Capítulo 43

A casa de los Alfallipe llega otra carta de la Mennulara

La señora de Alfallipe y sus hijas esperaban sentadas en la sala de estar. Se habían despertado al alba, después de una horrenda noche que las había dejado extenuadas, y aguardaban a que llegara Santa con el café de la mañana. Se sentían vacías tras la orgía destructiva del día anterior, seguida del fatigoso trabajo de poner un poco en orden el despacho, tirar la loza, eliminar las huellas de la pelea y salvar las apariencias, y las penosas discusiones posteriores.

La noche anterior los tres hijos habían persuadido a la madre para que tomara algunas decisiones. Era necesario buscarle un acomodo a ella y proteger a Carmela. Se decidió que la señora de Alfallipe se quedaría en Roccacolomba y se instalaría en casa de su hija, o en el Palazzo Alfallipe, con Carmela igualmente si ésta se veía obligada a separarse de Massimo para salvaguardarse tanto a ella misma como su patrimonio. Se vendería el piso de la Mennulara y con las ganancias se harían obras en el Palazzo Alfallipe. Lilla volvería a Roma, con las dos ánforas falsas, y Gianni a Catania. Se mantendrían en contacto telefónico, pues estaba claro que Lilla y Gianni no deseaban continuar la rígida rutina de visitas a la madre a las que les había obligado la Mennulara.

Poco más había que hacer, aparte de echar una losa sobre toda esa historia, olvidarse de la Mennulara y de sus vejaciones. No volverían a hablar mal de ella, por obvias razones y, en todo caso, la fuente de su fantasmal riqueza y el motivo de la protección que le dispensaba la mafia no habían podido ser averiguados.

—Es necesario ser cautos —dijo Carmela mirando con severidad a su madre—, estate atenta con mi criada, y recuerda que lo que nos ha ocurrido a nosotros es el justo castigo para quien da excesiva confianza al personal de servicio.

Santa entró con el café y el correo. Lilla abría las cartas, por lo general de pésame, y se las pasaba a Carmela y a la madre. Había un sobre con la dirección escrita a máquina. La abrió distraídamente, pensando en que era un aviso de pago o una factura. Pero era otra carta de la Mennulara.

«Os habéis portado bien como os he dicho. Ahora tenéis un certificado que os permite llevar ocho vasijas de la Magna Grecia al extranjero. Devolved las vasijas a casa, si aún no lo habéis hecho, e id al despacho de vuestro padre. Abrid la estantería que está enfrente de la que habéis sacado las ocho cajas. Detrás de la puerta falsa, hay ocho vasijas iguales a las falsas. Son auténticas. Mandé hacer unas copias para obtener un certificado que os permita venderlas o exportarlas.

»Sustituid las vasijas falsas por las verdaderas, y llevadlas a Zúrich, a más tardar en quince días a partir de hoy, telefonead enseguida al Museo Arqueológico de Zúrich y decid que queréis una cita, que os manda el señor La Mennulara. Os están esperando. Podéis decidir si conservarlas o venderlas.

»El director del museo conoce al director de mi banco: podéis hablar con él de mi herencia, que ahora os merecéis porque habéis obedecido. Haced lo que él os aconseje».

—Ten, lee —dijo Lilla dándosela a Carmela, y estalló en lágrimas.