La llamada
Estaba sentado en una de las gárgolas de piedra de la terraza, en la torre del edificio mayor de Bethel, desde donde se podía ver parte de la enorme ciudad que se erguía a mis pies, cuando oí el llamado de Sal. Ladeé la cabeza como si pudiera sentirla más cerca, aunque su voz no provenía del aire, podía sentirla en mi mente. Semiazas me observaba desde el otro lado de la torre con un pie apoyado en el borde de piedra, como si fuera a saltar en cualquier momento. Sabía que el jefe de los ángeles caídos podía sentir el llamado como un hilo de energía. Aunque después de su visita supe que esto vendría.
—Eso ha sido rápido… —dijo con su voz burlona. Lo observé, no me fiaba de él, ni un ápice. Su presencia aquí no me dejaba tranquilo. Lucía como un joven de cabello rubio casi blanquecino que caía sobre sus hombros, en un corte revuelto que el viento se encargaba de agitar libremente, pero nada de él generaba confianza. Una armadura envolvía su cuerpo, era oscura, casi del mismo color del smog que cubría la ciudad, cada parte de ella era un arma, incluso los dobleces de esta eran tan puntiagudos y mortales como él. Sus ojos eran parecidos a los de un águila y podía percibir a los humanos circulando allí abajo, sin pensar que el terror se alzaba sobre sus cabezas. No era más alto que yo, ambos teníamos casi la misma contextura, pero éramos muy diferentes. Tan diferentes como el día de la noche. Su rostro era duro, con facciones ásperas y angulosas; yo, en cambio, podía parecer un joven humano. Entre sus dos alas negras como la noche que casi arrastraban sobre el piso, justo en medio de su espalda, llevaba dos espadas que yo conocía bien. Semiazas me había cortado las alas con una de ellas.
No era más larga que su antebrazo, pero su hierro cortaba la carne como la mantequilla, tenía un borde dentado con grandes aguijones que se clavaban y desgarraban todo al salir. Cuando caí, tan solo tenía quinientos años de vida, al igual que Semiazas, pero habíamos tomado rumbos diferentes. Yo por mi lado no podía tan solo mirar, no podía ver solo desde arriba como si las palabras de la diosa no fueran nada, como si los humanos fueran insectos correteando por ahí, al menos no al saber que mi madre había sido una de ellos. Tan diferentes como el hielo y el fuego, pero no podíamos esperar menos, éramos hijos de distintas madres, habíamos crecido luchando el uno contra el otro; dos caras de una misma moneda. Me desestimaron por ser hijo de una humana que había muerto cuando nací; aunque mi padre intentó inculcarme las artes de la guerra como a mi hermano menor, nunca había logrado incapacitar mis sentimientos. Cuando Semiazas, mi medio hermano, nacido de dos ángeles, tomó el poder del ejército de los caídos creí que me dejarían en paz; pero tiempo después, mi padre me comunicó que yo también entraría en las filas del ejército, por lo tanto nefilim, ángeles y ángeles caídos lucharían hombro a hombro, y aun así, yo seguía bajo las órdenes de mi medio hermano. Había cuidado a la familia de Sal en mis ratos libres y durante un corto tiempo, pero aquella vampiresa rubia, con ojos vivaces se había ganado mi cariño, la había espiado jugando con sus padres y noté el amor con que la habían cuidado. Ella me vio más de una vez, pero al ser pequeña no me había delatado. Tan solo Irizadiel sabía de mis escapadas. Le había contado de sus juegos, de cómo la trataban sus padres, cada caricia era relatada por mis labios con amor, del amor que se colmaba al ver a la niña corriendo por las noches, la imagen de su madre sonriéndole al verla jugar, los besos suaves en el pómulo de su marido. Todo aquello me hacía dudar aún más sobre