Don Vincenzo Ancona revive su único encuentro con la Mennulara
Unos veinte años después, antes de que estallara la guerra, a través de uno de Enna le llegaron voces de que la Mennulara deseaba hablarle, cuando a él le viniera mejor. La noticia sorprendió y turbó a don Vincenzo: un chantaje o una solicitud de resarcimiento después de tanto tiempo sólo podían ser fruto de una mente inestable, y a él le constaba que aquella mujer era todo lo contrario. Se había mantenido siempre al corriente de cuanto ocurría con la Mennulara, y le había llegado cumplida referencia de que tenía fama de persona equilibrada, cauta y de pocas palabras, que no trataba con familiaridad a nadie. En resumen, que tenía la boca cosida como una fimmina di panza.
Aquella solicitud de un encuentro lo sorprendió sobremanera. Don Vincenzo decidió aplazarlo durante dos semanas, total, ella tampoco había dado señales de tener prisa. La obsesión por la Mennulara, sin embargo, se había convertido en un lastre de plomo en su cabeza, y pocas preocupaciones lo angustiaban tanto.
Unos días más tarde don Vincenzo y su mujer tuvieron ocasión de sentirse justificadamente orgullosos y satisfechos de su Giovannino, a quien la Sociedad había procurado una posición de primer orden en el banco que administraba una gruesa porción del dinero de la Familia: estaba destinado a convertirse en uno de los más importantes financieros de la mafia en el extranjero. Giovanni, que como consecuencia de su alejamiento de Sicilia había estudiado en una prestigiosa universidad en Milán, hablaba ahora francés y ya no se le reconocía como meridional; por añadidura, era hombre de confianza de la mafia. Superaría a su padre en la jerarquía de la honorable sociedad.
Le pareció irónico que ese éxito de su hijo coincidiera con la solicitud de la Mennulara; después empezó a sospechar que entre los dos acontecimientos tal vez pudiera haber una conexión abominable, que no era capaz de imaginarse, y se inquietó. Consideró incluso la posibilidad de hacerla callar: no habría sido más que una de tantas desapariciones sin dejar rastro y jamás aclaradas; en su juventud, él había asesinado a mucha gente y como jefe mafioso había ordenado decenas de desapariciones, no era difícil. Sin embargo, al final decidió dejar que hablara, quizá por curiosidad, quizá porque necesitaba verificar cuanto había sucedido realmente en el pasado. El resto ya lo decidiría más tarde. La citó en el despacho de un notario de confianza, porque era obvio que quería chantajearlo.
Eran las dos de un jueves por la tarde, lo recordaba perfectamente, cuando hay poca gente por la calle. La Mennulara entró nerviosa en el despacho, donde la esperaban el notario y don Vincenzo. Delgada, con el rostro pálido y huesudo, el pelo recogido atrás en un moño, un vestido gris sencillo y austero, aparentaba más edad de la que tenía. El notario se levantó para recibirla, don Vincenzo permaneció sentado con la cabeza gacha, tenía una mano sobre una pierna y la otra apoyada en el escritorio.
La Mennulara se sentó en la silla de enfrente y saludó a Don Vincenzo.
—Os agradezco mucho que me hayáis concedido esta cita —empezó.
Don Vincenzo tuvo que levantar los ojos. La miró intensamente, como él sabía hacer sin que su interlocutor lo advirtiera. En el pasado había intentado evocar su figura, pero no había conseguido recordar sus facciones, se acordaba sólo de que cantaba con una bonita voz, fuerte y melodiosa, y ahora que la tenía delante, le vino a la mente la imagen de la chiquilla ágil y cantarina que entonaba a voz en grito bajo los árboles.
La Mennulara le devolvió la mirada sin timidez.
—Don Vincenzo —dijo con naturalidad—, no he vuelto a cantar para deleite mío, desde entonces.
—Debes creerme, lo siento mucho.
