Capítulo 42

El lunes es un día difícil para los Risico

La señora Pecorilla y su dependienta Elvira Risico estaban muy atareadas en la librería, atestada de escolares y padres a la caza de libros de texto. Vociferaban todos; los chiquillos, aburridos, tomaban libros al azar, miraban las cubiertas, volvían a colocarlos a la buena de Dios, contestaban con desgana a las preguntas de sus padres, se paraban a charlar con sus compañeros masticando las gomas de mascar que eran la última moda entre los más jóvenes.

Los padres esgrimían la lista de los textos escolares que debían adquirir, no paraban de chillar y de quejarse del precio de los libros, hojeaban las páginas de los volúmenes de segunda mano buscando los garabatos de los antiguos dueños, pedían descuentos, se agolpaban para adelantarse al resto de los clientes. El teléfono junto a la caja estaba sonando, perdido entre la cháchara de los clientes. Era Gaspare Risico.

—Estoy ocupada, Gasparù —se disculpó Elvira.

—Sólo quería decirte que la respuesta confirma mis previsiones, nos veremos a la hora de comer.

Bajo la mirada de reprobación de la señora Pecorilla, Elvira siguió despachando a los clientes con una gran sonrisa en los labios.

Elvira llegó tarde a comer, habían tenido que preparar la librería para la invasión de por la tarde. Gaspare estaba ya en casa, deambulando inquieto por la sala de estar. Le dio un beso distraído.

—Tenemos un problema muy grave. Jamás me hubiera esperado que el mensaje de mi colega de Milán fuera interceptado en Correos, pero claramente así ha sido. Lo he recibido en un sobre cerrado, estoy seguro, y lo he roto en pedazos pequeños, que he tirado a la papelera. Decía solamente: «La respuesta a tu interpelación es afirmativa. Atento», por lo tanto quien la haya leído conocía mi conversación con mi colega. Después, a última hora de la mañana, he ido a buscar el coche para ir a la oficina de Roccacolomba Nueva y no arrancaba. Abro el capó, el motor estaba cubierto de cemento, ya endurecido, parecía una escultura moderna.

Elvira lo escuchaba con la boca abierta, consternada. Gaspare se dio cuenta, pero continuó:

—Es necesario reaccionar y rebelarse a estos actos de intimidación, así que me he ido a ver al director. Él se deja dominar por el pánico, me ruega que no lo comente con nadie, que no presente denuncia. Por último me pide, como favor personal, que hable con el presidente Fatta.

—¿Y ése qué tiene que ver con todo esto? —lo interrumpió Elvira.

—¿Cómo que qué tiene que ver? Es uno de esos capitalistas que no han trabajado un solo día en toda su vida, era amigo del abogado Alfallipe y conoce a todo el mundo, es un hombre respetado, y ese cretino del director ya le había contado lo de la mujer de Leone y de las cartas, así que quiere que hable con él, ¡antes de cumplir con mi deber y denunciar a la mujer de Leone y a esos infames que me han destrozado el coche nuevo! Es intolerable, una violencia que atenta contra mis derechos de funcionario y de ciudadano.

A Gaspare le brillaban los ojos, apretaba los puños en los bolsillos de la chaqueta y habría desgarrado el forro si Elvira no le hubiera cogido delicadamente las manos entre las suyas y, mirándolo fijamente a los ojos, no le hubiera dicho con tranquila determinación:

—Tenemos que contentarlo, contigo siempre ha sido flexible, te estima y creo que te aprecia. Te acompañaré a ver al presidente, tengo que entregarle unos libros.

Elvira captó un gesto de asentimiento en los labios de Gaspare y se dirigió a la cocina. Desde allí prosiguió:

—Podemos aplazarlo y no presentar denuncia contra la mujer de Leone, limitándonos a informar a la policía de los daños al automóvil.

Reapareció en el vano de la puerta, con el antebrazo apoyado en la jamba, y dijo con gesto serio:

—Gasparù, llama al director, fija una hora para la cita con el presidente Fatta, y después comemos.

—Nos espera a las cuatro y media —murmuró Gaspare.

—Son cosas que pasan, has puesto todo patas arriba, estoy orgullosa de ti, verás que también el presidente Fatta estará sorprendido. —Y añadió—: Ahora preparemos juntos algo de comer y después llamaré a la señora Pecorilla.

