La carta de Orazio Alfallipe a Pietro Fatta
El presidente Fatta estaba desmadejado sobre el sillón del despacho, con las piernas abiertas, las manos colgando de los reposabrazos, en la derecha unas hojas entretejidas con una caligrafía diminuta y casi ilegible. Cara al balcón, contemplaba el exterior con la mirada perdida en el vacío. Le sobresaltó la voz de Lucia, que le anunciaba la llegada del padre Arena. Recogió la carta de Orazio, que se había deslizado de uno de los libros de D’Annunzio y que la señora de Risico se había apresurado a traerle antes de ir a la librería, aquella mañana, y se dispuso a recibir al cura.
Lilla Alfallipe le había telefoneado para informarle, no sin cierta vergüenza, de que habían recibido una segunda carta de la Mennulara, en la que les indicaba dónde estaban las ánforas auténticas, que por desgracia habían roto el día anterior, pensando que eran copias de las falsas. Era tal la tensión y tales las recriminaciones entre ellos que se habían peleado de nuevo, y ahora Lilla se volvía a Roma. Le encomendaba a Carmela y a su madre.
Pietro Fatta era una persona circunspecta y tranquila. En aquella ocasión tenía necesidad de desahogarse, de pedir consejo, de hablar de la Mennulara y de Orazio, de comprender, en resumen. Conversó un buen rato con el padre Arena, incluso de la carta de su amigo, como si se confesara. El cura dijo justo lo necesario para consolarlo, y no añadió nada más. Hizo una sola pregunta:
—Dígame, presidente, ¿cree usted que la Mennulara estaba enamorada del abogado?
—No lo sé, y por lo que me escribe Orazio, tampoco lo sabía él, eso también hace que me devane los sesos.
—No lo piense, no lo sabremos nunca, fue lo que fue, que ambos descansen en paz —concluyó el cura, y salieron a la terraza a esperar que se sirviera la comida.
Cuando el padre Arena se hubo despedido, Pietro Fatta releyó la carta.
«Queridísimo Pietro:
»Recibirás esta carta después de mi muerte y de la de la mujer por la que te he mentido. En el umbral de la vejez he hallado la felicidad en un extraordinario encuentro con la mujer que desde siempre ha estado a mi lado, constante lar protector y musa de mis largos años de letargo. No ha querido que te hable de nuestro amor, pero me concede que te escriba. Reinstauro, pues, póstuma, la intensa comunión de espíritu que ha caracterizado nuestra amistad y que nos ha hecho tolerable e incluso placentera la vida en Roccacolomba.
»He llevado una existencia indolente, huyendo de las responsabilidades, como un señorito de provincias, derrochando por incuria y prodigalidad el patrimonio de mi familia. He tenido numerosas amantes, como sabes. He cultivado mis aficiones literarias, artísticas y musicales de forma inconstante y superficial, gozando de una inmerecida reputación de hombre de cultura. Muero tras haber vivido una vida de la que se podría estar satisfecho pero no orgulloso. Todo ello me ha sido posible gracias a la abnegación infatigable de la mujer que amo.
»Te la he descrito como la adolescente que me inició al placer carnal; asumió después el papel de la mujer con la que, siempre que quería y sólo cuando me venía en gana, retomaba una relación exclusivamente sexual, con plena satisfacción recíproca.
»Te la he descrito también como astuta y honesta administradora de mi patrimonio, ayudante preciosísima en la catalogación y puesta en orden de mis colecciones, cómplice en pergeñar mentiras para ocultar mis aventuras extraconyugales, única criatura que nunca me ha pedido nada y que ha secundado todos mis deseos. Sabes que me fiaba completamente de ella, y por buenas razones. Durante casi treinta años hemos estado en contacto cotidiano, en nuestros respectivos papeles de amo y criata. Pero sólo hace cinco años que comprendí que siempre la había amado, que las demás mujeres palidecen a su lado.
»En el pasado, tú y yo hemos discutido hasta en los más mínimos detalles mis relaciones, la seducción y la conquista de la mujer: era nuestro entretenimiento cómplice. No oso profanar de esa manera mi verdadero amor. Por el afecto que nos une, siento el deber de describirte mi enamoramiento juvenil y el amor recuperado ya anciano, sé que comprenderás el resto.
»Teníamos trece y diecisiete años respectivamente, la seducción fue recíproca y gradual. En la bruma de los recuerdos, creo que ella ya había advertido su atracción hacia mí como ineluctable predestinación de las circunstancias, emparejada con su curiosidad intelectual y de los sentidos, parte fundamental de su naturaleza. Al principio considerábamos nuestro encuentro como un juego leve y sensual, después se convirtió en enamoramiento y más tarde en pasión física.
