MAMÁ sobrevivió un año a la muerte de papá. Así fue como me fui a vivir con abuelo y abuela cuando tenía cinco años.
Según me contó ella, los demás parientes armaron algo de jaleo a causa de esto, después del funeral.
Estuvieron discutiendo en grupo durante mucho rato en el jardincillo de nuestra cabaña de la colina acerca de dónde debería ir yo, mientras se repartían la cama pintada, la mesa y las sillas.
Abuelo no decía nada. Se mantuvo apartado a un lado del jardincillo, separado de los demás, y abuela se quedó tras él. La mitad de la sangre de abuelo era cheroqui, así como toda la de abuela.
Se irguió sobre el resto de la gente, alto —medía un metro noventa—, con su gran sombrero negro y su brillante traje, también negro, que sólo utilizaba para ir a la iglesia y para los funerales. Abuelo mantuvo un momento los ojos fijos en el suelo, y luego me miró por encima de la gente. Fui hacia él y me agarré a su pierna con fuerza. No me soltaría aunque intentaran separarme.
Abuela me dijo que no lloré ni grité nada; simplemente me agarré, y tras un largo rato de estar ellos tirando y yo sujetándome, él bajó su gran mano y la apoyó sobre mi cabeza.
—Dejadle —dijo, y los demás me dejaron.
Hablaba muy raramente delante de la gente, pero cuando lo hacía los demás escuchaban.
Bajamos de la colina, en la oscura tarde invernal, y anduvimos por la carretera que conducía hacia la ciudad. Abuelo iba delante, a un lado de la carretera; mis ropas, dentro de un hatillo, colgaban de su hombro. Enseguida aprendí que cuando alguien iba detrás de él tenía que ir trotando. Abuela iba detrás de mí y de vez en cuando se levantaba las faldas para poder seguir su ritmo.
Cuando llegamos a las calles de la ciudad, continuamos andando de la misma manera, siguiéndole siempre, hasta que llegamos a la parada del autobús. Estuvimos allí un rato largo. Abuela leía los letreros con las direcciones de los autobuses cuando éstos pasaban. Abuelo dijo que ella sabía leer tan bien como cualquier otra persona. Justo cuando empezaba a anochecer, leyó la dirección de nuestro autobús.
Esperamos a que todo el mundo se hubiese subido, y fue una buena cosa, pues en cuanto entramos en el autobús comenzaron los problemas. Abuelo entró el primero y se puso en el centro. Abuela estaba de pie en el último escalón, dentro del autobús. Abuelo sacó el monedero del bolsillo del pantalón, dispuesto a pagar.
—¿Dónde están sus billetes? —preguntó el conductor en voz tan alta que todos los viajeros del autobús se incorporaron en sus asientos para mirarnos. A abuelo esto no le molestó lo más mínimo. Le dijo al conductor que queríamos pagar y abuela le susurró que le explicase adónde íbamos. Se lo dijo.
El conductor señaló el precio, y mientras abuelo contaba el dinero con cuidado, pues había poca luz, se volvió hacia la gente, levantó la mano derecha y dijo: «¡How!», y se rió; todos se rieron. Yo me sentí mejor sabiendo que era amable y que no se enfadaba porque no tuviésemos billete.
Nos fuimos a la parte de atrás del autobús y, al pasar, vi a una mujer que debía de estar enferma. Tenía negra la parte que rodea los ojos, de una forma que no era natural, y su boca estaba manchada de sangre roja. Cuando pasamos por su lado se puso la mano ante la boca y la quitó luego gritando muy fuerte: «¡Wa… hoooo!». Pensé que el dolor se le había pasado muy rápidamente, pues se rió luego y todos los demás hicieron lo mismo. El hombre que iba sentado a su lado también se rió y le dio una palmada en la pierna. Llevaba un gran alfiler de corbata muy brillante, por lo que me figuré que tenía dinero y podría llamar a un médico si lo necesitaba.
Me senté entre mis abuelos, que unieron sus manos. Me sentí bien y me quedé dormido.
Ya era noche cerrada cuando bajamos del autobús en una carretera de grava. Mis abuelos comenzaron a andar, él siempre delante, y yo los seguí. Hacía un frío horroroso. La luna había salido. Parecía media sandía y alumbraba la carretera, que serpenteaba hasta perderse de vista.
Hasta que dejamos la carretera y empezamos a andar por caminos de carreta llenos de hierba por el centro, no me fijé en las montañas. Eran oscuras y sombrías, y la media luna estaba justo encima de una de las cimas, tan alta que había que doblar el cuello hacia atrás para verla bien. Me estremecí a causa de la negrura de las montañas.
