Necesidad
Apoyándome en los codos me levanté un poco. La herida tiraba, ardía como si hubieran colocado un volcán en mi pecho… pero la tristeza en su rostro era más que un puñal para mí. La luz tenue dibujaba una oscura media luna bajo sus ojos y estaba pálida. Se quedó apoyada en la puerta de madera oscura, enfurruñada, con los brazos cruzados en protesta; levantó los ojos hacia mí y sentí como si me estuviera desgarrando con la mirada.
—Ven aquí gatita… quiero probarte —la invité oliendo su necesidad mezclada con la angustia; pero los ojos de Sal se pasearon por la habitación evitando mirarme.
—Estás herido, lo sé —me dijo, y la apuñalé con la mirada. Su voz era apenas un hilo comparada con la de aquella mujer que había conocido.
—No pienses en eso, tan solo ven —murmuré sedosamente descartando la idea y tentándola. Sal me estudió un momento antes de hablar.
—¿Ella podría curarte? —la pregunta me tomó por sorpresa. Había esperado un reclamo, cualquier cosa podría venir de una mujer celosa, y juraría que Sal tenía un master en celos, pero no había esperado eso, todo menos eso. No sabía cuál era el sentido de la pregunta y ni siquiera sabía a qué se refería.
—¿Quién?
—Mikela —el nombre flotó en el aire—. Ella dice que no puedo hacer nada por ti, pero ella sí conseguiría ayudarte, obtendría algo para sanarte… —genial, ahora me sentía aún peor. Mataría a Mikela. Pero además estaba el hecho de que nunca hubiera pensado, ni por un instante que Sal renunciara a mí, y menos que me dejaría marchar con Mikela, si eso me curara—. ¿Podría curarte? —volvió a preguntar y vi la duda en sus ojos; me decidí por decir la verdad, o parte de ella. Si Nicolás no podía ayudarme, la bruja humana no podría hacer mucho más que él. Y no dejaría que la puta bruja fuera por allí diciendo mentiras.
—Nadie puede salvarme —confesé con la voz queda— ven Sal… —palmeé el sitio vacío a mi lado.
—¿Salvarte? . —Dejó caer los brazos a los costados de su cuerpo y sacudió la cabeza como si no comprendiera el daño—. ¿Por qué…? ¿Acaso es tan grave?
—No pienses en eso —aún manteniéndome sobre un codo me giré hacia ella y estiré una mano en su dirección, aunque sabía que no podría alcanzarla; negó con la cabeza y sorbió su nariz desviando la mirada nuevamente. Quería gritarle que no importaba cuánto tiempo tuviera, ahora la quería a mi lado. Quería gruñirle por alejarse de mí creyendo que eso ayudaba, aunque no lo hacía. Con eso, un nuevo dolor nacía y esta vez no tenía nada que ver con la herida del ángel. La quería aquí y ahora; no importaba si muriera esta noche, mientras fuera entre sus brazos.
—¿Cuándo? —preguntó atragantándose con el llanto. Me levanté lentamente midiendo mis fuerzas, moví las piernas hasta el borde de la cama y apoyé los pies en la alfombra mullida. Todos los músculos funcionaban; tomándome del poste me puse de pie, aguardé unos segundos para lograr estabilizarme por completo, y caminé hacia ella.
—Ven gatita… —ronroneé.
—¿Desde cuándo? —insistió Sal. No iba a dejarlo tan fácilmente y yo lo sabía. Intenté acorralarla, pero me lo impidió, y digamos que no estaba en las mejores condiciones—. ¿Cuándo fue? —ella profirió esas palabras de un modo tal que la reconocí en aquellos ojos, por fin podía verla. La verdadera Sal. La que luchaba. La guerrera de la que me había enamorado después de una eternidad de locura y soledad, si estaba casi seguro de que García Márquez se había inspirado en mí para escribir «Cien años de soledad» aunque, en realidad, nunca lo había leído. La acorralé colocando las manos a los lados de su cuerpo. Ella lloraba. Estudié sus ojos antes de hablar y le quité una lágrima que corría por su mejilla; el cabello le enmarcaba el rostro y sus ojos estaban aguados. Odiaba eso.
