2 La vida

ABUELA había necesitado las tardes de toda la semana para hacer los mocasines. Se sentaba en la mecedora, que crujía con su peso, trabajando y canturreando mientras la madera de pino crepitaba en la chimenea. Con un cuchillo curvo cortó la piel de ciervo, que cosió por los bordes. Cuando terminó, mojó los mocasines en el agua. Me los puse mojados, hasta que se secaron. Anduve con ellos de un lado para otro hasta que estuvieron suaves y ligeros como el aire.

Esa mañana me calcé los mocasines después de haber saltado dentro de mis pantalones de peto y de haberme abrochado la chaqueta. Estaba oscuro y hacía frío; era demasiado pronto, incluso para que el viento de la mañana se dejara sentir entre los árboles.

Abuelo había dicho que podía ir con él al sendero alto si me levantaba a tiempo, y añadió que él no iba a despertarme.

—Un hombre se despierta por su propia voluntad —me dijo, y me había sonreído.

Pero hizo mucho ruido al levantarse, chocando contra la pared de mi cuarto y hablando de forma innecesariamente alta a abuela. Le oí y salí el primero, esperando con los perros en la oscuridad.

—De manera que estás aquí —dijo, pareciendo sorprendido.

—Sí, señor —contesté lleno de orgullo.

Señaló con el dedo los perros, que saltaban y correteaban a nuestro alrededor.

—Vosotros os quedáis —ordenó.

Metieron el rabo entre las piernas lloriqueando suplicantes, y la vieja «Maud» comenzó a aullar. Pero no nos siguieron. Se agruparon inconsolables y observaron cómo nos alejábamos del claro.

Había subido por el sendero bajo que seguía el lecho de la corriente, serpenteando hasta desembocar en un prado donde abuelo tenía un establo en el que guardaba su mula y su vaca. Aquí comenzaba el sendero alto, que se bifurcaba hacia la derecha por la ladera de la montaña, yendo siempre hacia arriba su trazado. Yo trotaba detrás y sentí la inclinación del camino.

Pude notar también algo más, como abuela me había dicho que pasaría. Mon-o-lah, la madre tierra, entró en mí a través de mis mocasines. Pude sentir cómo empujaba y se hinchaba en ciertos lugares, y se encogía y cedía en otros… y las raíces, que constituían las venas de su cuerpo, y el agua, que era como su sangre y que circulaba dentro de ella. Estaba cálida y elástica y me sentía botar sobre su pecho.

El aire frío hacía que mi aliento se condensara. El riachuelo ya estaba bastante abajo. De algunas ramas desnudas de los árboles goteaba agua del deshielo de pequeños carámbanos, y a medida que subíamos comenzamos a ver hielo en el sendero. Una luz gris disipó ligeramente la oscuridad.

Abuelo se detuvo y señaló a un lado del sendero.

—Aquí está la pista de los pavos, ¿la ves?

Me arrodillé y vi las huellas. Pequeñas marcas, como palitos que se unieran en un punto central.

—Ahora —dijo— prepararemos la trampa.

Salió del camino hasta que encontró un agujero.

Lo limpiamos bien, sacando primero las hojas. Luego empuñó su largo cuchillo y con él hizo un hoyo profundo en el suelo esponjoso. Quitamos la tierra y la esparcimos entre las hojas. Cuando el agujero era tan hondo que superaba mi estatura, abuelo me sacó y tapó el hoyo con ramitas, esparciendo muchas hojas por encima. Luego, con su cuchillo, hizo un caminito que llegaba hasta la pista de los pavos. Cogió algunos granos de maíz indio rojo de su bolsillo y los echó por el caminito, poniendo un puñado en el agujero.

—Ahora nos vamos —dijo, y volvimos a subir por el sendero alto.

El hielo crujía bajo nuestros pies. La montaña, frente a nosotros, se acercaba más a medida que el vacío iba pareciendo un pequeño resquicio, dejando ver el riachuelo como el filo de un cuchillo de acero hundido en el fondo del valle.

Nos sentamos sobre las hojas, fuera del sendero, justo cuando el primer rayo de sol tocó la cima de la montaña, al otro lado del valle. Abuelo sacó de su bolsillo una galleta ácida y carne de ciervo para mí, y mientras comíamos miramos la montaña.

El sol tocó la cima como una explosión, mandando sus rayos luminosos por el aire. El intenso brillo de los árboles cubiertos de escarcha hacía daño a los ojos, y resbalaba hacia abajo por la montaña, como una ola silenciosa, a medida que el sol hacía retirarse la oscuridad de la noche hacia el valle. Una corneja vigilante graznó, avisando que estábamos allí.

Entonces, la montaña palpitó y dio señales de estar respirando, inundando el aire de nubecillas de vapor. El sol y la brisa despojaban a los árboles de su rígida armadura de hielo.

Abuelo observó, igual que yo, y escuchó cómo aumentaban los sonidos con el viento de la mañana, que producía un zumbido bajo entre los árboles.

—Está reviviendo —dijo, suave y bajo, sin quitar sus ojos de la montaña.

—Sí, señor —dije—, está reviviendo.

Entonces me di cuenta de que abuelo y yo nos entendíamos de una forma que la mayoría de la gente no conocía.

Las sombras de la noche se retiraron sigilosamente a través de una pequeña pradera cubierta de hierba y brillante de sol. La pradera estaba sobre la ladera de la montaña. Abuelo me señaló unas codornices revoloteando y saltando sobre la hierba, comiendo semillas. Luego me hizo mirar hacia arriba, en dirección al helado cielo azul.

