Capítulo 41

El padre Arena tiene una tarde repleta de visitas

El padre Arena había quedado con la señora de Alfallipe en que pasaría a tomar el café después de comer, cuando no hay visitas, para charlar a solas. A las dos de la tarde, puntualísimo, había llamado al timbre del Palazzo Alfallipe. Después de una larga espera, Lilla había abierto la portezuela de una de las jambas del portal, aparentemente sorprendida por su visita. Iba desarreglada, con la ropa cubierta de polvo, despeinada, parecía cansada y descompuesta, y sin tan siquiera invitarle a entrar en la portería le despidió con modales bruscos, diciendo que su madre se había acostado, que no se sentía bien. Estaba claro que la visita no le era grata. Tal había sido la prisa para que se marchara y en cerrarle la puerta en las narices que se le cayó de la mano una carta arrugada y fue a parar a la acera. El padre Arena la recogió, se la metió en el bolsillo y se prometió traerla a la mañana siguiente; reemprendió su camino bajando por el callejón dei Gozzi, que bordeaba el Palazzo Alfallipe, pensando que tenía casi dos horas que llenar, de una forma u otra, antes de acudir a casa Fatta, donde le esperaban a las cuatro.

—Padre Arena, ¿qué hace por la calle a estas horas? ¡Venga, venga a tomar café con nosotros!

El sacerdote aceptó con gratitud la invitación del agrónomo Angelo Masculo, convencido de que pasaría el tiempo agradablemente con aquella buena gente laboriosa y sencilla. Pero las cosas no salieron como había esperado.

Mientras se tomaba el café, el sacerdote escuchó, primero incrédulo, después consternado, el relato de cuanto habían visto y oído los Masculo; hasta consiguieron que se le pasaran las ganas de probar los pastelitos de pasta de almendras que le ofrecía la señora. Cada uno de los Masculo le contaba al padre Arena lo que había visto y oído: se iba formando un cuadro trágico, grotesco e inexplicable. Doña Adriana, según dijeron los cuatro al unísono, había sido mudo testigo de los estragos del despacho de su marido y de la pelea familiar.

Se asomaron juntos a la ventana desde la que los Masculo habían asistido a la escena para verificar la descripción del estudio del abogado, pero las persianas estaban echadas, no había señales de vida en su interior, como si nada hubiera ocurrido. El padre Arena hubiera querido marcharse, pasear solo y pensar, pero no le fue posible: la señora de Masculo tenía necesidad de desahogarse y le pedía consejo sobre cómo comportarse.

El padre Arena notó que el agrónomo y su mujer estaban angustiados, no sabían si debían advertir a algún amigo o pariente de los Alfallipe, siempre que fuera de confianza y discreto, o incluso acercarse ellos mismos para comprobar que la señora de Alfallipe no requería ayuda, o llamar al doctor Mendicò, mientras el hijo y la nuera, por lo demás excelentes personas, probablemente no resistirían la tentación de hablar de los extraordinarios acontecimientos observados desde la ventana.

Albergaba serios temores de que antes de la puesta del sol el pueblo entero estuviera al corriente; en una vana tentativa de salvar la escasa credibilidad y respeto que aún conservaban los Alfallipe en Roccacolomba, el padre Arena les aseguró a los Masculo que iría inmediatamente a informar al presidente Fatta, encareciéndoles que mantuvieran la discreción.

Angelo Masculo acompañó al sacerdote hasta el portal, quería hablarle a solas.

—Padre, quisiera decirle algunas cosas que sólo yo conozco y que me han dado mucho que pensar. En los últimos años de su vida, el abogado Orazio estaba mucho en casa y se pasaba los días en su despacho. De noche, venían determinadas personas en carros, no eran caras conocidas. Se detenían bajo los balcones y esperaban. Después la Mennulara abría una ventana y dejaba caer la cuerda con un cesto colgando, como si estuviera haciendo la compra. Subía unos capachos grandes y pesados llenos de cosas tapadas con sacos, y yo me preguntaba qué habría dentro…, ahora creo que eran cosas robadas por saqueadores de tumbas, las que han roto esta tarde. Quizá hubiera debido hablar de ello con el abogado, disuadirle de esas adquisiciones, tal vez ahora los hijos se sientan amenazados, o se trate de un chantaje y presas del pánico hayan hecho todo añicos.

El sacerdote le tranquilizó, asegurándole que el abogado Orazio era muy cabezota y no hubiera seguido los cautos consejos del agrónomo Masculo; había hecho bien en no decirle nada.