—Estaba ciego por la ira cuando fui a buscarte, quería matarlo, pero antes de que pudiera hacer algo aquel ángel me rasguñó el pecho ¿ves? —me moví para que me viera, levanté la camiseta y dejé caer lentamente el manto que me impedía mostrarle mis heridas al mundo exterior. Ella se cubrió la boca con las manos y me observó con los ojos bien abiertos, luego me estudió el rostro. Volví a acercarme a ella.
—¡No!, ¡no! Ha de existir un modo… —Intentó soltarse pero no la dejé, en cambio empecé a besar su cuello intentando distraerla, apretándome contra ella. Sus pechos rozaban mi piel mientras su pelo acariciaba mis hombros. La agarré de las muñecas para detenerla, para que dejara de luchar contra la necesidad que ambos teníamos—. Tiene que haber un modo —repitió cuando logró liberarse y hablar.
—No lo hay —susurré con mis labios sobre la clavícula de Sal— no hay curas para las heridas de los ángeles… —Mis besos siguieron en línea hacia su cuello y susurré palabras dulces mientras le mordisqueaba duramente el lóbulo de la oreja. Sal gimoteó, pero no se detuvo. Debía hacerla olvidar. Tenía que lograrlo. Solté una de sus manos y tomé su trasero con ganas, levantándole una pierna para enroscarla en mí, para que sintiera mi necesidad, mi dureza, mientras lo más íntimo de nuestros cuerpos se rozaba. Solté su otra mano y la metí bajo su ropa, sintiendo la piel de Sal. Tan dulce y eléctrica, casi como un pecado. Lamí su cuello y fui bajando, tomé su pecho y pellizqué su pezón bajo la tela. Pero ella aún no me tocaba.
—Tócame Sal… —le imploré. Necesitaba sus manos, su cuerpo, quería llenarme de ella.
—No —dijo con lágrimas en los ojos. Maldije por lo bajo esto, era justamente lo que evitaba confrontar. No quería verla de ese modo—. Puedo hacerte daño…
—No lo harás, Sal —me alejé un poco para poder verla a los ojos, retiré lentamente el cabello que le cubría el rostro— mírame.
—No puedo —me respondió apretando los dientes y desviando la mirada—. Si te vas, si me dejas Hero… —su desesperación se clavó en mi alma y un nudo se me formó en el estómago.
—No estás marcada Sal —le acomodé unos mechones tras la oreja, dejando que mis sentidos absorbieran la textura sedosa de su cabello mientras jugaba entre mis dedos, me quedé observando embobado su color, las diferentes tonalidades del color trigo— podrías estar libre con cualquiera… —ella me cubrió la boca sin dejarme terminar, su mirada clavada en mí, y gruñó desde el fondo de su pecho.
—¡No! No me importa… —balbuceó impregnando en su mirada todo el odio y el desagrado—. Por eso no me marcaste. —Tragué sin poder decir nada—. Lo sabías y me mentiste —me dio un golpe en el pecho, y cuando estaba por darme otro golpe, tomé su mano y la cubrí con besos; luego fui por su boca, la envolví con la mía y le robé un beso largo y profundo.
Sal me mordió con fuerza el labio inferior, pero no esperaba otra cosa de ella; quise devolverle el favor mordiéndola, pero antes que pudiera hacer nada, Sal se mordió la lengua y de un momento a otro sentí su sangre fluyendo en mi boca, invadiéndome cada célula. Me apreté aún más cerca de ella. Sal siguió apretando mis manos en su espalda y atrayéndome, haciéndome beber de ella, impregnando mi cuerpo de lo más puro que podía darme. En un principio luché, hasta que noté la necesidad de ella y comprendí por qué lo hacía. Derechos de sangre entre amantes, eso era. Lo más puro que podían compartir dos bebedores de sangre. Bebí solo un poco a sabiendas del problema de Sal y su hambre, y me retiré. Sal tomó una bocanada de sangre y me observó un instante con los colmillos afuera, movió su rostro, expuso su cuello y me atrajo hacia ella.