El notario intervino en esa conversación incoherente y explicó, como había acordado de antemano con don Vincenzo, que su presencia allí se debía a que, si era necesario hablar de cosas concretas, él estaba a su disposición para establecer un acuerdo; se dio cuenta entonces de que no sólo la Mennulara sino también don Vincenzo lo miraban como si su comentario hubiera sido inoportuno y obtuso: había interrumpido un coloquio íntimo y solemne.
—Señor notario —dijo la Mennulara en voz baja pero resuelta—, no me hace falta dinero, es mejor que os vayáis, don Vincenzo puede llamaros si os necesita.
Don Vincenzo bajó la cabeza asintiendo.
Se quedaron solos el uno frente a la otra, delante del imponente escritorio de madera maciza. Al otro lado descollaba vacío el sillón del notario, con su respaldo alto y ancho, rodeado por un amplio marco de madera tallada. Parecía el asiento reservado al personaje ausente, su Giovannino, cuyo nombre no fue pronunciado pero cuya presencia era casi palpable en la atmósfera densa y pesada del despacho, como si fuera un fantasma.
Don Vincenzo suspiró fatigosamente, movió las manos y las colocó en la misma posición que antes, levantó su cabeza roja completamente calva, y le preguntó a quemarropa:
—¿Qué te hizo?
—No se lo he contado a nadie —contestó la Mennulara mirándole fijamente a los ojos—. ¿Tenéis que escucharlo ahora?
Don Vincenzo bajó la cabeza: era una orden.
Ella habló sin interrupción, con voz monótona y carente de emoción, reviviendo con exactitud y lucidez el trauma sufrido a los trece años, con la mirada vacía como si contara hechos sucedidos a otra persona.
—Vos ya sabéis quién soy y sabéis también que trabajaba para dar de comer a mi madre y a mi hermana que en paz descansen. Me gustaba la vida al aire libre y trabajaba contenta. A los campesinos, en Cannelli, les dábamos pena nosotras tres, pobrecillas, y me dejaban queso y otras cosas para comer, escondidas detrás de una piedra en el agujero bajo el ventanuco del pajar, que después me llevaba a casa. Aquel día, Luigi Vicari me había dicho que había dos huevos para mí, y ése lo habrá oído. Era un día caluroso y los árboles que había que varear eran muchos; los vareadores, lentos y perezosos, se dejaban muchas almendras buenas en los árboles, y yo me subía a ellos para recogerlas todas. Me gustaba encaramarme a los árboles, era todavía una niña.
»Ése se habrá fijado en mí mientras trabajaba, no lo sé, sólo sé que cuando hicimos una pausa para la comida me entró mucha hambre y me comí el trozo entero de queso y las aceitunas que nos habían dado. Normalmente, pellizcaba un poco y conservaba el resto para llevármelo a casa, mi hermana no tenía mucho apetito y esas cosas sí que le gustaban. Ése daba vueltas alrededor de todos los que trabajábamos, como hacía usted. Le estaba contando a las otras mennularas que no debía haberme comido todo el queso con pimienta, que era una maravilla. Ése me oyó y se me acercó. Me dijo que tenía medio queso más y que podía darme un trozo grande, lo encontraría en el pajar si me daba prisa, porque no estaría allí por mucho tiempo.
»Vos, don Vincenzo, ya os habíais ido, así que le creí. Otra mennulara y yo llevamos al pajar los cántaros vacíos para coger otros dos llenos de agua fresca; los cargábamos bien derechos sobre la cabeza, así, según la costumbre, nos correspondía llevarlos a nosotras, las señoritas, pero después de ese día ya no tendría derecho a llevarlos así, ni siquiera inclinados sobre la cabeza podría.