—Otra cosa ocurría entonces, resulta embarazoso hablar de ello —añadió Masculo— y le pido perdón. Nadie de mi familia sabe nada, son buenos chicos pero una palabra se le escapa a cualquiera, y yo no quiero causar daño a la familia Alfallipe, sólo a usted se lo digo, padre. Padezco insomnio y de noche me venía al comedor a leer el periódico para no despertar a mi mujer. En las noches de verano, el abogado dejaba las persianas levantadas y yo me asomaba a escuchar la hermosa música que sonaba siempre, tenía un gramófono maravilloso. Yo juraría que a través de las cortinas blancas entreveía el cuerpo de una mujer, junto a él, en el sofá de delante de la chimenea, con poca ropa encima ¿me entiende? No comprendo cómo conseguía hacerla entrar, con doña Adriana en casa, y sin embargo la veía, siempre la misma, de pelo oscuro y largo, era hermosa; hasta los últimos años de su vida el abogado hizo que viniera a su casa. Me costaba creerle capaz de semejante comportamiento, tal vez ni su padre, que en paz descanse, se hubiera atrevido…, verdad es que incluso de anciano no dejaba de ir al burdel, pero ¡por lo menos no se las llevaba a casa!

La respuesta del padre Arena fue inmediata y contundente:

—Querido Angelo, no podéis afirmarlo. Sólo un sacerdote conoce todas las debilidades y los pecados de la carne de los hombres. Sin traicionar el secreto de confesión, os digo lo siguiente: no me sorprende cuanto me contáis del abogado Orazio; como dice el refrán, Lu piru fa pira, el peral da peras, y de mujeres de esa clase, introducidas a escondidas en las casas particulares, de noche y de día, hay muchas…, por suerte, escándalos en el pueblo no se dan y lo que habéis visto no es algo extraordinario ni sorprendente en casa Alfallipe. Eso y más aprenden los sacerdotes en el confesonario, descansen en paz las almas del abogado Gianni y de su hijo Orazio. Hacéis bien en callar, si las voces llegaran hasta doña Adriana la afligirían mucho. Por no hablar de la Mennulara, si estuviera viva, quedaría trastornada, con la importancia que le daba a la reputación de los Alfallipe. Ya se lo mencionaré al presidente Fatta, sin citar nombres, y olvidaos de que teníais insomnio.

El padre Arena se escabulló, dejando a Angelo Masculo satisfecho de haber confiado al cura sus preocupaciones, sin hacer alusión a ciertas dudas sobre la identidad de la mujer entrevista en el despacho del abogado, que le habrían dejado en ridículo. Se avergonzaba de sus malos pensamientos, pobre Mennulara, le pedía perdón por haberla acusado de tales barrabasadas. El cura tenía razón: a los Alfallipe, al padre y al hijo, les gustaban las putas, ¡y quién sabe si el abogado Orazio llegaba al extremo de hacer que la pobre Mennulara le llevara una al despacho!

Subió a casa y le dijo a su mujer:

—Maria, dos cosas te digo, y recuérdalas bien: ¡los Alfallipe no apreciarán jamás los sacrificios de esa fiel sierva que era la Mennulara y los tragos amargos que le han hecho pasar, y el padre Arena se vuelve cada día más sabio al envejecer!

Entretanto, el padre Arena caminaba sin meta por las callejas del pueblo, casi desiertas a esas horas, turbado y consternado. No se sentía bien, el fulgor deslumbrante del sol se alternaba con la sombra de los edificios, la cabeza le daba vueltas. Se topó con el doctor Mendicò, que volvía de una visita urgente, quien lo invitó a su casa: el padre Arena aceptó y lo siguió como un corderillo por las escalinatas del pueblo, en silencio, en un estado de profundo abatimiento.

Sentados en la sala de estar de casa Mendicò, saborearon juntos un licorcito; poco a poco, el sacerdote se fue reponiendo y los dos hombres hablaron largo y tendido.

Al padre Arena le resultó fácil contarle al doctor sus preocupaciones por los Alfallipe. Eran, en cierto sentido, colegas, uno curaba las almas y el otro los cuerpos, y a menudo se habían encontrado juntos, absortos en sus respectivas tareas, en la cabecera de los moribundos. Conocían los secretos del pueblo, ambos, pese a no haber hablado nunca de ello. Ahora, en su afán por llegar a la verdad en el asunto de los Alfallipe y la Mennulara, hablaban deprisa y con pasión, completando cabos sueltos de la historia que se desarrollaba ante sus ojos, en la tranquilizadora penumbra del salón de casa Mendicò.

