Capítulo 48

Don Vincenzo Ancona se muestra descortés con su mujer

Sentado en una silla de paja puesta de través ante la mesa de la cocina, preparado para irse a sus quehaceres, la mañana del 23 de octubre don Vincenzo Ancona se bebió el primer café del día en silencio, servido por su mujer. Era el momento en que se organizaba para el trabajo, recapitulando mentalmente el antes y el después, el pasado reciente y el inmediato futuro. A pesar de tener ochenta y un años y de ser bastante corpulento, don Vincenzo gozaba de una discreta salud, pero sobre todo conservaba una memoria de hierro, esencial para él por cuanto no leía ni escribía con fluidez. Su mujer interrumpió el curso de sus pensamientos.

—Me dijeron que el mes pasado estuviste en el funeral de una tal Inzerillo. Hoy hay una misa por ella al mes de su muerte. ¿Quién era ésa?

—Esas preguntas a mí no me las hagas, ¡ocúpate de tus cosas, dedícate a pensar en los depravados de tus hijos y vete!

Don Vincenzo golpeó con la taza de café sobre la mesa; lo que quedaba del líquido se derramó sobre el mantel plastificado, y se marchó de la cocina con pasos pesados. En el vestíbulo estaban esperándole dos hombres. A un gesto suyo, se apresuraron a ayudarle a ponerse la chaqueta y le abrieron la puerta de casa, todo en silencio. Su automóvil, un Giulietta Alfa Romeo negro, estaba listo, y el chófer esperaba a encender el motor para el largo viaje a la capital.

Don Vincenzo permaneció taciturno y de pésimo humor durante todo el trayecto, rechazó incluso hacer una parada en el habitual lugar de descanso para tomarse otro café y dio órdenes de que se fuera rápido. El coche corría por la carretera llena de curvas, descendía de las montañas por las revueltas, adelantaba a otros automóviles en curvas ciegas, volvía a subir y después bajaba otra vez por las pendientes abriéndose camino con el claxon, ignorando los límites de velocidad, ya que el chófer conducía con la seguridad de quien se sabe con derecho a hacer lo que le plazca. Cruzaron las montañas que en tiempos habían sido los inmensos feudos de los príncipes Di Brogli, a quienes los Ancona habían servido durante generaciones como jefes mafiosos. Ese recorrido estaba lleno de recuerdos y de nostalgia para don Vincenzo. Hacía que le volvieran a la cabeza sus años de juventud, cuando su padre, don Giovanni Ancona, le enseñaba el oficio que le dejaría en herencia, como su padre había hecho con él, de padre a hijo: como los títulos de los nobles, siempre al primogénito.

Sólo don Vincenzo no tuvo esa satisfacción, que se merecía sin duda porque había sido un buen padre y un hombre de honor desde todos los puntos de vista: se la había negado la imbecilidad de aquel hijo suyo, único varón, que había traicionado las reglas de la honorable sociedad por una debilidad carnal intolerable en un mafioso. Es verdad que ahora su hijo había hecho carrera y hombre de honor no dejaba de ser, pero había tenido que salir adelante lejos de Sicilia y su padre se había visto privado del consuelo y de la satisfacción de tenerlo cerca y de verle ocupar su lugar. ¡Un débil, eso es lo que era, y sangre de su sangre, por añadidura! Pasaron por el feudo Cannello, donde había cometido aquella ignominia que le había cambiado la vida. A don Vincenzo se le escapó una blasfemia: «¡Malditas sean las manos de Dios!». Sus compañeros de viaje se sobresaltaron y lo miraron, el chófer disminuyó la velocidad ansioso. «Adelante, estaba pensando en mis cosas», ordenó don Vincenzo; se echó hacia atrás y, dejándose caer sobre el respaldo, apoyó la cabeza, se puso las gafas de sol y miró fijamente la carretera.

Los recuerdos le asaltaron. El «asunto» que había cambiado la vida de su hijo y les había causado un inmenso dolor a él y a su mujer había ocurrido hacía más de cuarenta años, pero le parecía que fuera ayer. Su padre había muerto cuando él era todavía un muchacho, aunque don Vincenzo había aprendido mucho y estaba perfectamente capacitado para ocupar su puesto: capataz ficticio de los príncipes Di Brogli ante las autoridades, y jefe mafioso indiscutido de sus feudos y de los limítrofes, pertenecientes a familias burguesas y de la pequeña aristocracia. Con toda la razón se le respetaba y temía, incluso fuera de la provincia; se sabía que era un hombre integérrimo e inatacable, de amplitud de miras y abierto a nuevas actividades.