»Era el principio de las largas vacaciones escolares, y yo tenía el entusiasmo del neófito poseedor de unos prismáticos. Me subía a la terraza de la lavandería, la más alta de la casa, y escrutaba el paisaje, inspeccionaba las calles, las terrazas, los balcones de Roccacolomba. Me colocaba en el rincón más escondido de la terraza, protegido y separado de las lavanderas por las multíplices hileras de sábanas tendidas a secar.
»Era un día especialmente ventoso. La ropa tendida se hinchaba al viento, se rizaba ante sus bufidos caprichosos, se daba la vuelta bajo las ráfagas, sacudiéndose con fragor. Cuando cambiaba de dirección, las cuerdecillas que unían sábanas y manteles a los alambres del tendedero corrían de un extremo al otro y la ropa se amontonaba en enormes, vaporosas y cándidas marañas. Yo observaba hechizado, era una metamorfosis de la naturaleza, el cielo parecía un mar tempestuoso, hileras de nubes festoneadas lo cruzaban a gran velocidad como espuma rabiosa de henchidos oleajes, la ropa parecía el velamen de bajeles en peligro, agrupados para protegerse de la furia de los elementos.
»Sucedió entonces que una bocanada de viento cortó un desgarrón entre las filas de ropa. Y la vi, sutil y diminuta: estaba lavando en la pila de madera. Ignorante de mi presencia e indómita ante las ráfagas furiosas, continuaba su trabajo con afán y concentración. Hacía fuerza con los puños sobre la inmensa masa de ropas en el agua jabonosa, las apretaba pieza a pieza, después las abría, y las restregaba contra las estrías, despreocupada del viento que le revolvía y enredaba el pelo rizado en largos mechones que revoloteaban como los tentáculos de una anémona marina. Me agazapé en el suelo para que no me viera. Llevaba una combinación clara, mojada por las salpicaduras del agua. Dirigí hacia ella los prismáticos, cautivado por el rítmico movimiento de su cuerpo, por sus senos pequeños y puntiagudos y por sus jóvenes brazos armoniosos. Era hermosa.
»Se dio cuenta de mi presencia y con un grito se separó de la pila para entrar en la lavandería. Salió a los pocos instantes, vestida con el uniforme gris de criada, y se puso otra vez a lavar. Dejé los prismáticos, pero no conseguía apartar la mirada. Entretanto, ella seguía con su trabajo, impertérrita, había pasado a un lavadero ovalado en el que sumergía la ropa retorcida y después la aclaraba con ímpetu. Repitió esa operación dos veces, salpicando por el suelo; luego se agachaba a recoger los cántaros de agua limpia para llenar el lavadero y después aclaraba de nuevo la colada mientras me lanzaba de vez en cuando miradas aviesas.
»El viento se había calmado. Avanzó entonces entre las filas de sábanas para colocarlas en su sitio. Deshacía los nudos que se habían formado, las alisaba sacudiéndolas al aire y volvía a colgarlas firmemente del alambre mirando hacia el cielo-mar que era otra vez el mismo, intensamente azul y luminoso, surcado por cúmulos de nubes suaves como copos de algodón. Al llegar a la última fila bajó los ojos hacia mí, que seguía agachado en un rincón. Me observaba circunspecta, pero sin temor.
»—¿Qué es eso? —preguntó señalando los prismáticos. Se los ofrecí. Los sopesó en las manos, les dio vueltas, intentó mirar por la parte equivocada.
»—Enséñame cómo se mira —dijo. Tenía la voz gutural y el acento marcado de la gente de campo. Me levanté y obedecí. Me permitió mantener sujetos los prismáticos ante sus ojos para regularlos. Desprendía un intenso olor a lejía que me embriagaba, y sin embargo no osaba tocarla, la sentía tensa. Yo mantenía abiertos los brazos en torno a sus hombros y no la rocé ni una vez siquiera mientras le señalaba dónde dirigir el instrumento y movía las ruedecillas.
»Se apoderó de los prismáticos y empezó a dar vueltas por la terraza, los enfocaba a derecha e izquierda, muda. Cuando me los devolvió, preguntó:
»—¿Cómo funcionan?
»Le expliqué los movimientos de las ruedecillas y de los botones.
»—Eso ya lo entiendo, pero ¿cómo funciona, que hay dentro, y cómo hace que se acerquen las cosas a los ojos?
»Yo no tenía una respuesta preparada.
»—Léelo en los libros y luego me lo dices, yo no sé leer y libros no tengo. —Y se volvió a seguir aclarando la ropa.