Aquélla fue una de las raras ocasiones en que Gaspare Risico ayudó a su mujer a poner la mesa y hasta aderezó la ensalada verde, en vez de quedarse mirándola mientras ella preparaba la comida. Salieron de casa a primera hora de la tarde, pasando por la librería para retirar los volúmenes que había que entregar al presidente Fatta. Por la calle, Elvira tomó a su marido del brazo y no lo soltó hasta el portal del Palazzo Fatta; mientras subían por las empinadas escalinatas de Roccacolomba, por calles tortuosas, por callejones angostos, no paró de charlotear para que se distrajera y se animara. Cuando sintió que Gaspare le apretaba la mano contra el costado comprendió que lo había conseguido.

El presidente Fatta salió en persona a recibir a los Risico. Los condujo a su despacho y dio las gracias a Elvira por los volúmenes de D’Annunzio que le había traído. Ella, conquistada por tanta exquisitez y nada cohibida, empezó a hablar de nuevas ediciones y de libros raros, dando a Pietro Fatta la oportunidad de observar a su marido, taciturno y evidentemente preocupado. Les interrumpió Lucia: la señora tenía imperiosa necesidad de hablar con el presidente. Éste se marchó deshaciéndose en disculpas. A su regreso, Pietro se los encontró asomados al balcón; abrazados, despertaban ternura. Quería hablar a solas con Gaspare Risico y le propuso a Elvira, con una cortesía que la confundió, que se sentara en el saloncito a hojear algunos libros antiguos a los que habían aludido antes.

—Hábleme, señor Risico, sin omitir ningún detalle, de las indagaciones que ha llevado a cabo en Correos sobre Rosalia Inzerillo —comenzó Pietro Fatta.

—¿Qué indagaciones? —contestó Gaspare, suspicaz ante la estudiada obsequiosidad de Fatta con su mujer, y tal vez, en el fondo, celoso.

—Hablemos francamente. Estamos aquí reunidos porque su director me ha informado de usted y de los daños que ha sufrido su automóvil. —Pietro Fatta había adoptado un tono serio y decidido—. Ninguno de nosotros tiene tiempo que perder. Para demostrarle mi buena fe, hablaré yo primero. Estoy muy preocupado por los tres chicos Alfallipe. Su padre era mi mejor amigo y su madre es prima hermana de mi esposa. Quisiera entender por qué, a la muerte de cierta persona a su servicio, actúan de forma tan obtusa, pero quisiera entender también por qué otros, como usted, actúan de una forma que, por el momento, sólo irrita a la mafia, pero que podría acabar provocando su ira. —Pietro Fatta se puso rígido y prosiguió—: Si se llegara a ese extremo, usted, señor Risico, desaparecerá o acabarán hallando su cadáver en alguna explanada. Si quiere que intentemos aclarar algo, los dos juntos, estoy a su disposición. Mi objetivo es el de evitar que los hijos de mi mejor amigo sigan comportándose de manera indecorosa e irracional, poniendo en peligro su vida y amargando la de su madre. ¿Cuál es el suyo?

Gaspare apreció la franqueza del presidente. Y así expuso su teoría acerca de Massimo Leone: que existía un plan mafioso, en el que Inzerillo y Leone desempeñaban un papel bien preciso, para introducir el tráfico de droga en Roccacolomba, como ya sucedía en las ciudades, y a continuación controlar y expandir la actividad constructora en los alrededores del pueblo. Él quería colaborar con el Estado para sacar a la luz ese plan.

—Explíqueme por qué la mafia tiene tanto interés en el desarrollo de la construcción aquí, en Roccacolomba…

—Presidente, usted sabe que la mafia está sometida a una fuerte presión en las grandes ciudades. La magistratura podría tenerla en un puño. Y así, a la vista de lo que se le viene encima, resulta que se retira a las poblaciones más pequeñas, para volver a atacar después.

Era evidente que Gaspare estaba repitiendo cuanto había aprendido en las reuniones del partido, pero lo hacía con pasión.

—¿Qué le lleva a pensar que esté sometida a una fuerte presión y que esté perdiendo poder?