Amante de la familia y fidelísimo a su mujer, sólo tenía ojos para su Giovannino, muy inteligente y despierto, digno de sucederle por intelecto y capacidad. Estaba orgulloso de él: guapo y fuerte, era también valiente y tenía buena mano para los negocios, un hombre que se las apañaría extraordinariamente bien en el mundo moderno. La iniciación del hijo preveía que don Vincenzo se lo llevara a los campos en la época de la cosecha, de modo que todo el mundo, amos y campesinos, lo conocieran y él aprendiera a tratar a la gente como es debido. Aquella mañana de mayo habían bajado a caballo hasta el gran almendral del príncipe, que rodeaba la masada del feudo. Los vareadores fustigaban las ramas de los almendros con varas flexibles, implacables con los frutos pero delicadas con la planta, mientras una granizada de almendras verdes y pulposas, de cáscara apenas endurecida, caía al suelo como lluvia de aceitunas gigantes. A distancia, les seguía la escuadra de mennularas que recogían las almendras a gatas, con las rodillas dobladas, como hormigas, mujeres y chiquillos vigilados los unos por un capataz y las otras por la vieja guardiana, que tenía el derecho y el deber de reprender a los vareadores si se atrevían a insertar palabras osadas y seductoras en las estrofas de los antiquísimos cantares. Raramente se recogían las almendras en silencio. Cantaban todos en un toma y daca, era una actividad serena y ordenada, que marcaba el paso de la primavera tardía al verano, cuando el alimento era más abundante para todos.

Aquel día don Vincenzo tuvo la infausta idea de dejar a su hijo con los recolectores que trabajaban alrededor de la masada, mientras él iba al abrevadero, en el otro extremo del almendral. Un jefe mafioso debe dejarse ver tanto como ver y oír él mismo, siempre alerta. Observar el trasiego del agua, escuchar las conversaciones de los campesinos y de los chiquillos que llenan los cántaros para llevárselos a sus casas era una vigilancia agradable y necesaria. Tomaría pan y queso con ellos y volvería después de comer con los recolectores para regresar a continuación al pueblo junto a su hijo.

Hacia las dos apareció por allí un campesino de la masada, Luigi Vicari, a grupas de su mula. Hablaron brevemente y enseguida se marcharon los dos, manteniendo los animales al paso mientras estuvieron a la vista de los del abrevadero y después al trote hacia la masada. Don Vincenzo hubiera deseado espolear su caballo al galope, pero no quería llamar la atención, y en el campo hasta los terrones de arena tienen ojos y oídos. Llegó a la masada, parecía desierta y tranquila como si nada hubiera ocurrido; las mennularas seguían laboriosas con su faena, los vareadores cantaban, los campesinos estaban en los campos, era un día tibio y luminoso.

Entraron en casa del campesino, y sólo entonces le relataron con detalle lo sucedido, en voz baja. Don Vincenzo rechazó el vaso de agua que se le ofrecía y escuchó. Haría una hora, la mujer de Luigi Vicari había ido a limpiar el gallinero, junto al pajar. Había oído gritos femeninos fortísimos procedentes de allí: «¡Me está matando, socorro!», y después silencio; un poco más tarde los gritos habían vuelto a empezar. No tenía ni idea de quién pudiera estar ahí, no había habido visitas de extraños. La mujer lo llamó y juntos corrieron al pajar, que les servía de dormitorio a las mennularas. Vieron un revoltijo de piernas y brazos, Giovannino Ancona estaba tirado sobre la paja, con los pantalones bajados, encima de ella, que se revolvía y soltaba patadas, y tanto era el ímpetu del joven que no notó su llegada. Esa diablesa, en cambio, sí se dio cuenta, le dio un mordisco en la mano con la que le tapaba la boca, y empezó a gritar otra vez. Los separaron, Luigi Vicari hizo que el chico se arreglara y lo mandó al establo de las vacas, donde había un escondrijo, y allí se había quedado.

—Le he llevado un poco de agua, pero no quiere comer, y la herida no es seria —dijo el campesino, temeroso de la ira de don Vincenzo, quien lo escuchaba torvo e impasible.

—¿Y la chica dónde está? —preguntó.

—Está aquí, en mi casa, mi mujer se ha quedado con ella —e hizo un gesto en dirección al otro cuarto—, no ha vuelto a gritar y nadie sabe nada, todo el mundo sigue aún trabajando.

—Llamad a vuestra mujer —conminó don Vincenzo. La campesina estaba muy trastornada, pero intentaba recuperar la calma ante una persona tan importante y temida, se veía que acababa de dejar de llorar.

