Washington no quiso escuchar y aprobó el impuesto sobre el güisqui.

Fue un duro golpe para abuelo. No siguió balanceándose, pero no dijo nada; simplemente miró el fuego con una mirada perdida en sus ojos. Abuela se sintió mal después de haberlo leído, le dio unas palmaditas en el hombro y le puso la mano alrededor de la cintura cuando se fueron a la cama. Yo me sentí casi tan mal como él.

Un mes más tarde, cuando íbamos de camino hacia el pueblo, fue cuando me di cuenta de cuánto le había afectado el suceso. Habíamos bajado por el sendero, yendo él delante, para luego ir por el camino de carretas…, y finalmente por la carretera. De vez en cuando pasaba algún coche, pero abuelo nunca prestaba atención, pues jamás dejaba que nadie le llevara. De repente un coche paró a nuestro lado. Era un coche abierto, sin ventanas y tenía una lona por encima. El hombre que iba dentro estaba vestido como un político, y yo sabía que abuelo no iba a querer montar, pero me llevé una sorpresa.

El sujeto sacó la cabeza fuera de la ventanilla y gritó:

—¿Quieren que los lleve?

Abuelo dudó sólo un momento; luego dijo «gracias», y entró, indicándome que subiera atrás. Bajamos por la carretera y fue emocionante para mí sentir lo rápido que íbamos.

Abuelo se mantenía tan derecho como un palo; para ir sentado en el coche con el sombrero puesto, resultaba demasiado alto. No se lo quiso quitar, así que no tuvo más remedio que inclinarse, con la espalda en ángulo respecto al parabrisas. Esto producía la impresión de que estaba estudiando la carretera y la forma en que conducía el político, lo que puso a éste nervioso. Abuelo no le estaba prestando la menor atención. Finalmente, el político dijo:

—¿Van al pueblo?

Abuelo respondió:

—Sí —y seguimos el viaje.

—¿Es usted granjero?

—Algo —fue la respuesta.

—Yo soy catedrático de la Universidad del Estado —aseguró el conductor, y noté que estaba orgulloso de decirlo.

Yo estaba sorprendido y contento de que no se tratara de un político. Abuelo no dijo nada.

—¿Es usted indio?

—Sí.

—¡Oh! —dijo el catedrático, como si eso lo explicara todo.

De repente, abuelo giró la cabeza hacia el catedrático y dijo:

—¿Qué es lo que sabe usted acerca del impuesto que ponía George Washington a los fabricantes de güisqui? —parecía que iba a abofetear al catedrático.

—¿El impuesto del güisqui? —gritó muy alto.

—Sí, el impuesto del güisqui.

—No sé —contestó—. ¿Se refiere al general George Washington?

—¿Hubo más de uno? —preguntó sorprendido.

También me había dejado asombrado a mí.

—Nooo… —dijo el catedrático—, pero no sé nada del tema.

Aquello me pareció algo sospechoso, y pude ver que a abuelo tampoco le satisfacía mucho. El catedrático miró al frente y me dio la impresión de que cada vez íbamos más deprisa. Abuelo seguía estudiando la carretera a través del parabrisas, y entonces comprendí por qué había dejado que le llevaran en coche.

Volvió a hablar, pero no había mucha esperanza en su voz:

—¿Sabe usted si el general Washington se hizo alguna vez una herida en la cabeza? Habiendo intervenido en tantas batallas, quizá alguna bala le dio en la cabeza.

El catedrático no le miró, y cada vez se le notaba más nervioso.

—¡Ah! Eso es —gritó—. Yo doy clase de inglés; no sé nada acerca de George Washington.

Llegamos a las primeras casas del pueblo y abuelo dijo que nos bajábamos. No estábamos cerca de ningún sitio de los que íbamos. Cuando nos bajamos a un lado de la carretera, se quitó el sombrero para agradecer al catedrático, que, apenas habíamos tocado el suelo, había desaparecido entre una nube de polvo. Abuelo dijo que era la educación que esperaba de un tipo como aquél. Estaba de acuerdo en que el catedrático actuaba de una forma sospechosa, y que podía haberse tratado de un político haciéndose pasar por un catedrático, pues había oído que la mayoría de ellos estaban locos.

Me contó que se imaginaba que George Washington se había hecho una herida en la cabeza en alguna de las batallas, lo que podía ser la explicación de cosas como el impuesto sobre el güisqui. Dijo que él tenía un tío al que una mula dio una coz en la cabeza, y que desde entonces nunca volvió a ser totalmente normal, aunque dijo que él tenía su propia opinión sobre el caso, que nunca había hecho pública: su tío, según su versión, sólo estaba loco cuando quería, como cuando su vecino descubrió juntos en la cama a su mujer y al tío, y éste salió corriendo a cuatro patas como un perro y comenzó a comer tierra. Pero dijo que nadie pudo saber nunca si de verdad estaba loco, o si simplemente se hacía el loco…; por lo menos, el vecino no lo supo. Su tío vivió apaciblemente y murió tranquilo en su cama. De cualquier forma, decía que no era quién para juzgar el caso. La herida de George Washington me pareció una idea razonable, y quizá también fue la causa de sus otros errores.