Calló. Le miró fijamente a la cara, después su mirada se desenfocó de nuevo, las pupilas perdidas en la profunda desesperación que volvía a emerger. La Mennulara siguió hablando, con el mismo tono:
—Fui por última vez en mi vida a llenar los cántaros de agua en el pozo, y después derecha al pajar. Ése estaba escondido detrás de la puerta. En cuanto entré se me echó encima como un animal en celo. No podía defenderme, me arrancó los vestidos y las carnes, era más fuerte que yo; me tapaba la boca, le mordí dos veces para gritar socorro y después no pude más, me dio un puñetazo en la boca y en el pecho que me sigue doliendo todavía. Me penetró entera hasta las vísceras, yo me sentía morir, por suerte llegaron el señor Luigi Vicari y su mujer. Vinieron, pero antes de ayudarme a mí se preocuparon por ése. Hijo vuestro es, yo no era más que una huérfana hambrienta y desvergonzada. Así pues, me quedé en casa de la zi’ Maria Vicari, quería que me tragara la tierra de la vergüenza, me dolía todo, por dentro y en el cuerpo, zi’ Maria me lavó un poco y me dio huevos, verdura y bastante pan, y me volví a casa sola, sin tan siquiera despedirme de las demás, cada paso era un suplicio, de lo atormentada que estaba.
»A mi madre, que en paz descanse, le habían advertido de que me había comprometido con un hombre por culpa mía, y me habría matado a palos de no haber estado tan débil; pero cuando me vio comprendió que no era verdad y no hizo preguntas. Os respetaba mucho, don Vincenzo, decía que habríais podido echar a mi padre cuando trabajaba como jornalero y no tenía fuerzas para cavar porque se estaba muriendo, y vos no lo mandasteis despedir, y quizá por eso creí en la bondad de ése cuando me ofreció el queso. Siempre me ha abrasado por dentro pensar que quizá vos, don Vincenzo, como los demás, creáis que tengo la culpa de lo que me pasó, porque no es verdad. Hasta ahora, la verdad la sabíamos sólo nosotros dos, ése y yo.
»Me quedé en casa unos días, no era capaz de pensar, no había futuro para nosotras. La comida se acabó, y mi madre y mi hermana estaban muy enfermas. Mi madre me puso a servir en casa Alfallipe, aunque no hubiera querido mandarme a servir nunca, porque decía que de los amos varones no se puede una fiar, y razón tenía, porque prisionera soy definitivamente de esa casa y allí moriré sin poder tener hijos ni una familia mía.
»Me quedé embarazada del abogado Orazio Alfallipe, pero él no debe saberlo, y vos sois el único que lo sabe, además del doctor Mendicò y doña Lilla. Tuve un aborto e hice que me lo quitaran todo, era necesario. Mientras estaba en el hospital, averigüé que existe un sistema para analizar la sangre de las personas, y para tomar sus huellas digitales, así se reconoce a quién pertenecen; quise que lo hicieran en el pañuelo que ése usó para limpiarse, no sólo de la sangre que había mucha, sino también de sus vergüenzas, y quedó la huella de sus dedos en la sangre. Yo lo había conservado. Se puede saber a quién pertenecen. Yo lo sé, y no me hacen falta pruebas, pero si no me creéis, os lo doy, con los exámenes que mandé hacer. No estoy aquí para chantajear a nadie ni para recibir dinero de vos, y mucho menos de ése. Estoy aquí para deciros que la verdad se sabe, y os regalo las únicas pruebas que poseo, que no quiero volver a ver nunca.
Abrió el bolso y sacó de él un paquete, que dejó encima del escritorio.
—Os pido sólo tres favores, que podéis negarme, con la seguridad de que nunca podré ni querré haceros daño a vos ni a ése. Doña Lilla Alfallipe se apiadó de mí y me regaló cincuenta monedas de oro, para que perdonara todo el daño que me hizo su hijo, que en el fondo quizá sean demasiadas monedas, porque yo ya estaba deshonrada y él jamás fue violento conmigo como ése. Sigo en su casa. Si les hubiera dejado entonces, sólo de puta habría podido vivir para otros muchos cerdos como ése, y mi hermana se habría quedado sin medicinas y habría muerto.