—Decidme qué ha ocurrido —le ordenó y, girando la cabeza hacia su marido, añadió—: Luigi, os agradezco a ambos la diligencia de vuestro comportamiento, y lo recordaré, ahora id a decir a mi hijo que se lave, coged su yegua y haced que beban las cabalgaduras, porque nos iremos al pueblo enseguida.

Al quedarse solo con la campesina, le pidió de nuevo que le contara con pelos y señales lo que había visto, quién era la muchacha y cómo estaba, sin vergüenza y con todo detalle. No le fue posible. La mujer habló llorando, invocando a todos los santos y a su marido, que podía explicárselo todo mejor que ella, que no era más que una mujer de campo y que esas cosas nunca las había visto: don Vincenzo comprendió de inmediato que se trataba de un auténtico acto de violencia carnal. Él conocía a la Mennulara y también a su hijo.

—¿La conocéis bien? —preguntó.

La campesina consiguió vencer su turbación y le aseguró, jurando por el alma de todos los santos, por la tumba de su padre y por la vida de sus propios hijos, que doncella era, y su comportamiento lo confirmaba: desde que le habían arrancado de encima a su hijo sólo había conseguido que entrara en su dormitorio, donde se había tirado al suelo, sin parar de sollozar, aún tenía el vestido y los muslos manchados de sangre, rechazó hasta un sorbo de agua, inocente es lo que era.

—A la Mennulara la conozco mejor que a las otras, porque hace muchos años que viene a trabajar aquí. Son muy pobres, ni siquiera se come su ración para llevársela a casa, del hambre que pasan. Todos nosotros la queremos y de vez en cuando le dejamos dos huevos, un poco de verdura, un trozo de queso, escondidos en el pajar para que se lo lleve a casa; si se lo ofrecemos delante de las demás le da vergüenza y lo rechaza. Por eso lo hacemos así: se lo dejamos en un hueco de la pared del pajar donde esconde su comida, y ella lo sabe y se lo queda. Precisamente esta mañana, mientras recogía almendras, mi marido le dijo que había algo en el pajar, y se puso muy contenta…, pero se ve que es orgullosa y no pide nunca nada.

»No sé por qué ha ido al pajar a la hora de comer, supongo que habrá vuelto para llenar el cántaro de agua fresca, lo he visto en un rincón, no sé por qué ha aparecido allí su hijo.

La pobrecilla estaba aterrorizada y no quería inculpar al hijo de un jefe de la mafia en un acto tan vil cuanto inusitado en un mafioso.

—En vuestra opinión, ¿ha sido un estupro o no? —preguntó don Vincenzo.

La mujer empezó otra vez a llorar en voz baja y no contestó.

—Hablad, ¿ha sido un estupro o no? —repitió don Vincenzo con tono imperioso, pero sin levantar la voz.

—Padre de hijos sois, y yo también tengo hijos mayores, y os lo juro por la tumba de mi madre que los gritos de esa muchacha, y el estado en el que me la he encontrado, y cómo está ahora, no me dejan la menor duda de que es como vos decís, después, la verdad sólo Dios la sabe.

—Abrid la puerta y dejádmela ver —ordenó. La campesina no quería obedecer, le dijo que estaba medio desmayada, seguro que le daba algo si lo veía y no faltaba más que eso, no podía interrogarla en ese estado.

Don Vincenzo perdió la paciencia y levantó la voz:

—Escuchadme, ya sé cómo hay que comportarse, sólo quiero verla, no me corresponde a mí hablarle.

Don Vincenzo se levantó y abrió la puerta. El cuarto estaba sumido en la penumbra, la única ventana, en el centro de la pared, casi bajo las vigas del techo, tenía las contraventanas cerradas. El hedor de la pobreza, un olor a húmedo, a estiércol, a paja, se le metió en la garganta: por el suelo había cajas, cestos, mantas amontonadas, herramientas. La cama no era más que un colchón tirado en el piso, cubierto con un trapo gris: en la cabecera, un pequeño crucifijo la identificaba como tal.

Al principio no la vio. En un rincón estaba el único mueble de la habitación, una silla. Allí yacía la Mennulara, parecía un montón más de andrajos, acurrucada en el suelo, como un niño recién nacido, la espalda arqueada y casi redonda, las piernas dobladas, la cabeza inclinada sobre el pecho le tocaba las rodillas, gimoteaba como un perro herido, se estremecía frecuentemente. No se dio cuenta de su presencia. Las manchas de sangre eran visibles, rojas, por detrás de la falda. Le había quedado al descubierto una pierna y sobre la carne clara había chorretones de la sangre que le había llegado hasta los pies.