No había nubes, pero al principio no vi la pequeña mancha que apareció por el borde de la montaña. Creció. Seguía la dirección del sol, para que su sombra no apareciera antes que él. El pájaro aceleró su vuelo por la ladera de la montaña. Parecía un esquiador que fuera sobre las copas de los árboles, con las alas medio dobladas… como una bala marrón… más y más rápido, en dirección a las codornices.

Abuelo masculló:

—Es el viejo Tal-con, el gavilán.

Las codornices se asustaron y aceleraron su vuelo en dirección a los árboles. Pero una fue demasiado lenta. El gavilán atacó. Unas plumas volaron por los aires y luego los dos pájaros cayeron al suelo. La cabeza del gavilán subía y bajaba sobre su presa. Enseguida salió volando con la codorniz muerta entre sus garras; subió por la ladera, hasta que desapareció tras la cima.

Yo no lloré, pero debía notárseme que estaba triste, pues abuelo dijo:

—No te entristezcas, Pequeño Árbol. Así es la vida. Tal-con cogió la codorniz más lenta y, por tanto, ésta no tendrá hijos, que también serían lentos. Tal-con come miles de ratas que se alimentan de los huevos de codorniz; de todas, de las rápidas y de las lentas; así es como Tal-con vive según la vida. Él también ayuda a las codornices.

Abuelo desenterró con su cuchillo una raíz dulce del suelo y la peló, de forma que empezó a gotear el líquido que almacenaba en invierno. La cortó por la mitad y me dio la parte más gruesa.

—Es la vida —dijo suavemente—. Coge sólo lo que necesites. Cuando caces el ciervo, no cojas el mejor. Coge el más pequeño y el más lento, y entonces el ciervo crecerá fuerte y siempre te dará carne. Pakoh, la pantera, lo sabe, y tú también debes saberlo.

Luego se rió:

—Tan sólo Ti-bi, la abeja, guarda más de lo que puede usar… Por eso le roban el oso y el mapache… y el cheroqui. Así ocurre con la gente que guarda y que engorda cogiendo cosas que no necesita. Los otros se lo quitarán. Y habrá guerras… y ellos pronunciarán grandes discursos, intentando coger más de lo que comparten. Dirán que una bandera les da derecho a hacer esto… y morirán hombres a causa de sus palabras y de la bandera…, pero ellos no cambiarán las reglas de la vida.

Regresamos por el sendero. El sol estaba ya justo sobre nosotros cuando llegamos a la trampa de los pavos. Los podíamos oír aun antes de ver la trampa. Allí estaban graznando y haciendo ruido, alarmados.

—No hay ninguna tapa sobre el agujero. ¿Por qué no inclinan sus cabezas para ver que hay un hoyo, y así no caerían dentro?

Abuelo estiró su brazo dentro del agujero y sacó un gran pavo que no cesaba de graznar; ató sus patas con un cordel y me sonrió.

—El viejo Tei-qui es como algunas personas. Como se lo sabe todo, nunca mira hacia abajo para ver qué hay a su alrededor. Tiene la cabeza demasiado alta para poder aprender algo.

—¿Como el conductor del autobús? —pregunté.

No podía olvidar al conductor molestando a abuelo.

—¿El conductor del autobús? —parecía extrañado; luego se rió, y siguió riéndose mientras volvía a meter la cabeza en el agujero para coger otro pavo.

—Sí —bromeó—, como el conductor del autobús. Parecía un poco gallito, ahora que me acuerdo. Pero eso es asunto suyo. Si quiere ir por ahí haciendo el tonto, nosotros no debemos pensar en ello.

Tumbó los pavos con las patas atadas sobre el suelo. Había seis, y señaló hacia ellos:

—Todos tienen más o menos la misma edad… Eso puede saberse por el grosor de sus crestas. Sólo necesitamos tres. Así que elige, Pequeño Árbol.

Anduve a cuatro patas a su alrededor y los estudié bien. Tenía que ser cuidadoso. Volví a inspeccionarlos, hasta que escogí los tres que me parecían más pequeños.

Abuelo no dijo nada. Quitó los cordeles de las patas de los otros, que volaron rápidamente hacia la parte baja de la montaña. Se colgó dos pavos sobre la espalda.

—¿Puedes llevar el otro? —preguntó.

—Sí, señor —dije, sin estar seguro de haber obrado bien. Una ligera sonrisa le iluminó la cara:

—Si no fueras Pequeño Árbol… te llamaría Pequeño Gavilán.

Le seguí por el camino abajo. El pavo era pesado, pero yo aguantaba bien su peso. El sol había caído en dirección a la montaña más lejana, y se filtraba a través de las ramas de los árboles, haciendo dibujos dorados por donde íbamos andando. El viento había cesado en aquel atardecer invernal y pude oír a abuelo delante de mí silbar una cancioncilla. Me hubiera gustado vivir siempre ese momento… pues sabía que le había agradado. Había aprendido el sentido de la vida.

La tarde del invierno me sorprende andando en la montaña

caminando por el sendero empinado,

dejando allá abajo, muy abajo, mi pobre cabaña,

rastreando la senda de los pavos.

Cheroqui, aquí vives tu cielo anticipado.

Éxtasis al ver nacer la mañana,

escuchar el murmullo en la arboleda.

La vida le nace a Mon-o-lah, la tierra,

y el pueblo cheroqui vive de ella enamorada.

Aprendo que la vida y que la muerte están aquí, cada día,

que ambas son dos hermanas gemelas,

que conocer a Mon-o-lah es estar siempre en la vida,

que el alma cheroqui la tienes así siempre muy cerca.