»No me avergüenzo —añadió tras una pausa—, porque conseguí que mi hermana Addoloratina se curara y que se casara intacta con un buen hombre. Tiene dos niños muy guapos y está muy contenta, como quería mi madre, que en paz descanse.
Calló y clavó los ojos en los de don Vincenzo.
—¿Qué puedo hacer por ti? —preguntó éste con voz ronca.
—El primer favor es inmediato: necesito ayuda para invertir estas monedas, yo sé leer un poco y comprendo bastante. No quiero que nadie sepa que he recibido este regalo, y tengo ya unos pequeños ahorros. Vos sois poderoso y sé que la Familia realiza inversiones en el extranjero: me parece sabio invertir este dinero bien y en secreto, que al fin y al cabo es lo que hacéis vos. No me importa cómo, pero quiero que estas monedas crezcan, porque sólo le tengo miedo a una cosa: a ser pobre otra vez.
»El segundo es para el futuro: si por casualidad necesito vuestra protección y os pido ayuda, que me la deis, con todo vuestro poder.
»El tercero es por el respeto que me merezco: si muriera antes que vos, y siento por dentro que he sufrido demasiado para vivir mucho tiempo y los Inzerillo morimos todos jóvenes, prometedme que iréis a mi funeral, porque así se paga la deuda de un hombre de honor hacia una pobre mennulara que fue deshonrada por vuestra sangre.
Don Vincenzo la miraba fijamente, inmóvil. Se inclinó hacia delante y le cogió las manos. Las retuvo apretadas entre las suyas, y bajó los ojos. La Mennulara hizo lo mismo.
—Palabra de honor —dijo él.
Se levantaron, don Vincenzo recogió el paquete y se marchó.
Don Vincenzo Ancona no volvió a ver a la Mennulara y mantuvo su palabra. Se ocupó de que invirtieran su dinero en Suiza, y se encargó de que se le deparara el mismo tratamiento de consideración que recibía la Sociedad: el empleado del banco se reunía con ella en Sicilia cuando iba a mantener contactos con clientes durante sus «vacaciones arqueológicas», y utilizaba con la Mennulara los bien rodados y discretos canales de comunicación.
Ordenó que repitieran los exámenes de laboratorio en el pañuelo. Verificó las pruebas y habló al respecto con su hijo. No fue una discusión penosa. Le dijo que le debía toda su fortuna a la Mennulara, porque en caso contrario no lo hubiera alejado ni de él ni del pueblo. Ahora que era rico y estaba a salvo, debía pensar en pagar la deuda moral que tenía con ella: añadir de inmediato una suma notable a las monedas de oro y tener su cuenta bajo control, total, ella no advertiría nada. Giovannino, aún temeroso de su padre, cumplió con su deber para demostrarle que estaba arrepentido y que era hombre de honor. Aquél fue el principio de la riqueza de la Mennulara, que nunca supo del continuo crecimiento de sus inversiones.
Satisfacer la segunda petición fue más difícil. Los terrenos de los Puleri, que los Alfallipe habían comprado a bajo precio al príncipe Di Brogli, rendían poco pero estaban casi pegados a Roccacolomba Baja. La Mennulara mandó decirle que sabía que se hablaba de construir un colegio nuevo en Roccacolomba Baja y del renacimiento del pueblo. Si fuera posible declarar los Puleri zona edificable y construir allí el colegio, a ella le alegraría, porque los terrenos había que venderlos. Don Vincenzo tuvo que presionar mucho para conseguirlo, pero al final lo logró: y no sólo se construyó allí el colegio, sino también viviendas de protección oficial y una fábrica de cemento, y la venta hizo ricos a los Alfallipe.
La tercera y última petición fue satisfecha el martes 24 de septiembre de 1963. La Mennulara se merecía todo su respeto y él seguiría siendo el guardián de su reputación. Que se anduviera con cuidado quien hablase mal de ella.