Capítulo 44

El padre Arena hace una visita a la señora de Alfallipe y ve los estragos en las colecciones de Orazio Alfallipe

El padre Arena estaba ansioso a su llegada a casa de los Alfallipe, a última hora de aquella mañana de martes. Encontró a la señora de Alfallipe sola, abatida y circunspecta. Le comunicó que Lilla y Gianni se habían marchado y que se había resignado a la idea de vivir con Carmela, cuyo matrimonio corría peligro. Estaba desilusionada con sus hijos y echaba de menos a la Mennulara. No sabiendo cómo consolarla, el padre Arena creyó que la tranquilizaría diciéndole que los libros de D’Annunzio estaban por fin en manos del presidente Fatta.

A la señora se le iluminó el rostro y quiso acompañarlo de inmediato al despacho, para que eligiera otros. El sacerdote entró con reticencia en el despacho del abogado Alfallipe. Los signos del desastre eran evidentes, pese a que la habitación había sido recogida. Los estantes superiores de las librerías, donde antes se alineaban los libros antiguos de Orazio, estaban vacíos, mientras que en los inferiores se habían apilado los volúmenes que habían escapado a los estragos, a la buena de Dios, aquellos volúmenes tan amados que la Mennulara había colocado orgullosamente por orden alfabético, los de literatura, y por materias, los de arte. Las bellas cerámicas que estaban en las baldas habían desaparecido, al igual que los objetos de adorno de las mesas y la plata exhibida sobre el piano: parecía una habitación que hubiera sufrido un asalto violento. Detrás del piano se amontonaban unos sobre otros, una decena de sacos de yute, de los que sirven para guardar las almendras.

El padre Arena tuvo la impresión de haber vivido ya una experiencia semejante, cuando, durante la guerra, había debido visitar una iglesia profanada por unos vándalos. Aquel despacho era la capilla que la Mennulara había querido dedicar a aquello en lo que creía, el conocimiento, la belleza y, quién sabe, acaso también el amor, pensaba el cura, y ahora languidecía sin consagrar. El padre Arena se avergonzó de la comparación blasfema y se concentró en la selección de los libros que iba a llevarse a casa.

Doña Adriana lo esperaba, apoyada en el sofá frente a la chimenea, colocado delante del balcón que daba al comedor de los Masculo. Su imagen se reflejaba en el gran espejo, ligeramente inclinado, colgado sobre la chimenea. El padre Arena se acordó de la descripción de la mujer desnuda entrevista en el despacho y se sintió incómodo y excitado al mismo tiempo: quiso salir de aquella habitación llena de sombras y sugestiones; agarró unos libros al azar y volvió al salón.

Entretanto, el doctor Mendicò había llegado de visita No se quedó mucho. La señora de Alfallipe se consolaba descubriendo nuevas cualidades de su Mennù.

—Así que eso es lo que hacía, todas las tardes, encerrada en el despacho de Orazio, después de su muerte… estudiaba arte griego, continuaba la obra de mi marido. Me pregunto cómo no me habré dado cuenta de las afinidades artísticas entre los dos, tal vez él tampoco haya llegado a saberlo, Mennù era muy reservada. Una persona tan devota no se encuentra, hoy en día, en toda Roccacolomba. Ya se lo decía a mis hijos, fiaos de Mennù…, pero los jóvenes no escuchan a los padres como se hacía en otros tiempos.

Llegaron otras visitas y ambos se despidieron.