Don Vincenzo volvió a cerrar la puerta, dio las gracias a la campesina y fue al establo. Su hijo le esperaba de pie, él también tenía restos de sangre en los pantalones y en la camisa. Le dijo: «Vamos». En silencio montaron a caballo y se marcharon al trote, como si nada hubiera ocurrido. Al pasar a cierta distancia de las mennularas lanzaron el acostumbrado «¡Saludos!», e hicieron lo mismo con los vareadores. Se tardaba unas tres horas en volver al pueblo. Don Vincenzo no miró a su hijo, cabalgaba delante de él abriéndose camino entre los árboles, evitando las veredas y los senderos más frecuentados. Su mujer y sus hijas pequeñas los esperaban, las niñas estaban alegres. A don Vincenzo le sangraba el corazón al pensar en la tragedia que se había abatido sobre su familia. Les explicó que Giovanni se había caído y se había hecho daño, nada grave, y las mandó a todas a la farmacia a comprar medicinas.

Cuando estuvieron solos en el establo, preguntó a su hijo:

—¿Eres culpable?

—Sí, no sé qué me pasó.

Don Vincenzo, entonces, se abalanzó contra su amadísimo hijo y descargó sobre él una lluvia de puñetazos y patadas en el vientre y en los testículos, llorando y blasfemando sobre el triste final de su estirpe. Giovannino tuvo que guardar cama durante algunos días.

Entretanto, don Vincenzo organizó su alejamiento. Se dijo que iría a vivir al norte, a casa de un primo, para proseguir sus estudios, era tan inteligente que en Sicilia acabaría desperdiciado y aprendería mucho más en un colegio en Italia. La honorable sociedad fue puesta al corriente de la verdadera situación y aprobó la sabia decisión de don Vincenzo. Giovannino se comportó como un hombre: reconoció su culpabilidad y le prometió a su madre, destrozada por su marcha, que mantendría alto el honor de la familia, y algún día se sentiría orgullosa de él.

En una reunión de hombres de honor, Giovanni Ancona admitió humildemente, y con sorprendente dignidad en un muchacho de dieciséis años, todas sus culpas. No sólo había cometido una acción intolerable según el código ético de la mafia, dejándose arrastrar por el deseo carnal en el ejercicio de sus funciones (que se hubiera desahogado con hembra consintiente, hombre o animal, lo que fuera, no importaba: un hombre de honor no debe perder jamás el control), sino que al haber violado a una virgen, y niña, además, ponía en duda su capacidad de juicio y quebrantaba la norma de que las mujeres ajenas no se tocan. Aunque se hubiera asegurado el silencio de la muchacha y de los testigos, se corría el riesgo de que alguien hablara, en el futuro, y tal remota posibilidad le habría imposibilitado ser digno heredero de su padre y de sus antepasados en aquellos campos. Giovanni Ancona prometió, contrito, aprovechar las oportunidades que el mundo moderno podía ofrecerle al servicio de la honorable sociedad, como un auténtico Ancona, tal y como habían hecho todos los demás miembros de su familia antes que él.

En realidad, a pesar de la amarga humillación y del dolor de abandonar a su familia y Sicilia, Giovanni Ancona conocía su propias capacidades y quería estudiar; la perspectiva de poder dedicarse a los estudios y trabajar en los negocios le fascinaba; además, sabía que a él le gustaba una vida menos austera de la que le imponía el código de la mafia rural. Giovanni Ancona volvió a visitar Sicilia muy esporádicamente, vivió y se casó en Lombardía: un hijo perdido, para don Vincenzo y su mujer.

Don Vincenzo tuvo que referir los hechos al abogado Ciccio Alfallipe, administrador de los feudos de los príncipes Di Brogli, minimizándolos, eso sí, como si se tratara de un error de dos jóvenes fogosos. Le dio a entender que le hubiera gustado que a la Mennulara se le buscara otro trabajo, en el pueblo. Sucedió así que doña Lilla Alfallipe no halló objeción alguna por parte del marido cuando le comunicó que pensaba tomar a su servicio otra criada, la hija de Nuruzza Inzerillo.

Don Vincenzo compró a continuación el silencio de los Vicari, que abandonaron el campo y abrieron una frutería, aunque nunca dejó de vigilarlos; se mantuvo informado de la suerte de la familia Inzerillo y de la Mennulara, dispuesto a hacer matar a cualquiera de quien se sospechase que había hablado o tenía intención de hablar.