las órdenes que nos daban. Sabía que algo nos estaban escondiendo y la única forma en que encontraría la respuesta sería leyendo las palabras de Vatur a escondidas. Las verdaderas palabras de ella, las que otros habían olvidado. Cuando oí a los soldados, a los que decían ser mis hermanos, hablar de la muerte de la familia de Salomé todo cambió. No podía quedarme allí sin hacer nada. El miedo recorrió mis venas y fui a enfrentarme a uno de los míos; sin embargo no pude hacer nada. Mi hermano no había enviado a dos ángeles comunes, no, él mandó a dos ángeles imponentes y de alto rango para atacarlos. Aun en ese día noté el amor que rodeaba a la familia. Sus padres habían guardado a Sal, su madre la protegió ante todo, haciendo que la niña se escondiera como si fuese un juego. Yo nunca había sentido ese amor. No lo conocía y quedé paralizado mirándolos morir. ¡Debía salvarlos y los había dejado morir! Nunca olvidaría el llanto de la niña. Caminé hasta ella cuando los ángeles se fueron imaginando que moriría sola. Allí estaba, escondida tras una roca, llorando; la tomé por atrás, cubrí sus ojos y, como solo nosotros podíamos hacerlo, la hice dormir. La cargué en brazos y me marché a escondidas. Solo Irizadiel me vio, pero ella nunca me delataría. Había volado más de lo que nunca volé en mi vida, y llegué hasta un lugar donde Irizadiel me indicó que podía dejarla. Según Irizadiel, la diosa habló con ella señalándole ese sitio. Agotado y casi sin fuerzas llegué a mi destino; un hombre menudo me esperaba en la puerta de una casa, y dejé a la niña con él. El hombre me dijo que se llamaba Ben; él la tomó en brazos y agradeció a Vatur, y luego a mí, por aquello. Cuando volví, recorrí de nuevo el lugar manchado de sangre, mis ojos no creían el horror por el que había pasado esa familia. El horror en las lágrimas de Salomé. Aquel día había fallado y nadie perdonaba un fallo así. Luego, al regresar, fui tomado por dos ángeles y atado a una cruz con mis alas expuestas. Semiazas, mi medio hermano se acercó desde atrás y cortó mis alas de una sola pasada. Intenté ser fuerte y resistir, no darle el gusto a aquellos que me miraban con asco, pero al final había gritado y me había desgarrado la garganta haciéndolo, cuando Semiazas se paseó frente a mis ojos con aquella afilada garra metálica bañada en mi sangre. Ahora, parado allí con aquel aspecto calmo, observando a los humanos como si no valieran nada, yo pensaba en el jefe de los caídos, como el más cruel de todos.
—Vamos, atiende, atiende, que debemos terminar con esto… espero que en el transcurso recuperes la cordura y me digas dónde está la rebelde Irizadiel… —Semiazas tamborileó los dedos en su mentón—. Incluso podrías recuperar tus alas —sonrió de una forma más malvada que el mismo demonio y, dicho aquello, sus alas negras se batieron y despegó directo hacia las nubes. Lo observé un momento. Él nunca sería así, mi medio hermano llevaba la crueldad instalada en su alma. Tal vez perder las alas doliera, pero perder el alma como lo había hecho Semiazas era aún peor. Yo creía en los oscuros. Confiaba en Vatur, y conocía las antiguas escrituras.
La creación
Capítulo 1
1:1 Nacimos como cada planta y cada ser en este mundo, vagábamos por la Tierra, antes de los tiempos, antes de la creación, antes que el hombre. Pero los dioses nos juzgaron, pelearon y nos condenaron a escondernos, pero no por ello los odiamos. Vivimos y amamos igual que el hombre, y por eso, que el corazón del ser, sea juzgado como tal en su pureza, y que los ojos de los caídos vigilen los corazones de los oscuros y sean ellos los encargados de erradicar el mal, siempre que el corazón así lo dicte.