El doctor había dado una clara interpretación a cuanto contaba Masculo: la Mennulara recibía objetos robados de saqueadores, sin duda cumplía órdenes de Orazio, ávido coleccionista.

—Orazio era caprichoso y no se andaba por las ramas cuando quería algo. Habrá utilizado a la Mennulara como intermediaria para la adquisición de restos arqueológicos, hay muchos que lo hacen, sobre todo desde que los de Bellas Artes iniciaran las excavaciones en la zona de Casale. No creo que tuviera muchas cosas, ni de valor, habría ido presumiendo de ello por ahí. Pero no entiendo por qué los hijos habrán querido destruirlas…, había muchas cosas en su despacho, algunas incluso bonitas. En cuanto a las mujeres, a diferencia de su padre, no le interesaban de ese tipo, sólo las casadas le gustaban, por lo que no consigo imaginarme quién podía ir a su casa de noche. ¿Usted qué cree?

Al padre Arena, ante aquellas palabras, le faltó poco para sentirse mal otra vez. Permaneció en silencio.

El doctor, olvidándose de la presencia del cura, volvió la mirada hacia el balcón y siguió los movimientos de los bordados de la cortina de lino, que revoloteaba al viento; después murmuró en voz muy baja:

—A menos que esa mujer no fuera…

—La Mennulara —completó la frase el padre Arena, susurrando él también, como si estuviera recitando una penitencia.

—Ya —dijo el médico, con los ojos fijos en el helecho colocado delante de las cortinas, hablando aún para sí mismo—. La Mennulara…, después de tantos años, me sorprendería.

—A mí no, no me sorprende —masculló el cura.

Ante estas palabras, el doctor Mendicò se sobresaltó, se enderezó en el sillón, apoyó las manos en los reposabrazos y fijó la mirada en la cara del padre Arena, como si no se esperara encontrárselo delante, hundido en el sillón al lado del suyo. Se pasó el pañuelo por la frente sudada, varias veces. Las palabras del cura lo habían turbado, ahora era él quien se sentía a punto de perder el sentido, un torbellino de pensamientos enmarañados le bullía en la cabeza.

—Doctor, ¿va todo bien? —le preguntó el padre Arena, bastante aturdido él también.

—Sí, gracias, es que ya soy viejo y ciertas cosas las comprendo con lentitud, el cerebro ya no me funciona como antes —contestó el médico, y añadió con tono solemne, recalcando las palabras—: La Mennulara nunca deja de sorprenderme.

Volvió a mirar hacia fuera, la cortina se había levantado y el médico pudo ver más allá de las plantas del balcón, por encima de la barandilla de hierro forjado, hasta los tejados de las casas y las montañas. Miró fijamente el cielo casi blanco bajo el resplandor del intenso sol de otoño.

—Hábleme, doctor, haga como si estuviera en el confesonario —se aventuró a decir el padre Arena, balbuciendo. Sentía que tenía delante de él a un alma en pena, como la suya.

—No, es un tema demasiado penoso —iba repitiendo el doctor. Después volvió a mirar al cura y le hizo una pregunta—: Olvidémonos de los sacramentos y recordemos que somos hombres: si le hablo de una hipótesis que conlleva un delito, tal vez dos, ¿sabrá mantener el secreto?

—¡Si se trata de la Mennulara, naturalmente que sí! —fue la rápida respuesta.

Con ciertas dificultades al principio, el doctor Mendicò volvió a hablar, ya no sudaba, parecía tranquilo:

