El padre Arena da un largo paseo con el doctor Mendicò
Desde la conversación del día precedente se había establecido entre el padre Arena y el doctor Mendicò esa íntima relación de complicidad que instintivamente crea entre los seres humanos el compartir secretos. Seguían teniendo ganas de estar juntos y decidieron dar un paseo antes de la comida.
El doctor Mendicò se recriminaba a sí mismo, desde el día anterior, el no haber examinado nunca a fondo las circunstancias de la muerte de Orazio. Sentía un apremiante interés por averiguar más acerca de la Mennulara y se lo explicaba al cura.
—Yo sabía que habían tenido relaciones íntimas, creía sin embargo que habían acabado con el aborto, antes de la guerra.
El padre Arena estaba sorprendido.
—Lo siento, pobre mujer, no sabía que hubiera tenido un aborto también.
—Fue la mayor tragedia de su vida. Tenía unos veinticinco años, estaba llena de energía, se dedicaba con entusiasmo a los tres niños, con Carmela recién nacida. Como siempre en estos casos, el nombre de Orazio no fue pronunciado, pero estaba claro que el padre era él. Me imagino que, aburrido de su mujer, se había vuelto con excesivo entusiasmo hacia la Mennulara, quien, debo admitirlo, en la flor de la juventud era realmente lozana. Quiso que la esterilizara y doña Lilla, que la acompañaba, no intentó disuadirla.
El doctor procuraba exponer los hechos de la forma más sintética posible, consciente de divulgar una información protegida por el secreto profesional.
El padre Arena se sintió en la obligación de explicar el probable motivo por el que la Mennulara no le había hablado nunca del aborto.
—Después de una fuerte discusión, la única en muchos años de amistad, de común acuerdo no volvimos a hablar de Orazio Alfallipe en ese contexto.
—¿Qué discusión?
—Verá, doctor, yo la conocí cuando trabajaba en casa de los Alfallipe. Le daba clases de italiano y de aritmética. Aprendía enseguida lo que le hacía falta, y pasábamos el resto del tiempo discurriendo de todo aquello que le interesaba. Tenía una inteligencia extraordinaria, se sentía prisionera en casa de los Alfallipe y acumulaba mucha rabia dentro.
—¿Contra quién?
—Antes que nada, contra Dios. Yo la animaba a leer libros de oraciones, pero se negaba. Un día me dijo: «Mi madre me enseñaba que todos somos iguales, la reina, usted y yo, sólo que usted es cura, la reina vive como una reina en su palacio, y yo soy una criata en casa Alfallipe. Si cumplimos con nuestro deber, nos ganamos el respeto de los demás. Dios tiene sus deberes, como todos. Debe pensar en nosotros, ayudar a los buenos y castigar a los malos. A mí Dios no me gusta, su deber era hacer que no le faltaran el pan ni las medicinas a mis padres, que están muertos, ni a mi hermana Addoloratina, que sigue todavía enferma, y no lo ha hecho. No ha sido justo conmigo y las injusticias se pagan, antes o después. Si no cumple con su deber, por mi parte no se merece oraciones». De ahí nacía su aversión hacia el orden social y económico de nuestro mundo, con la clase de los ricos, que han heredado poder y dinero sin habérselos ganado, y los pobres, que no tienen la oportunidad de estudiar y trabajar.
»En resumen, que de joven era una verdadera revolucionaria, una iconoclasta. Aceptaba sin embargo su destino, la vida que su madre había dispuesto para ella: debía ser la criada de doña Lilla y de los demás Alfallipe, velar por el honor de la familia hasta la muerte, de modo que la señora pagara las medicinas para su hermana enferma; y tenía que ahorrar su sueldo para hacerle el ajuar a Addoloratina, casarla y atender a sus sobrinos. En cuanto a ella misma, debía procurar contentarse con los placeres alcanzables dentro de esos confines.
—¿Y qué tiene que ver todo eso con Orazio?
—La Mennulara, de chiquilla, tenía una gran necesidad de afecto y era una criatura sensual, aunque siempre racional. La relación íntima con Orazio, sobre todo al principio, representaba para ella algo especial: era un arma para obligar a doña Lilla a encargarse de su hermana, forzada a vivir junto a otras huérfanas con las monjas. Usted sabe que doña Lilla prohibía que Addoloratina pusiera los pies en casa Alfallipe, por temor al contagio, de modo que las dos huérfanas se veían raras veces, en el convento.