»Iba a salir de la terraza antes de que terminara la colada pero me detuve al pasar a su lado. No había dejado de lavar, seguía restregando la ropa contra la pila, aunque había vuelto la cabeza hacia mí y esperaba que le hablase. Le pregunté si mi presencia la molestaba. Por toda respuesta me dijo:
»—Tú eres el amo y puedes hacer lo que quieras, yo, la criata, aquí estoy.
»Reemprendí mi camino hacia la puerta y cuando me acercaba a las escaleras me gritó:
»—Si vas a venir otra vez, acuérdate de buscar en el libro cómo funciona eso.
»Volví varias veces. Ella seguía lavando siempre con su uniforme, incluso en los días de bochorno, y se mostraba reservada; con todo, se concedía pausas para mirar el pueblo con los prismáticos y observar los rayos de luz a través del prisma. Un día hice incluso un experimento con los espejos y conseguimos prender fuego a unas hebras de paja: me había estudiado bien el asunto para responder a sus preguntas.
»Yo había empezado a dibujar; un día le pregunté si podía hacerle un boceto mientras lavaba. Ella me dio la acostumbrada respuesta: "Tú eres el amo y yo, la criata". Observaba mis tentativas, y era crítica. Me hizo notar que me había equivocado en la unión de los brazos con los hombros. Osé sugerir que si llevara solamente la combinación podría dibujar mejor. "No, tendría que estarme quieta. Y yo estoy aquí para trabajar. Vete al salón rojo, junto a la chimenea hay un cuadro. Míralo, a la izquierda hay una mujer en esta posición, vete a mirarlo y aprende." Tenía razón, el movimiento del cuadro era idéntico. Le llevé el dibujo corregido. Se rió de él: "No eres muy bueno, espera". Cerró la puerta de la lavandería por dentro, se quitó el uniforme y se quedó en combinación, en la postura requerida. Después volvió a vestirse y siguió trabajando, sin quitar el candado de la puerta.
»Nuestros encuentros, jamás planificados, se hicieron frecuentes. No sé cómo se las apañaba para estar siempre sola, pero lo conseguía. La dibujaba en posturas castas y convencionales. La ayudaba a colocarse en la posición deseada y poco a poco me volví más atrevido al tocarle los brazos, el cuello. No me rechazaba, pero tampoco me animaba.
»Durante las vacaciones de Navidad, quise poner en orden una de las librerías del despacho. Me asignaron como ayudantes dos criadas. Un día sólo la Mennulara estaba disponible. Trabajamos juntos en silencio, como si no hubiera más relación entre nosotros que el trabajo. Estaba subida sobre la escalerita de madera de la librería, yo le pasaba los libros que había que colocar en los estantes más altos. En determinado momento, se sentó en el último escalón, esperando a que le pasara los volúmenes. Le veía las piernas descubiertas, desde abajo, el vestido se le había levantado por detrás al sentarse. Me quedé mirándola, quieto e hinchado. Ella se dio cuenta, me devolvió la mirada y no se movió. Sólo tuve fuerzas para decir: "Baja". Nos amamos por primera vez. Desde entonces, el despacho ha sido el espacio de nuestras relaciones íntimas.
»Había descubierto la satisfacción de los sentidos sin compromiso ni culpabilidad, con una mujer que no pedía explicaciones ni hacía recriminaciones. Nuestra relación estaba basada en la igualdad entre hombre y mujer en el coito, cuya finalidad era el goce de ambos. La iniciativa era sólo mía, pero ella no siempre estaba disponible, aunque raramente se me negaba. A veces no la buscaba durante largos periodos, años enteros; otras veces, los encuentros eran frecuentes. Se trataba de un plácido entendimiento secreto, sin manifiesta implicación emocional por parte de ambos, así lo creía yo, y tú estabas al corriente.
»Hace cinco años invité a cenar, a casa, a mi amante de bastante tiempo, de cuya existencia ella estaba informada. Tras haber servido la mesa ofendió a mi mujer y a mi amante, intencionadamente, estropeando la velada. Era la primera vez que se comportaba de esa forma. Me puse furioso y decidí subir a su habitación para reprenderla, algo que no había hecho jamás. Me sentía traicionado y humillado. Subí la escalera de caracol del entresuelo por primera vez en mi vida, presentía que era un momento importante, pensaba despedirla, tanta era mi rabia. Me encontré en un pasillo oscuro. Se oía, distante, una música. Era el final del tercer acto de Aida. Al oboe del andantino respondía la voz de la Callas. Fuggiam gli ardori inospiti di queste lande ignude[4]. Yo estaba aturdido. Inmóvil. Escuchaba. Me vi agachado en el suelo, apoyado contra la pared por la que mi espalda había resbalado hacia abajo sin encontrar resistencia. Là tra foreste vergini[5]. La música seguía expandiéndose en amplios círculos, colmando todo el pasillo, presionando contra las paredes que se abrían transformando aquel espacio angosto en un paisaje nocturno, húmedo y aterciopelado, levemente perfumado. Io son disonorato[6]. Me vi arrebatado por un torbellino de sensaciones contradictorias, sentía literalmente que iba a desmayarme. Me crecía en el pecho una sensación de asombro que me anulaba: jamás hubiera pensado que tuviera un alma.