1:2 Desde que el dolor se instaló en los corazones, y el miedo fue instaurado por los hombres, a todo aquel oscuro que desee la vida, se le dará, todo aquel que busque la protección bajo el cuidado de Vatur, le será dado, sin importar su raza, y así que su corazón puro le permita vivir en las sombras de mi hermosa noche hasta que decida volver a mi lado.
1:3 Que nadie use aquel dolor para instalarlo entre los oscuros y que su corazón dicte cada latido de la oscuridad que he creado para cobijar a mis hijos. Hijos míos no temáis, que vuestra madre nunca os ha olvidado, enviará legiones de caídos en vuestra ayuda. Nunca estaréis solos, porque la vida les he dado.
1:4 Que la paz reine en nuestros seres, confiad en ellos mis guerreros, a los que les he confiado mi luz tenue. Que la vida de cada ser sea velada por los caídos y que estos protejan del sol a mis hijos. Hemos vivido y nacido mucho antes de la creación de la Tierra. Mucho antes de que el hombre fuera llamado hombre. Que la luz no ciegue sus ojos, que las sombras cubran sus vidas. Buscad la sabiduría en mi palabra.
1:5 Mis hijos vagarán por la noche, es cierto, y mis caídos los cuidaran desde el cielo, caminad con la luz de la hermosa Nix, oscuros, y allí encontraréis la belleza. Vatur estará siempre a vuestro lado, a derecha, a izquierda, arriba y abajo, porque a dondequiera que vayáis, iré yo, dondequiera que vosotros viváis, viviré yo.
1:6 Y solo cuando muera la última de las esperanzas, cuando el último rayo de Nix se borre de la faz de la Tierra, con el último grito destrozado dejaré de creer en mis hijos. Que nadie los juzgue por la vida y mis caídos velen por ellos en sus sueños, y que la mano de la diosa sea justa y sabia. Porque así ha de ser hecho.
Aún creía en la diosa. Me tomé la cabeza y pensé en Sal.
—Salomé —respondí utilizando el nombre completo. Un silencio se colgó de la conexión, aunque sabía que ella estaba allí.
—Por Vatur, pensé que no lo lograría —reí en mi mente; se la notaba cansada, la imaginé allá, pensando en mí, y la fuerza que aquello implicaba.
—Sal, confía en ti —quise decirle que siempre estaría para ella, pero no quise apabullarla. Sabía que estaba sufriendo por el vampiro. Sonreí y miré al cielo. ¡Si tan solo la hubiera conocido antes… sería tan diferente! Ahora aquella herida nunca sanaría.
—Necesito hablar contigo, Nicolás me pidió que te contactara —torcí el gesto aunque ella no pudiera verme.
—¿Nicolás? ¿Por qué te enviaría a ti?
—Oye… ¿y eso qué significa? —Sonreí, no había deseado que las palabras sonaran de ese modo, pero al final de cuentas era Sal con quien hablaba—. Dime que no eres un nefilim machista. —Volví a reír ante la broma. Admiraba eso de ella, aun en los peores momentos sabía cómo reír. Porque ella creía. Porque aquella mujer de rostro adusto y tez clara, aquella con el cabello igual que Sal se lo había enseñado. Ella no creía conocer a sus padres, pero cada vez que oía su voz, sabía que ella tenía más de aquellos vampiros que forjaron su destino—. ¿Lo conoces?
—Dime Sal, ¿que necesitas? Aunque ya imagino a qué va esto —casi podía sentirla a mi lado. Me golpeé la cabeza antes de seguir. Había culpado al vampiro de su reacción con Sal, pero… ¿qué pasaría si no fuera solo eso? ¿Qué pasaría si realmente lo hubiera deseado?—. He vuelto a pecar —murmuré más para mí mismo que para ella.
—Phill… ¿Qué ocurre?
—Reúnete conmigo en la torre mayor del centro, estaré allí apenas el sol toque el horizonte —eso le daría unas tres horas de ventaja antes de lo que Vatur había vaticinado como su batalla.