—Ya se lo había repetido yo muchas veces a doña Lilla —intervino el doctor—, Addoloratina no era contagiosa, aquella prohibición me parecía cruel y estúpida. Recuerdo una conversación con la Mennulara que me desgarró el corazón. Apenas tenía quince años, y un día me pidió que habláramos a solas. Me informó, con aquel tono solemne suyo, de que tenía unos ahorros, quiso que le prometiera que le advertiría si la salud de su hermana empeoraba, o si me hacía falta dinero para comprarle medicinas, que ella las pagaría. En realidad, no fue necesario porque doña Lilla pagaba generosamente para que la atendieran, algo que a mí me sorprendía, conociendo su avaricia. —Después añadió—: Padre, permítame decirle que no comprendo cómo podía chantajear a su ama, ella, una huérfana sola en el mundo…, y en aquellos tiempos cuando que el señorito se aprovechara de una joven sirvienta era casi una costumbre.
—Si no hubiera sido por el obsesivo temor de doña Lilla a que Orazio y Vincenzo acabaran de la misma forma que su padre; piénselo un poco —le hizo notar el padre Arena.
—Enfermedades venéreas, causadas por prostitutas enfermas. —El doctor había comprendido, estaban de nuevo en sintonía.
—Exacto, había encontrado para su hijo mayor y preferido, si me lo permite, la puta limpia en casa, que, sin embargo, hubiera podido negarse a prestar ese servicio. En eso consistía el poder de la Mennulara —puntualizó el padre Arena.
—Me niego a creer que la Mennulara, tal y como la conocía yo, pudiera aceptar una situación de esa clase.
El doctor se rebelaba ante la lapidaria descripción del padre Arena.
—Doctor, yo también quería a la Mennulara y la respetaba, escuche. Le he repetido las palabras que ella misma pronunció, y que fueron el motivo de nuestro desacuerdo.
Habían salido del pueblo, lejos de oídos curiosos, y discurrían libremente. El padre Arena hablaba con apasionamiento, indiferente a los tartamudeos que de vez en cuando lo sofocaban.
—Procure entenderlo, usted sabía lo del aborto, de lo cual yo no estaba al corriente. Yo conozco los tumultos del alma, tan complejos como los cuerpos que usted cura. Debo añadir otra cosa: la Mennulara tenía una mente inquisitiva, era tímida y reservada y trabajaba de criada. Se encontraba a disgusto con el resto del personal de servicio y se sentía profundamente sola. Su curiosidad sólo podía satisfacerla con el conocimiento que obtenía en los libros. Para ella, Orazio constituía el único medio para alcanzar aquella meta. Hoy me he fijado en su despacho. En aquella habitación había encontrado el mundo de sus pares, ella, una criata sin familia, recluida en el Palazzo Alfallipe. También era joven y no tenía temor de Dios. Aceptó las atenciones de Orazio o lo sedujo, o quizá fuera un enamoramiento juvenil recíproco, no lo sé. Sabía que constituía para él sólo uno de sus muchos pasatiempos, mientras que Orazio le ofrecía una oportunidad única para aprender, la libertad del pensamiento. Además, sé bien lo débil que es la carne. Y, como le digo, ella carecía de rémoras religiosas.
—Comprendo —murmuró el doctor—. Además tenía un papel, cómo podría decirse, profiláctico, seguramente satisfactorio para doña Lilla, obsesionada por la salud, que por ese motivo le regaló una bolsita de monedas de oro y no se opuso a la esterilización.
—Exacto, para que ella, y no prostitutas que podían ser potenciales vehículos de enfermedades, siguiera satisfaciendo los deseos de Orazio —asintió el padre Arena, con amargura—. Nuestra discusión tuvo lugar porque a una vieja cocinera de casa Alfallipe, que ya ha fallecido, le habían entrado escrúpulos y me lo había contado todo. La cocinera, que de hombres había tenido muchos, era de ésas con fuego bajo las faldas, pero en apariencia temerosa de Dios, y, por lo demás, cocinaba estupendamente, mejor que un chef. Había tomado a la Mennulara bajo su protección y le hablaba libremente, incluso de ciertas actividades peligrosas para la salud y de algunas otras contra natura. Estaba arrepentida y temía que la chica, entonces de dieciséis años, acabara por practicarlas con Orazio. Hablé de ello con la Mennulara, estaba francamente preocupado. Me montó un escándalo de miedo, de ésos por los que se enemistaba con tanta gente. Me dijo que su destino era estar en casa Alfallipe y servir a sus amos. No quería pudrirse toda la vida sin disfrutar de lo que tenía a su disposición, y bien poco era lo que se le ofrecía. Orazio era amable y la respetaba como amante: si ella decía que no, lo aceptaba. Su trabajo consistía en eso, y quería hacerlo bien, y en eso también quería ir mejorando. Al mismo tiempo, tenía que proteger su salud. Si Orazio perdía interés por ella, se iría en busca de putas y ella correría el riesgo de contagiarse, así que debía pensar en su salud —añadió el padre Arena farfullando: eran recuerdos penosos.