—Basta con leer los periódicos. Leerlos y entenderlos, obviamente. Hay gente que se está rebelando, que ya no quiere agachar la cabeza. Así que es necesario apoyarla. A la gente, quiero decir. En el juicio de Tommaso Natale, la viuda de Pietro Messina se había ofrecido a testificar contra los asesinos de su marido. Después se ha visto obligada a retractarse, les han amenazado a ella y a sus hijos, pero otros lo conseguirán. Nuestros diputados, los comunistas, bombardean al gobierno con interpelaciones. Nosotros, en Sicilia, queremos trabajo, desarrollo, un porvenir, presidente.

A Pietro Fatta le gustaba ese joven idealista. Pensó preguntarle si tenía hijos, pero no lo hizo.

—Comprendo. Usted quiere cambiar el mundo —dijo, y concluyó—: Hace bien.

—Sicilia, presidente. Quiero cambiar Sicilia. Trabajo, agua, desarrollo, justicia. Yo creo en la justicia —dijo Gaspare con cierto énfasis, pero procurando no hacer del presidente Fatta un antagonista—, creo en la lucha contra las extorsiones, contra la corrupción, me bato por el derecho al trabajo, por la igualdad de los ciudadanos. Por esos principios estoy dispuesto a sacrificarme e incluso a correr riesgos.

Pietro Fatta pensó en su hijo Giacomo, cumplidor y fiable. Un buen y concienzudo ganadero, un administrador prudente, hijo, esposo y padre afectuoso. Era distinto de ese jovenzuelo que estaba ahora delante de él y que le recitaba, exaltado, su propio credo. Le hubiera gustado conocerlo mejor, pero sabía que era algo improbable.

—Permítame analizar junto a usted mis consideraciones sobre Inzerillo y Leone —dijo el presidente con un tono mesurado y serio en el que constriñó aquellas nuevas e inesperadas emociones—, partiendo de la premisa de que Inzerillo gozaba de la protección de la mafia. Aventuraré una hipótesis que explicaría esta situación embarullada. Primero: Inzerillo se servía del principal banco suizo de la mafia, como usted ha averiguado. Por lo tanto, está bien introducida. Segundo: probablemente recibía ingentes sumas de dinero por correo, lo que implica que habrá habido algún colega suyo, en Roccacolomba, hombre de honor, para controlar que no se produjeran robos y que, en el caso de Inzerillo, el servicio postal fuera puntual y eficiente. Tercero: ella daba parte de su dinero a los tres Alfallipe. Cuarto: en su entierro se deja ver un famoso y respetado mafioso. Quinto: un empleado de Correos, usted, señor Risico, lleva a cabo discretamente algunas averiguaciones y se encuentra con el motor de su automóvil destruido.

El presidente Fatta convirtió en puño, cerrándola, la mano con la que había enumerado los cinco primeros puntos clave y así la mantuvo, examinando a Gaspare.

—Le voy a dar ahora una prueba de la confianza que me inspira y le voy a revelar información que pocos poseen, le pido únicamente que se la guarde para usted y que no hable de ello ni siquiera con su mujer. —Del puño cerrado dejó escapar el pulgar y volvió a empezar—. Sexto: el director de la oficina de Correos recibe una advertencia para no entrometerse en la correspondencia de Inzerillo, motivo por el cual se había dirigido a mí la semana pasada. Séptimo: he podido saber esta misma tarde que el jardín de un notable de la zona ha sido destruido, probablemente porque había hablado en forma ofensiva de la difunta Inzerillo. Octavo: el automóvil de Massimo Leone resulta dañado después de que éste acusara a la Mennulara de haber sido amante de mafiosos. Noveno: los Alfallipe, en busca de dinero, creen poseer unos restos arqueológicos antiguos adquiridos por Inzerillo, y los llevan a un experto para convalidar su autenticidad. Descubren que son falsificaciones y destruyen la colección de mi amigo Orazio, tal vez de nulo valor económico, e incluso llegan a las manos entre ellos. Son hechos sucedidos hoy. Esta última noticia me ha abierto una nueva perspectiva sobre el asunto entero. Si quiere, hago que pase su mujer y les ilustraré a ambos mi hipótesis.

Elvira escogió la silla de al lado de su marido y Pietro Fatta, que permanecía de pie, empezó a hablar:

—Señora, me disculpo por la aparente descortesía hacia usted, era necesaria. Ahora quisiera hablarle de Rosalia Inzerillo, entre nosotros conocida como la Mennulara.