—Gracias —respondió ella y sentí que mi corazón se aquietaba. ¿Acaso podía sentir su pesar? Me negué a pensar en eso. Sal era preciada para todos, ninguno de ellos lograba entender el poder que su sangre albergaba y este no era el momento para que mis sentimientos se inmiscuyeran en esto. Me levanté y mi abrigo se movió con el viento, metí las manos dentro de los bolsillos contemplándolo todo desde las alturas. Aún había esperanzas para nosotros. El día estaba más gris que de costumbre, o tal vez era la tristeza de mi alma que se me colaba por los ojos nublándome la vista. El smog se levantaba sobre la ciudad que parecía perezosa, o tal vez tan solo fuera su instinto de supervivencia, no lo sabía, pero de una cosa estaba seguro, los humanos ignoraban que el destino del mundo podía decidirse en tan solo unas horas; sus posibilidades de sobrevivir trabarían combate en cuestión de miles de minutos acumulados. Eso era lo que admiraba de los humanos, o al menos de la mayoría de ellos, tan solo vivían en el ahora, por eso cuando las ciudades cayeron, los del cielo esperaron lo peor, pero su fe había vuelto cuando algunos profirieron un grito de paz ante el caos. Aquellas ciudades de antaño que conocí, quedaron en el olvido, ahora todo era gris frente a mis ojos, incluso parecía que la gente era más gris que de costumbre. Levanté la mirada hacia la lejanía, allí donde grandes chimeneas se levantaban a los cielos como bocas que escupían un humo tan oscuro como el corazón de los humanos. Poco quedaba de sus casas y de sus refugios, la vida se guardaba dentro por temor, o por el sabor amargo de la derrota y la muerte de un mundo que nunca sería igual a los de otras épocas. Hombres con sus rasgos tan apagados que incluso parecía que hubieran olvidado cómo reír, cómo vivir. ¿Acaso los humanos habían perdido la fe en ellos mismos? Tal vez. Aunque sabía de la existencia de llamas que se mantenían prendidas, como las de los corazones de los oscuros por los que yo luchaba, almas que aún creían en la esperanza de que alguna vez todo cambiara, almas como la de Sal, que aún creía en la paz.
Sal.
Maldije al cielo en silencio. Si tan solo lo hubiera hallado antes… Había rastreado a aquella bestia después de que el vampiro llamado Hero la arrastrara lejos de allí, pero había desaparecido ante mis ojos cuando unos ángeles que se alzaron a vuelo desde la nada vinieron contra mí. Aún no entendía si buscaban cubrir al vampiro o tan solo era su afán de matarme lo que los había llevado a ese sitio. Pero por una vez agradecí la presencia de mi hermano. Al menos había salido ileso cuando Semiazas apareció. Ningún ángel que valorara sus alas se enfrentaría a él. Mi cabello se revolvió cuando sentí un pequeño y casi imperceptible cambio en el viento y en la densidad de la energía fresca y amable de Irizadiel.
—¿Tu hermano, me está buscando? —su voz sonaba calma aunque sabía que nunca había sido un ser tranquilo, había logrado ocultarlo de todos pero nunca me lo había ocultado, en su interior ardía una llama distinta, algo que la hacía única.
—Sí, pero no le he dicho nada —mi voz en cambio era más sombría; me debatía ante la necesidad de proteger a Sal y a Irizadiel, siempre había sido lo mismo. Malditas moiras, por enredar mi destino. Ella caminó hasta colocarse a mi lado, sus alas rozando suavemente mi espalda en una íntima caricia. Mis ojos permanecían clavados en los humanos que estaban metros abajo.
—Pareces… —murmuró y la miré. Irizadiel definitivamente era hermosa. Pero la hija de la diosa nunca sería mía. Recorrí su rostro con la mirada y asentí en silencio.
—Extraño… —sonreí cansado—, lo sé.
—¿Acaso has perdido la fe? —volví a sonreír y a pasear mis ojos por la ciudad. El viento alborotaba el cabello del hermoso ángel a mi lado haciéndola lucir todavía más mágica de lo que era.