»La puerta de la habitación del fondo se abrió de repente, la música se deslizaba por el pasillo. Otra puerta se abrió y volvió a cerrarse. Oí correr el agua, estaba en el baño. Salió poco después y la vi en un resplandor fugaz antes de que apagara el interruptor y se encerrara en su habitación. Llevaba puesta solamente una combinación, abierta por delante; me pareció hermosísima, con el rostro sereno enmarcado por los largos cabellos sueltos. Me acerqué a su habitación, sentía con fuerza el deseo de entrar, pero no tenía coraje, yo era el trasgresor. Radamés. Io son disonorato.
»Permanecí apoyado en la pared. Se había levantado para dar la vuelta al disco, sus pasos sobre las tablas del suelo hicieron que éste crujiera y la puerta se entreabrió. Già i sacerdoti adunansi[7]. Temí que la puerta volviera a cerrarse, pero quizá se hubiera quedado dormida. Esperé un poco más, después empujé despacio la puerta, que se abrió chirriando. Discolpati[8]. La luz lívida de la luna caía sobre la cama, donde yacía, con una sábana ligera por encima. Yo escuchaba de pie, en el umbral, con los ojos clavados en ella. Discolpati. Se había tapado el rostro con el brazo doblado, no sabía si estaba despierta o si dormía. Yo lloraba, sin darme cuenta. Ella se apercibió de mi presencia y giró la cabeza hacia mí.
»—No llores, escucha —dijo; después volvió a taparse el rostro, recuperando la misma posición. Y yo escuché, escuché hasta que el brazo del tocadiscos quedó inmóvil sobre el plato.
»Estaba como paralizado.
»—¿Qué quieres? —preguntó.
»—¿Puedo quedarme aquí?
»—No, mañana tengo que levantarme para trabajar, vete a la cama que ya es tarde para todos.
»Aquella noche sollocé muchas horas, sobre el sofá de nuestros encuentros, en el despacho. Al alba, escribí una carta de despedida para mi amante.
»Volví a verla de nuevo al día siguiente, me sirvió el café como si nada hubiera ocurrido. Llevaba el habitual delantal de tela gris, el pelo lo tenía estirado y recogido en un moño, su peinado de siempre, parecía carente de gracia y sensibilidad. Aun así, la amaba. Estaba confuso y temeroso como un adolescente ante su primer amor, sin saber qué convenía hacer, aguardando esperanzado un estímulo de la amada. Probablemente ella se diera cuenta, porque me dijo lacónica: "Si queréis, podéis ir al despacho después de comer". Desde entonces encontré la felicidad.
»Vivo para las escasas horas de intimidad que nos es concedido compartir y para nuestros estudios. Habría hecho cualquier cosa para poder vivir con ella, solos, para siempre. Habría abandonado casa y familia. Me lo impidió. Al principio, temía que mi amor no fuera correspondido, que los largos años en los que la había desatendido lo hubieran estropeado todo. Pero ella insistía en que éramos distintos: los amos ven la vida de una cierta forma y los sirvientes de otra; su existencia entera demuestra sus sentimientos hacia mí, pero no es capaz de decir "te amo". Tenía la certeza de que volveríamos a encontrarnos, pero no sabía cuándo; por mí profundizó en el arte griego, estudiándolo por su cuenta y hasta superándome. Me permitió que utilizara el seudónimo "señor La Mennulara" en la correspondencia con los expertos, pero yo hubiera deseado que nuestros nombres fueran unidos en público. Sólo la colección de cerámicas griegas permanecerá como mudo testigo de nuestra pasión por el arte y de nuestra historia.
»Muero con el inmenso remordimiento de que la gente no conozca las extraordinarias dotes de esta mujer ni mi amor por ella».
Pietro Fatta se levantó del sillón no sin esfuerzo, con las hojas en la mano. Parecía desbordado por la emoción. Buscó unas cerillas en el cajón del escritorio, después cruzó la habitación midiendo los pasos y sin hacer ruido.
Aquel año, en el Palazzo Fatta, se encendió la chimenea antes de lo acostumbrado.