En la portería del señor Vito Militello se hace un análisis de la situación
Lucia había hecho a toda prisa la compra para casa Fatta en el mercado, de forma que pudiera pasar a ver a sus tíos, el señor Paolino y la señora Mimma, sin despertar la curiosidad de Marianna, la otra criada. El señor Paolino estaba en casa y la tía había ido al zapatero a recoger unos zapatos a los que había que poner medias suelas.
—Verás como ha ido a enterarse de algún chismorreo, la tienda de zi’ Giacomo está en el callejón Dei Gozzi —dijo el señor Paolino—, no la esperes, se pasará horas allí y hoy tampoco comeré caliente.
El tío y la sobrina se pusieron al día uno al otro sobre el asunto de los Alfallipe y Lucia volvió a casa regocijada. Aquella historia era más apasionante que los capítulos de la telenovela que se le permitía ver, de lejos, en casa de los Fatta, en una silla pegada a la pared, mientras la señora estaba cómodamente sentada en su sillón, en primera fila, por decirlo así, delante del televisor nuevo.
La señora Mimma volvió tarde, sin los zapatos.
—No ha tenido tiempo de trabajar, el pobrecillo, primero con el manicomio que organizaron los Alfallipe, y después tuvo que dar buena cuenta a toda la gente que se agolpaba en su tienda, todos querían que les repitiera lo que había oído.
—¿Y qué era?
—La habían tomado con la pobre Mennulara, y decían unas cosas que ponían los pelos de punta. Ladrona, deshonesta, hasta puta la llamaban, y menudas perfidias que se decían entre sí, hermanos y cuñados. Escucha, vamos a comer a casa de mi hermana Enza, ¡así nos enteraremos de más cosas!
En la portería de Palazzo Ceffalia, los cuatro cuñados hablaban deprisa, aprovechando que no había visitas. La señora Enza, aquella mañana, había subido al primer piso para ayudar a las criadas a ordenar la despensa de la baronesa, con la esperanza de enterarse de algún chismorreo. Y se había visto recompensada, el ama tenía nuevas noticias: habían destrozado el jardín de los Parrino y el coche del funcionario de Correos, Gaspare Risico, «como advertencia», según la baronesa, a quien había hablado demasiado y mal de la Mennulara.
—Por la iglesia se la veía poco, sólo en las misas cantadas, pero debía de tener un santo especialísimo que la protegía —decía la señora Enza.
—Sí, un santo con pantalones, gorra y escopeta —añadió el señor Vito—, mientras los Alfallipe deben de tener el mal de ojo porque no les sale una bien. Santa se ha pasado hace un rato y cuenta que ayer rompieron todo lo rompible en el despacho del abogado, y la emprendieron a golpes unos contra otros, hoy les llega una carta que decía que habían roto lo que no debían y la han emprendido otra vez a golpes, vaya, que son unos desgraciados y por si fuera poco la toman con la Mennulara.
A pesar de la riqueza de detalles sobre las peleas de los Alfallipe, se hablaba menos, en el pueblo, de las vasijas rotas y de su origen. El señor Paolino, en cambio, no dejaba de darle vueltas al tema.
—Si han llevado esas vasijas al museo, significa que las creían auténticas y de valor. Debían de pertenecer a la Mennulara, así que habrá sido ella la que les mandó allí; me acuerdo de que decían que era una burla que les había hecho. Pero sería muy raro por su parte, no era mujer de las que gastan bromas, ni de las que se burlan, no se hubiera reído de algo así. Tal vez las vasijas fueran auténticas y hayan leído mal, o se hayan equivocado los del museo al escribir la carta.
—Pero por qué la toman con ella si se había equivocado con las vasijas, ni que fuera un profesor. Ya bastante sabía para ser una criada —dijo la señora Enza.