—No —volví mi vista al frente—. Nunca lo haría —entrelacé los dedos en mi espalda midiendo cada una de mis emociones, sabía que ella no dejaba de estudiar mis sentimientos.
—¿Qué ocurre? ¿Es por la mujer? —No la miré. No quería mostrarle mi derrota. Di un paso atrás y me moví para ocultar mi rostro, pero Irizadiel me tomó del brazo.
—Es por todo, tal vez no sea nada —alcé mis ojos al cielo—. Debes cuidarte, Irizadiel.
—Lo sé —acarició mi mentón con sus nudillos— pero sigo a tu lado. —Sonreí y me atreví a enfrentar aquellos ojos; alguna vez soñé que eran solo para mí. Pero no podía exponerla a eso, el peligro era muy grande e Irizadiel era muy hermosa. Sonrió y me pasó otra vez los nudillos por el mentón donde la barba comenzaba a crecer; era consciente de cómo sus alas me acariciaban—. ¿Hablaste con mi hermano? —me preguntó esperanzada y asentí—. ¿Qué ha dicho?
—Nada que no te haya dicho a ti…
—Eso quiere decir que no me ha nombrado —la tristeza se coló en su voz y me atreví a tomar sus manos.
—Sabes que te ama…
—El amor es un arma de doble filo. —Irizadiel levantó los ojos al cielo y por un instante me vi tentado de besarla— tan solo espero estar aquí para verlo.
—Lo estarás… —le aseguré. Haría todo lo posible.
—Aún no lo sé, mi fe no está tan consolidada como la tuya Phillipe. ¿Qué ha dicho tu hermano?
—Nada —puse los ojos en blanco. Ella conocía muy bien a mi hermano—. Ya sabes cómo es… no confía en mí más de lo que lo haría el tuyo.
—Somos un excelente dúo ¿no crees? —una sonrisa se coló por sus labios carnosos—. Tan solo busca mis alas —dijo un momento después.
—Sabes que nunca podrá tomar tus alas Irizadiel. Tu madre es poderosa, no creo que logre tocarte.
—¿Y a ti? ¿Qué te hará ahora? —una risita nació desde mi alma.
—Ya no puede quitarme nada, y una vez que Salomé se halle a salvo habré terminado aquí. Ya no puede hacer nada que me lastime. —Observé el sol colándose entre las nubes y sopesé la belleza del mundo una vez más, aquella que aún no había sido arrancada. El sol estaba allí, y la luna se alzaría de nuevo en unas horas. No importaba qué fuera de mí, de mi destino, aún había algunos que luchaban. El mundo debía seguir en pie, debía comprender que aquello que alguna vez llamaron amor y odio, dolor y alegría, aquellos sentimientos seguían vivos en ellos aunque no pudieran verlo por la contaminación de sus mentes. Los dioses les regalaban días soleados a los humanos que eran capaces de verlos, y noches de luna llena a los oscuros que creían en su diosa, como una promesa de un mañana mejor, como una señal de que no los habían olvidado.
El balance, mantenerse así. Los opuestos. Los opuestos que se atraen, los opuestos que luchan. Aquello que vivía en los corazones de cada ser que habitaba este suelo, homeostasis y transistasis pensé. Las dos fuerzas en un mismo cuerpo, que se contraponen y luchan entre sí. Dos entidades en uno mismo, como aquella que había habitado en mí, desde siempre. Sabía bien que cada ser contaba con estas partes, los humanos le habían dado miles de nombres a estos contrapuestos: homeostasis y transistasis, las fuerzas que mantienen la condición presente y la fuerza que nos hacía cambiar, dos fuerzas en constante conflicto. Como yo, con mi amor prohibido por Irizadiel y el latido constante por salvar a Salomé. Dos fuerzas opuestas, dos iguales que me hacían seguir luchando. La lucha entre lo que debo y lo que tengo que hacer.