—Bueno, ya sabe usted que Orazio Alfallipe, al igual que la Mennulara, tenía un tumor. Hubiera muerto pronto, en todo caso. Tenía miedo de sufrir. Yo no conseguía evitarle el dolor físico, la morfina tiene sus límites, habría sufrido mucho, una larga y penosísima agonía si no hubiera muerto, como ocurrió, en mi opinión, asesinado. No tengo pruebas, sólo una autopsia podría demostrarlo, pero hay que descartar que vaya a realizarse ninguna jamás. —Miró a los ojos del cura y siguió hablando—. El día que murió Orazio, la Mennulara estaba en el campo, una coartada perfecta. Era ella la que le hacía de enfermera, yo había puesto a su disposición ampollas de morfina y otras sustancias que pueden ser letales si se dosifican mal. Ella era consciente, y yo me fiaba totalmente de la Mennulara. Se trata de un homicidio, también se le llama eutanasia, en nuestros días. —Bebió un sorbo de agua y continuó—: No lo pensé, en aquel momento, créame, doña Adriana sufrió una crisis histérica, y tuve que atenderla, y además nunca me hubiera imaginado que la devoción de la Mennulara por Orazio Alfallipe llegara hasta el extremo de matarlo. Una criada devota no llega a tanto. Pero una mujer enamorada y correspondida por su amado podría incluso matar al hombre que quiere. —Se incorporó en el sillón y preguntó—: Padre Arena, ¿cree usted que la Mennulara amaba a Orazio Alfallipe?

—No lo sé. Si usted se refiere a «Amor», y no a lujuria juvenil, doctor, no lo sé realmente. En los últimos años de la vida del abogado, ella se pasaba el día encerrada en casa de los Alfallipe, nos veíamos poco y de pasada. —El padre Arena hizo una pausa, reflexionaba. Volvió a hablar, con palabras balbucientes—. Pero en el caso de que lo hubiera amado, habría sido capaz de matarlo, sin culpa ni remordimientos.

—Tengo otra pregunta que hacerle, padre —añadió el doctor—, ¿y si le dijera que se suicidó envenenándose con pasteles preparados por ella misma a base de almendras amargas?

—No me sorprendería, no quería ser una carga para la señora de Alfallipe y temía que su enfermedad se agravara repentinamente. Me había dicho que estaba preparada para morir, había cumplido con su deber hacia los muertos y hacia los vivos. No era creyente, ¿lo sabía?

El doctor Mendicò cerró los párpados y asintió, tomó la botella de licor y llenó nuevamente los vasos. Permanecieron juntos en silencio, cada uno inmerso en sus propios pensamientos, bebiendo el licor de color amaranto. El viento se había calmado. Contemplaron el haz de luz que, a través de los orificios de la cortina bordada, invadía la habitación, cortando la penumbra hasta dar contra el suelo. Prisioneras en aquel tubo de luminosidad, palpitaban y danzaban partículas de polvo en movimiento perpetuo. Una somnolienta sensación de paz descendió lentamente sobre el doctor Mendicò y sobre el padre Arena.

Así se los encontró la señora Di Prima, la hermana del doctor, que había entrado a saludar al sacerdote y a charlar. Por el pueblo ya corrían voces sobre la terrible discusión entre los hermanos Alfallipe, debida al parecer a cuestiones de dinero y herencia: el misterio sobre la Mennulara se enredaba cada vez más. La señora Di Prima se quedó desconcertada ante la reacción de ambos: dijeron casi al unísono, con tono levemente divertido, que no había misterios acerca de la Mennulara, que en paz descanse.

—¿Que no hay misterios? ¿Es que queréis que maten a alguien? —preguntó irritada.

—¡Un muerto no, por Dios! —contestó el doctor, e hizo un guiño al cura.

Sintiendo que se avecinaba una discusión entre los hermanos, el padre Arena se levantó para despedirse: llegaba tarde a la cita con Pietro Fatta. El doctor lo acompañó a la puerta: quedaron en que volverían a verse para seguir hablando, y el doctor, guiñando un ojo, dijo:

—Recuérdelo, padre, ¡no hay dos sin tres!

Las últimas horas habían sido tan agitadas que Pietro Fatta se olvidó de la anunciada visita del padre Arena. La señora de Fatta recibió al cura en el saloncito y se disculpó por el retraso de su marido, que había recibido una visita inesperada. Margherita Fatta estaba en ascuas, acababa de hablar por teléfono con su prima Adriana, desconsolada por la enésima adversidad que habían sufrido sus hijos: se les había caído encima una estantería del despacho. El padre Arena la escuchó comprensivo y se confortaron poniéndose al día el uno al otro.

Pietro Fatta se reunió por fin con ellos, y explicó que su retraso se debía a una cuestión relacionada con los Alfallipe. Pidió al sacerdote que le esperara media hora más. Sorprendido por su propia audacia, el padre Arena se negó.

—Quisiera hablarle, presidente, durante un par de minutos, a solas.

Margherita salió de la habitación con una excusa para dejarlos solos. Pietro Fatta hablaba deprisa, trasluciendo cierto resquemor por la petición del cura.