—No beberé de ti, Sal —murmuré con mis labios pegados a su piel sedosa y percibiendo el fluyo de sangre— tan solo quiero sentirte. —Sin más que decir, sonreí de lado y metí los dedos en los pantalones de ella, enganché las trabillas y tiré hasta que los escuché rajándose. Aquello me dio la posibilidad de explorarla. Me alejé un poco, seguía molesta y lo sabía; mantuvo sus piernas juntas y volví a reír, lentamente acaricié su vientre y seguí bajando hasta que introduje mi mano allí donde quería. Gimió en respuesta cuando abrí sus pliegues y pellizqué su clítoris; como no se negó lo tomé como un sí. Comencé a frotarla con fuerza, metiendo de vez en cuando mis dedos en ella, probando su piel, su carne. Cuando el orgasmo estaba por asaltarla Sal se aferró a mis hombros y me sentí satisfecho, me clavó las uñas al mismo tiempo que sus ojos se clavaban en mí y su respiración se volvía agitada. Sentí la necesidad de llegar más profundo, más lejos, rompí el resto de su ropa, y metí otro dedo en su carne, mientras mi boca apresaba su pezón por encima de la tela desgarrada del sostén. Ella se encorvó apretándose más contra mí cuando mis caricias fueron más intensas, el olor a su sangre, al sudor y aquel empalagoso aroma almizcleño que desprendía Sal me embotó la mente, dejando casi al animal al mando.
La tomaría.
Mi parte animal me decía que la tomara, aun contra su voluntad. Nada importaba, solo existía el ahora. Solo el ahora. Gruñendo como un animal la tomé por las nalgas haciendo que sus piernas se enroscaran en mi cintura y sus brazos en mi cuello, mi dureza apretándose contra el pantalón y deseosa de clavarse en ella hasta que pidiera clemencia, la llevé a la cama olvidando por completo el dolor. Olvidándolo todo. La tiré sobre las suaves sábanas blancas y le quité los pantalones. Sal quiso moverse y alejarse, pero la sujeté de los tobillos acercándola mientras los gruñidos nacían de mi pecho y mis colmillos se extendían. Bajé mis pantalones como pude, los mandé de una patada a un rincón y me monté sobre ella. Atrapada bajo mi cuerpo intentó liberarse, pero no la dejé, mis ojos estaban clavados en ella, como su estuviera por devorarla, el animal que radicaba en mí tan solo tenía una cosa en mente: tomarla. La retuve con las piernas mientras me quitaba la camiseta, sin notar que la herida ya no estaba cubierta por el manto y lo que era peor, Sal podía verla completamente. Lucía como una mancha por fuera, aunque había leves surcos donde me había rasguñado, aquellos que no querían sanar, era rojiza en los bordes y algunas partes se veían más grises que otras. Era la muerte carcomiéndome desde el centro. El horror en su rostro casi me hizo retroceder pero tenía su carne dura y presta para hundirme en ella. Mi erección apoyada sobre su vientre plano, lista para que ella me tomara.
—No puedo… —se quejó sin apartar los ojos de la herida, pero ya no había vuelta atrás.
—Gatita… —ronroneé haciendo uso de toda la cordura que me restaba, y no era mucha— no tienes ni voz ni voto aquí —le respondí suavemente aunque quería gritarle— ¡si voy a morir, será después de hundirme en ti por última vez! —Ella me observó espantada, mientras le arrancaba lo que quedaba de la camiseta y el sostén, dejándola totalmente expuesta mientras tomaba posesión de sus pechos con mi boca. Al cabo de unos minutos de jugar con sus pezones sus manos me tomaron del cabello y eso me hizo rugir como una bestia satisfecha aún con su pezón entre los labios. Descansé mi peso sobre ella y pasé un brazo bajo su espalda tironeándola más cerca, como si deseara fundirme con la blancura de su piel. Sin pedirle permiso moví las piernas, las coloqué entre las de Sal y con las rodillas la abrí para mí. La mano que la asía desde la espalda bajó un poco más para tomarla por el trasero, elevarla y meterme dentro. Su cuerpo abriéndose para mí. Sin soltar su pezón y apretándolo con los dientes, negándome a que ella me detuviera, me hundí con una fuerza tal que Sal gritó y me clavó las uñas en la espalda. No importaban las marcas, no importaba el escozor, mi bestia se regodeaba en el placer de la humedad de la mujer que tenía debajo de mi cuerpo y que me daba la bienvenida, enfundando mi falo como un guante.