Elvira se dispuso a escuchar, fascinada.

—Al quedarse huérfana, mantenía a su hermana mayor, enferma, con su sueldo de criada. Había entrado al servicio de casa Alfallipe de chiquilla, y doña Lilla, que en paz descanse, le había tomado simpatía y la protegía: hizo que le dieran clases, de modo que Inzerillo aprendió a leer, aunque no a escribir. Era inteligente y voluntariosa, y ayudaba mucho y bien a su ama, incluso en la gestión del patrimonio. Después de la muerte de doña Lilla, se convirtió en la práctica en la administradora de la familia, tarea que llevaba a cabo con éxito. Ayudaba también a Orazio Alfallipe, mi queridísimo amigo, en su actividad de coleccionista; Orazio era un ecléctico de variados intereses, entre los cuales estuvieron, durante cierto periodo, las antigüedades, que adquiría a saqueadores de tumbas. Yo no compartía su conducta, pero no estoy aquí para juzgar a nadie. Ahora bien —dijo tomando aliento—, la Mennulara ayudaba, pues, a mi amigo en la adquisición de restos robados, por lo que sé, a traficantes que se fingían vendedores de hortalizas. Tal vez fuera así como entró en contacto con los mafiosos que controlan ese mercado.

»Imagino que, a cambio de antigüedades (u objetos falsificados, como parece que eran en realidad), aceptaría servir de testaferro por cuenta de algunos mafiosos. La Mennulara recibía correspondencia, dinero, documentación, destinados a otros y retenía una parte como pago por sus servicios. En tal caso, como pequeño engranaje de la maquinaria mafiosa, era una intocable, igual que los demás. Ello explicaría la presencia de un jefe mafioso en su entierro, no sólo como muestra de respeto, sino de poder. Esta hipótesis explicaría también su indudable disponibilidad de dinero y su generosidad hacia los Alfallipe, a quienes consideraba como hijos propios.

»Los Alfallipe, me duele admitirlo, son lo que son: ineptos, codiciosos, presuntuosos e ignorantes, triste ejemplo de una familia que hubiera podido contribuir positivamente a la vida del pueblo y no lo ha hecho. Sólo quieren seguir disfrutando de la generosidad de la Mennulara y mandan a Carmela, la más mentecata de los tres, a Correos. Por fortuna, las empleadas y usted, señor Risico, se niegan a satisfacer sus exigencias.

Elvira tomó la mano a Gaspare y la mantuvo apretada, apoyada en su regazo, sin apartar los ojos del presidente.

—No he hablado de Massimo Leone. Créanme, ningún empleador serio, y mucho menos la mafia, lo consideraría digno del cargo más insignificante, no es más que un inútil que habla demasiado. No matará a golpes a Carmela, estoy seguro, porque es un cobarde. Me asombra —y en ese instante miró a la cara al joven Gaspare—, me asombra que una persona inteligente y aguda como usted haya cometido un error que, si me lo permite, habría que definir de garrafal: mitificar a Leone.

Gaspare se limitó a inclinar ligeramente la cabeza, como si hubiera echado ya cuentas y establecido las sumas.

—No tiene nada que ver con la Mennulara, a quien yo conocía bien y a la que apreciaba. Era una mujer tosca y también agresiva, tal vez para hacerse respetar, pero con los niños y con los enfermos sabía ser paciente y delicada. Le diré otra cosa: la Mennulara aborrecía la violencia física. Nunca quiso conocer a Leone porque se decía que, una vez, había utilizado la violencia contra una mujer. —El presidente dejó que la revelación surtiera efecto—. Si no está dispuesto a retirar la denuncia contra Carmela Alfallipe, piense por lo menos en las consecuencias. Acabaría asesinado por la mafia, que protege a Inzerillo, peón de un juego más grande que ella.

Pietro Fatta, llegados a este punto, fue a abrir los ventanales que daban a la terraza e invitó a la pareja a seguirlo.