—No, te equivocas, Enza —replicó el señor Paolino—, cuando las excavaciones en la villa de Casale, el abogado era joven y le entró la pasión por las cosas antiguas de los griegos, y hasta se puso a excavar cerca de Cannelli, una bonita propiedad que acabaron vendiendo; se decía que allí, bajo tierra, había una ciudad antigua entera. Encontraba cerámica rota y se la llevaba a casa. A la pobrecilla de la Mennulara le tocaba trabajar de noche, la mesa de la habitación de al lado del despacho parecía un mosaico, con todas las piezas colocadas allí, era un rompecabezas, pero ella tenía buen ojo, y lo conseguía, pegaba las piezas y parecían perfectas. Después le entró otra manía al abogado y la cerámica dejó de interesarle, pero la Mennulara se divertía arreglando los viejos restos, pues habían quedado muchos, yo la he visto mirándose libros con fotografías, le gustaban.
—Pobre mujer, con la cerámica rota se divertía, qué vida tan triste —comentó el señor Vito—. A propósito, ¿sabes ya que se ha muerto el señor Luigi Vicari esta mañana?
El señor Paolino se estremeció.
—¿Todavía estaba vivo?
—Sí, tenía noventa y pico años, me lo dijo su nieto, que pasó por la portería el miércoles, me habló del funeral. Decía que la cabeza le seguía funcionando, pero que ya no salía de la cama y además murió mientras dormía. ¡Vaya muerte más estupenda!
—Sí, conque estupenda ¿eh?, su hija me ha dicho que desde el jueves pasado desvariaba, tenía miedo de que lo mataran; se murió de miedo, se le había ido la olla al pobrecillo —dijo la señora Enza.
—Ah, son cosas que pasan… sin embargo había montado una tienda y se hizo rico —comentó el señor Paolino—. Os digo que de ahora en adelante de la Mennulara y de los Alfallipe ya no se volverá a hablar, lo que se ha dicho se olvidará, y en Roccacolomba el nombre Alfallipe desaparecerá, todos acabarán marchándose. Con tal de que no nos echen de nuestra casa, a mí no me importa.
El señor Vito estaba de acuerdo.
—Anda que no he oído cosas, en esta portería, de todos los colores, sobre esa pobre mujer, no sé qué más podría inventarse acerca de ella. La gente habla mucho y entiende poco. —Comenzó a relatar las distintas historias, enumerándolas con los dedos de la mano izquierda, una a una—. Para empezar lo de su padre: se decía que quizá fuera hija ilegítima de un mafioso que hizo que la criaran en casa Alfallipe para tener dentro una informadora; pero hay quien asegura que su padre era en realidad el príncipe Di Brogli, y que el abogado Alfallipe la metió en su casa para hacer callar a la gente, y tenía su buena dote, otorgada por el príncipe; no falta quien cuenta que era hija del abogado Gianni Alfallipe, y que doña Lilla, que en paz descanse, soportó incluso esa humillación y la acogió en casa, así que era, por lo tanto, hermana de Orazio Alfallipe, que por eso le dio tanto poder en la casa. En resumen, que era hija de todo el mundo, menos del desgraciado de su padre, Luigi Inzerillo, y nadie dice que tenía los dientes hacia fuera, como él, y los ojos también, bastaba con mirarles para verlo, ¡si es que era una copia exacta de su padre esa mujer!
»Sigamos con la propia Mennulara, que era una solterona, y ahora hasta hijos le han encasquetado. Hay quien dice que el ahijado del padre Arena no es hijo de su ama de llaves, sino de la Mennulara, y que ésta le pagaba los estudios; otros cuentan que sus supuestos sobrinos, los del continente, son hijos suyos, que los tuvo con gente de la que no se puede hablar, y que por eso no ponen los pies en Roccacolomba…
—Sabemos poco o nada acerca de ella —concluyó el señor Paolino—, eso es lo que hay. El hecho es que era muy buena en su trabajo y le gustaba mandar, y de ahí nacieron los problemas de todos. A los amos les gusta tener buenos empleados, pero no les gusta que les manden. Si le hubieran hecho caso, serían bastante más ricos, pero nosotros seguimos siempre pobres y ofendidos, incluso de muertos.