—En Correos trabaja un tal Risico, un comunista. Está casado con la dependienta de la librería Pecorilla, a la que quizá conozca. Pues bien, este Risico ha averiguado que el veinticinco de cada mes la Mennulara recibía dinero de un banco suizo que cuenta entre sus clientes a ciertos mafiosos importantes, y ha construido una teoría: que existía nada menos que una alianza secreta entre Massimo Leone y la Mennulara, bajo la égida de la mafia. El tal Risico se ha encontrado el motor de su Fiat Seiscientos destruido bajo una capa de cemento. Ni él ni el pusilánime del director de Correos saben a qué santo encomendarse.

Ante aquellas palabras, el padre Arena no fue capaz de contener una sonrisa irónica: tal vez contuvieran una profunda verdad.

—Me dice el director que Risico quiere involucrar a la policía, denunciar a Carmela por una serie de delitos cometidos en Correos, que incluso habla de bandas mafiosas, tráfico de droga, armas, en resumen, que desvaría, y me lo ha mandado a casa para que intente convencerle de que cambie de idea. Está en mi despacho ahora, con su mujer. No sé cómo aplacarlo y convencerle de que se esté callado, para los hijos de Orazio sería un desastre. Y para él también —añadió el presidente con preocupación.

El padre Arena le contó brevemente cuanto habían visto los Masculo y la sospecha de que el abogado Alfallipe pudiera haber adquirido restos arqueológicos sustraídos de tumbas o excavaciones. ¿Estaría la Mennulara involucrada de alguna forma en un tráfico de objetos antiguos y eso explicaría su relación con un banco suizo?

—Yo lo excluiría, me habría enterado: era íntimo amigo de Orazio y no habría sido capaz de ocultármelo. Sé que tenía trapicheos con algunos campesinos, adquiría restos de ésos que se encuentran en los campos, cuando el azadón topa con la losa de una tumba; quizá se relacionara también con algún saqueador de tumbas, pero no creo que hubiera un contrabando organizado. Me consta que la Mennulara le ayudaba a catalogar los restos, y me pedía que le escribiera cartas, en general para el Museo regional, con el fin de identificarlos. Con todo, sería una explicación plausible, y tal vez aceptable para Risico.

El padre Arena se acordó de la carta que se le había caído a Lilla y se la dio a Pietro. Ya estaba, había realizado una segunda acción de la que debería avergonzarse, tal vez incluso confesarse, y en ambas ocasiones por proteger a la Mennulara, pero el buen Dios le perdonaría por el afecto que sentía por ella, estaba seguro.

Pietro la leyó y se la devolvió.

—Esto explica muchas cosas pero no todas. La Mennulara habrá comprado falsificaciones, creyendo que eran auténticas. Orazio la usaba como testaferro y en sus contactos directos con cierta gente en los límites de la criminalidad, casi siempre saqueadores de tumbas. Siento tener que admitirlo. Los hijos de Orazio tienen necesidad de dinero líquido y habrán pensado en vender algunas piezas de la colección y, sensatamente, han encargado que se las valoren. Desilusionadas sus esperanzas, las han destruido y se habrán peleado, ¿no cree usted?

Dicho esto, Pietro Fatta volvió junto a los cónyuges Risico.

Con el padre Arena se reunió de inmediato Margherita Fatta: la baronesa Ceffalia la había telefoneado para contarle todos los detalles de la furibunda pelea entre los jóvenes Alfallipe. Valiente historia la de la estantería caída. El padre Arena estaba exhausto, no se sentía capaz de consolar a la señora ni de escucharla. Se le ocurrió recurrir a un truco que funcionaba siempre: le sugirió rezar juntos el rosario.

Margherita Fatta se dispuso a ello con diligencia y alivio; el padre Arena recitaba los padrenuestros y los avemarías con inusual lentitud, largas pausas, balbuceos incluso, repetidos y alargados a propósito, para hacer que durara lo más posible. Así se los encontró Pietro Fatta cuando se reunió con ellos después de despedirse de los Risico: Margherita arrodillada sobre un cojín, con los ojos fijos en la imagen de la Virgen de encima de una cómoda, y el padre Arena sentado en el sillón, con la mirada ora inquieta, ora perdida en el vacío. Estaban todos cansados y decidieron de común acuerdo poner fin a la visita. Esta vez el padre Arena aceptó con mucho gusto la invitación a comer de Pietro Fatta para el día siguiente.