—En cuanto a los daños al coche —prosiguió—, es justo, por una parte, informar a la policía. Se reciben muchas de esas denuncias contra desconocidos, y la suya formará parte de las estadísticas que usarán todos los partidos, incluido el comunista, señor Risico, para destinar fondos y aumentar el gasto público para combatir la delincuencia, pero que acabarán, a través de canales conocidos y protegidos por el sistema, en los bolsillos de la gente que echa cemento en el utilitario de una joven pareja de empleados y en los de quienes, más ávidos aún, lo han ordenado.

»Usted me cae simpático, señor Risico, y quisiera que viviera muchos años. Olvídese de la familia Alfallipe, de Leone y de Inzerillo y siga con su trabajo: y me refiero no sólo al de funcionario de Correos, sino también a su notorio compromiso político.

El presidente evitó mirar a Gaspare a los ojos, convencido como estaba de que delataría una mirada afectuosa. Apoyó la espalda en la balaustrada, y los tres permanecieron contemplando desganadamente los jazmines trepadores aferrados a las ramas de las glicinas en las piedras del Palazzo.

—Admiro su valor —continuó el presidente Fatta—, yo, que en realidad valeroso no lo soy. No me rebelé ante la rigidez del sistema social en el que nací, ni siquiera intenté persuadir a mis padres para que me dejaran escoger la orientación de los estudios que más adecuada hubiera sido para mí. Me quedé aquí, en la casa de la familia, para encargarme de nuestras propiedades, como hicieron mis antepasados, cumplidor, conformista. Pertenezco a otro mundo y, como usted diría, soy un exponente de la derecha: por mucho que me aflija, no puedo ser otra cosa.

La inminencia de la puesta del sol se sentía ya. El perfume de los jazmines se intensificaba. Una luz rosácea y sensual encendía toda Roccacolomba y acariciaba las sillas y las mesas de hierro colado de la terraza, que dibujaban arabescos de sombras sobre el pavimento de mayólica blanca y azul.

—Verá, señor Risico —dijo Pietro Fatta, volviéndose hacia el conocido panorama que se le abría delante—, creo que un cambio es necesario, y que lo habrá. No se cuando, pero lo habrá. No sé tan siquiera si será el que usted augura. El hecho es que saber quiénes son nuestros enemigos no es asunto sencillo. Mire un momento este pueblo nuestro. El palacio de los príncipes está hecho una ruina ya desde hace años, es una cáscara vacía. Sólo lo advertimos nosotros, desde esta terraza, nadie más. Parece solido e imponente. Hay quien quiere expropiarlo y restaurarlo. Hay quien quiere hacer de él un centro de servicios culturales para la comunidad. En realidad, ya no existe. Su pujanza es prácticamente un espejismo, una ilusión. A veces me pongo a imaginar que desaparece, derrumbándose sobre sí mismo, como la isla Ferdinandea.

Sonrió. Una sonrisa apenas esbozada, casi una mueca.

—Los Leone e Inzerillo no se merecen que malgaste sus energías. Piense en otras cosas, siga sus convicciones pero no se preocupe de gente así.

—Usted también puede hacer mucho —dijo Elvira de un tirón.

—Gracias, señora, no es así. —En ese instante Pietro Fatta se volvió hacia Gaspare Risico—. He aprendido a practicar el arte de lo factible. Lo factible, ¿me entiende? Mi objetivo es una moderada satisfacción que, sin embargo, perdure. Mis nietecitas, las reuniones en la Unión de agricultores y mi despacho. Allí sacio mente y sentidos con los libros. Y aquí, desde mi palco, tengo el privilegio de esta última belleza.

Por la noche, cenando, Elvira comentó:

—Aunque miedo has tenido tú también. Cuando hemos vuelto a casa me he dado cuenta enseguida, no eras mi Gaspare de siempre, éstas son experiencias terribles…, has tenido valor al no dejarte dominar por el pánico, yo no hubiera sido capaz. —Sentía aún el estómago encogido, tenía una vaga sensación de náusea—. Esta mala experiencia la superaremos juntos.

—¿Miedo? Por mí, absolutamente ninguno; por ti, mucho; por nuestros futuros hijos, bastante. Por ti, azucarillo de mi vida, me preocupaba.

Gaspare se estaba recuperando por fin y le hizo la primera caricia del día, un casto pellizco en la mejilla. Elvira sonrió. Se levantó de la mesa y le dio un largo beso con sabor a tomate.