—La relación continuó, por tanto, durante el matrimonio de Orazio —dijo el doctor Mendicò pensando en voz alta—, como queda demostrado por el aborto. En aquella época tuve el valor de hablarle, como médico de cabecera, quería disuadirla de la esterilización, hubiera podido casarse, formar una familia. Ella se mostró indignada, casi como si le hubiera sugerido un adulterio, se comportaba como una mujer enamorada, decía que era la única forma de mantener viva su relación. En cambio, Orazio, justo entonces, empezó una de sus aventuras más apasionadas, y después vinieron otras, como sabemos. Desde entonces, la Mennulara se marchitó como una flor sin agua —comentó mirando al cura—, mientras que usted me dice que, según Angelo Masculo, hubo una relación intensa entre ellos durante los últimos años de vida de Orazio.
—Ahora entiendo el cambio de la Mennulara en aquellos tiempos —dijo el padre Arena—. Había llegado a preocuparme. Se había encerrado en sí misma, había perdido la alegría de vivir, pero no la energía ni la voluntad. La única actividad social que mantuvo fue la asistencia al coro de la Dolorosa, al que yo la había llevado de pequeña. Cantaba bien, se ponía junto a las monjas, lejos de las miradas de los demás. Sólo durante cortos periodos se mostraba serena. Tal vez Orazio volviera con ella, en los intervalos entre una amante y otra, o quizá las enseñanzas de la cocinera fueran para él un reclamo constante, la verdad, no lo sé. O tal vez se lo hubiera quitado de la cabeza, tal vez comprendió por fin que no era digno de ella.
—¡Sin duda alguna no estaba a la altura de la Mennulara! —convino el doctor Mendicò.
—Usted sabe que yo le escribía las cartas —añadió el padre Arena—, estábamos muy unidos y nos veíamos a menudo, hasta que dejé la parroquia. Ella le estaba muy agradecida a Orazio por haberle permitido acceder a una cultura artística, literaria, musical. Le apasionaban las manías de Orazio, no sé si de eso estaba usted al corriente, ponía en orden las colecciones, aprendió a catalogar y leía textos, a veces hasta abstrusos, para ayudarlo. Quedaba muy desilusionada cada vez que él abandonaba las cosas a medias para dedicarse a otros intereses. Creo que prosiguió el estudio de la cerámica griega por su cuenta, durante años. Era, créame, la persona más inteligente que he conocido.
Habían llegado a la carretera municipal, casi en campo abierto, y se tomaron un respiro sentados sobre un murete de piedra. El padre Arena prosiguió:
—Discutió conmigo si era oportuno ofrecerse para cargar con la administración, a fin de salvarles del desastre económico, lo sentía como un deber hacia doña Lilla y la familia Alfallipe. Hablaba con desapego y tolerancia de las aventuras amorosas de Orazio, refiriéndose a los costosos regalos que seguía haciendo a sus amigas, como una mujer cansada a quien han dejado de herir las traiciones. Francamente, me preocupaba la magnitud de las tareas que se proponía, además de los quehaceres de criada, y temía las reacciones de la gente, sobre todo en los campos, frente a una criata que se convierte en administradora. Estábamos en la posguerra, había movimientos entre los braceros, bandidos, la mafia que había vuelto como triunfadora y antifascista, y tenía miedo por ella.
»Me dijo: "Mi deber es el de servirles, y soy capaz de hacerlo todo. No he sido yo quien ha elegido unos amos que son inferiores a mí. No dejan de ser amos, y yo estoy destinada a ser su sierva".
El doctor Mendicò concluyó:
—No sabemos si lo amaba como mujer traicionada o tolerante, como amante o como criada agradecida por haber accedido al mundo de la cultura. Es indudable, con todo, su devoción hacia Orazio y, a mi parecer, la veracidad de cuanto vio Angelo Masculo. Si lo mató, lo habrá hecho pensando en su bien.
—Que el Señor la perdone —añadió el padre Arena. Recordando que él mismo era un hombre, y pecador además, pensó que también debía pedir perdón por haber ensuciado la memoria de Orazio, el día anterior, hablando con Angelo Masculo, para proteger la reputación de la Mennulara.
—Nos queda el misterio de su dinero, a veces creo que no es más que un montaje de los Alfallipe, y que sólo tenía unos pocos ahorros —murmuró el doctor.
—Dado que nos estamos contando todos nuestros secretos, le diré el mío. Era rica, y desde hace tiempo. No tengo ni idea de dónde le venía el dinero, pero cartas al banco le he escrito muchas. Y era generosa. Dese cuenta de que mantuvo y pagó los estudios a mi ahijado, durante siete años; nadie lo sabe, y ayudó a más gente, en secreto.
El largo paseo les había llevado muy lejos. Volvieron a Roccacolomba inmersos cada uno en sus propios pensamientos, en silencio.