—Hero basta —su voz salía casi como un gemido entrecortado, una mezcla de aprensión y placer—. ¡Detente! —gritó, pero la ignoré, hasta que intentó empujarme.
—No, no lo haré… —gruñí pasando del pezón a su boca.
—No juegues conmigo… —ella apartó su rostro, pero seguí besando su cuello. No la dejaría.
—No lo hago muñeca —ronroneé en su oído mientras comenzaba a acompasar mis movimientos. Embestida por embestida me deleitaba con los jadeos de Sal, con el ruido de nuestros cuerpos chocando y uniéndose, de su sudor, de su humedad.
Nos movimos en forma pausada, el cuerpo de Sal preso entre mis brazos, oyendo su respiración, y mi cabeza turbada por el hambre. Pensé que era lo más cerca de sentirme famélico, eso era, estaba insaciable, muerto de hambre, de ella. La sentía tomar el placer que le daba, duro, brutal y sin clemencia. Temblaba entre mis brazos con gritos ahogados cada vez que llegaba al máximo, yo cubría con besos su boca haciendo mío cada uno de sus gritos de placer.
Era mía. Toda ella.
Sal convulsionaba entre mis brazos una vez más, mientras metía mi mano entre nuestros cuerpos, para llegar a aquel lugar de su piel sensibilizada, allí unos centímetros arriba, donde mi carne se hundía y se unía a ella. Aproveché cuando ella se contorsionó en mis brazos para besar a mis anchas su cuello hasta su clavícula. Entre tanto placer, podía sentir el coletazo del veneno del ángel. Lo sentía como una segunda piel, pero me resistía a dejarla ir, solo cuando estaba por acabar me retiré, dejé un reguero de besos desde su cuello hasta su entrepierna, dejando que mis labios acabaran el trabajo que mi carne no podía terminar. Sal se agitó una vez más y quedó allí estremeciéndose sobre la cama. Saboreando el néctar de su cuerpo me detuve a mirarla mientras yacía con los ojos aún cerrados. Su cabello rubio derramado sobre la almohada como un manto dorado, contrastando contra la blancura de las sábanas. Guardé silencio, no hablé cuando me separé lentamente de ella, me recosté contra el poste de los pies de la cama, para llevarme al éxtasis. Acabé en mis manos, observando cómo el último azote de placer la retorcía. Era tan hermosa. Sal no abrió los ojos, escuché mientras su respiración se volvía lenta, aproveché ese momento de calma y me dirigí al baño. Me acicalé en silencio y observé mi reflejo.
Algo había cambiado desde la última vez que me miró a los ojos. Ella había cambiado. Noté una determinación diferente en mí. Lucharía hasta el final. Esto era solo un momento de calma en la locura que vivíamos. Esta pelea no había acabado ni mucho menos, esto acabaría con uno de nosotros muertos, era él o yo. Él, Samoel, que fue casi mi hermano, nunca haría algo como esto; ese no era él, no me quitaría a Sal así fuera lo último que hiciera. No había posibilidades de que Sal entrara en esto. Volví hasta la habitación y me recosté a su lado.
—Hero… —musitó cuando percibió mi presencia, pero ya no podía oírla, estaba agotado y mi cerebro había comenzado a apagarse poco a poco. Mis fuerzas habían mermado, saciado y seguro me dejé ir por el sueño.
Necesitaría de todas mis fuerzas para obligarla a seguir adelante. Pero más necesitaría de toda mi fortaleza para matar al vampiro, al que alguna vez fue mi amigo y ahora quería matar a mi hembra. Aunque, en el fondo, sabía que eso nunca ocurriría.