Abuela dijo detrás de mí:
—Wales, se está cansando.
Él paró y se volvió. Me miró. El gran sombrero proyectaba una sombra sobre su cara.
—Cuando se ha perdido algo importante, es mejor fatigarse —dijo.
Se dio la vuelta y comenzó a andar otra vez, pero ahora era más fácil seguirle.
Iba más despacio, por lo que supuse que él también estaba cansado.
Tras un rato largo pasamos del camino de carretas a un sendero que se dirigía hacia las montañas. Parecía que íbamos directamente contra una de ellas, pero a medida que avanzábamos, yo veía que las montañas se abrían y se curvaban sobre nosotros.
Empezaron a resonar nuestras pisadas a causa del eco, dejándose oír a nuestro alrededor murmullos y silbidos entre los árboles, como si todo hubiese cobrado vida. Hacía calor. A nuestro lado se oyó un ruido. Una rana saltaba sobre las rocas, parando y volviendo a saltar. Estábamos en una hondonada entre las montañas.
La media luna se perdió de vista, escondida tras la cresta de la montaña, arrojando una luz plateada sobre el cielo. La luz se reflejaba en las crestas y daba la impresión de que estábamos bajo una cúpula.
Abuela comenzó a tararear una cancioncilla detrás de mí. Supe que era india y no necesitaba letra para que su significado estuviera claro; me hizo sentirme seguro.
Un perro aulló tan de repente que di un respingo. Lo hacía de forma continuada y lastimera, interrumpiéndose con algunos lamentos, que el eco se encargaba de repetir cada vez más a lo lejos, en las montañas.
Abuelo dijo:
—Debe de ser la vieja «Maud». Ya no tiene ni siquiera el olfato de un perro faldero y depende sólo de su oído.
Al cabo de un minuto estábamos rodeados de perros, que correteaban a nuestro alrededor y me olfateaban para percibir el nuevo olor. La vieja «Maud» volvió a aullar, esta vez muy cerca, y abuelo dijo:
—¡Cállate, «Maud»! —y entonces se dio cuenta de quién era y vino corriendo y saltando hacia nosotros.
Cruzamos un riachuelo, pasando sobre un tronco que servía de puente, y allí estaba la cabaña, hecha de troncos, construida bajo grandes árboles, con la montaña en la parte de atrás y con un porche en la parte delantera.
Tenía un gran vestíbulo abierto en sus extremos y separando las habitaciones. Algunos lo llamaban «la galería», pero los amigos de la montaña lo llamaban «la perrera», pues los perros correteaban por allí. A un lado había una gran habitación en la que se cocinaba, se comía y se vivía la mayor parte del tiempo, y al otro lado de la perrera había dos dormitorios: uno era el de mis abuelos; el otro, el mío.
Me tumbé sobre una suave piel de ciervo curtida, puesta en un marco de madera de nogal. A través de la ventana abierta podía ver los árboles del otro lado del riachuelo iluminados por una luz fantasmal. Me acordé de mamá, pensando en el lugar tan extraño en que me encontraba.
Una mano empezó a acariciarme la cabeza. Era abuela, que estaba sentada en el suelo a mi lado. Llevaba una gran falda. Su pelo, trenzado, con algunos cabellos plateados, le caía desde los hombros hasta el regazo. Miró a través de la ventana y comenzó a cantar lenta y suavemente:
Han estado sintiendo su llegada
los árboles, el bosque, el viento,
y con su canto le da la bienvenida la montaña.
Pequeño Árbol, no te tienen miedo;
saben que tu corazón está lleno de ternura.
Pequeño Árbol, nunca estarás solo, es su balada.
Escucha, la pequeña y muy traviesa Lay-nah,
jugando a charlar y hacer espumas
allá arriba, en la montaña, baila.
Éste es su canto a la luna:
hoy, a un hermano hemos recibido.
Es Pequeño Árbol. Qué hermoso es nuestro niño.
Awi-usdi, el mimoso cervatillo,
y Min-e-lee, codorniz de bellas plumas,
y hasta Kagú, la corneja, ríen, cantan:
Pequeño Árbol es un regalo divino,
es un torrente de fuerza y dulzura;
Pequeño Árbol, siempre estaremos contigo.
Cantaba y se mecía despacio hacia adelante y hacia atrás. Yo podía oír hablar al viento y cantar a Lay-nah, la corriente, contando cosas sobre mí a todos mis hermanos.
Yo sabía que era Pequeño Árbol, y estaba contento de que me amasen y me quisieran. Me dormí y no lloré.