Capítulo 40

La familia Masculo se come la pasta pasada

En casa de los Masculo nadie se quejó por haber comido la pasta pasada y el segundo plato frío aquel lunes 30 de septiembre. El agrónomo Angelo Masculo era ahijado del difunto abogado Ciccio Alfallipe, quien le había ayudado a comprarse una casa al lado de su mansión, frente a los balcones de su despacho. La familia Masculo entera había correspondido a los Alfallipe con gratitud y discreción. No habían tomado parte en los chismorreos recientes y vivían ocupándose de sus propios asuntos, padres, hijos y nietos.

Aquel día, sin embargo, no pudieron dejar de ser espectadores de las querellas ajenas. Permanecieron todos de pie, detrás de los visillos de la ventana del comedor, mirando y oyendo el jaleo que se había formado en casa de los Alfallipe.

Lilla había ido directamente al despacho, había abierto de par en par las persianas para que entrara un poco de aire fresco y para ver mejor. Quitó los adornos del piano de cola para colocar encima las vasijas: era la mejor posición para admirarlas. Anticipaba el placer de abrir las cajas, una a una, segura de que sería capaz de convencer a los demás para que se las dieran: bastaba con que tuviera paciencia y no lo pidiera demasiado pronto.

Había abierto dos cajas. Dentro había dos magníficas ánforas, negras y relucientes, con figuras rojas detalladas y elegantes, y hojas, que decoraban el borde, delicadas y perfectas. Abrió otras dos y se maravilló de nuevo: otras dos ánforas semejantes a las primeras, no cabía duda, una colección importantísima. Apartó los visillos de encaje para tener aún más luz, y se quedó contemplándolas complacida.

Cuando oyó un vocerío confuso que provenía de la escalera interior pensó enseguida que la madre se había caído o, todavía peor, que Massimo y Gianni habían dejado que se les escapara de las manos una caja, rompiendo su contenido. Bajó a la carrera. Al llegar al garaje, lo comprendió todo. Profundamente molesta por la escena de Massimo, quiso marcharse. Tomó una caja y se la llevó al piso de arriba y Gianni la imitó.

Por irónico que parezca, transportaron las cajas con la misma cautela empleada con las demás, pese a saber ya que las vasijas no tenían valor alguno, pero las depositó sobre la mesa del centro del vestíbulo en vez de llevárselas al despacho. Su madre y Carmela se reunieron con ellos. Carmela se había arrojado sobre el enorme sofá de delante de la chimenea, llorando y pidiendo socorro, Massimo la mataría por esta última burla de la Mennulara. La madre estaba sentada a sus pies, la acariciaba distraídamente, repitiendo que no comprendía nada, debían de haberse equivocado en el museo, o alguien había estafado a la Mennulara.

Gianni y Lilla, de pie, leían la carta disgustados: no sólo confirmaba de manera inequívoca la falsificación, sino que autorizaba la venta y la exportación de las copias, en cuanto tales.

—Qué ironía —dijo el profesor—, nos permiten exportar estas falsificaciones.

Lilla no contestó, estaba lívida.

—¿Dónde las has encontrado? —le preguntó su hermano, y ella le indicó la balda con un gesto cansado—. Quién sabe si habrá más, veamos.

Se acercó a la larga pared recubierta de libros. Carmela se había levantado y se acercó.

—Esa loca, tras la muerte de papá, se habrá puesto a gastarse nuestro dinero comprando vasijas falsas…, no entendía nada, mira, quién sabe cuántas más habrá aquí; ella creía realizar una buena inversión y, en cambio, son todas falsas —decía, y mientras tanto abría las puertas inferiores de la librería, sin molestarse en volver a cerrarlas, sacaba de allí cajas que contenían más cerámica, objetos de todas clases, mayólica de Caltagirone, una enorme cantidad de cosas.

Presa del frenesí, Carmela lo abría todo, incluso los cajones del monetario y los de la mesa de estudio, tiraba por los aires papeles, objetos, envoltorios, los amontonaba sobre mesas, baldas, suelo y sillas. Lilla la observaba, de pie, pero después se unió a la insensata actividad de su hermana, como si le hiciera falta descargar las energías que bullían en su interior.

Así se las encontró Massimo: como si fueran dos furias; tras haber vaciado los estantes inferiores, dejando las puertas de par en par, las hermanas Alfallipe arremetieron contra la librería: vaciaban las baldas tirando los libros al suelo para descubrir más repisas secretas, llenas de vasijas, algunas parecidas a las falsas, otras distintas, y además vasos lacrimatorios, candiles, figurillas, platos, adornos, todo en perfecto orden y catalogado.

Gianni se mantenía apartado, de pie junto a su madre. Las miraba atónito.

Massimo permaneció también de pie, sin decir palabra, observándolas. Localizó las falsas: estaban aún sobre el piano y eran hermosísimas.

—Esas porquerías son las vasijas que esa puta consideraba su fortuna y la de los Alfallipe —exclamó Massimo—, unos imbéciles es lo que sois vosotros y una desvergonzada esa zorra. Se ha dejado engañar por un montón de falsificadores, dilapidando nuestro patrimonio. Durante diez años me habéis tomado por bobo, os creéis mejores que los demás y en cambio sois unos cretinos. ¡¿Pero por qué narices quise entrar en esta familia de deficientes?! Os merecéis que os conozcan como tales en toda Sicilia… La esquela la habéis publicado en el periódico; y bobo yo también, por seguiros.

Agarró una estatuilla de bronce de la mesilla de al lado y la tiró al suelo, después dejó caer un par de ceniceros y un jarroncito, y se quedó de pie, exhausto y sorprendido por su propia audacia.

La reacción a su gesto fue desproporcionada y no dejó de maravillar a los habitantes del pueblo, a quienes la familia Masculo, rompiendo su reserva, proporcionó un resumen detalladísimo. Lilla estaba concentrada en rebuscar en una balda. Al oír el estrépito causado por la estatuilla, se levantó y rapidísima se abalanzó sobre el piano, tomó una de las vasijas y la dejó caer delante de ella, manteniéndola a distancia de los pies. La vasija se hizo añicos. Tomó otra y la dejó caer sobre la primera. Carmela la imitó, e incluso Gianni se unió a sus hermanas en aquella orgía destructiva y catártica.

El ruido de la loza rota se mezclaba con las invectivas que Massimo regurgitaba contra todos, pero en especial contra la Mennulara. Los demás empezaron también a gritar obscenidades contra ella en un vocerío infernal. Como una Erinia, Lilla se subió a la escalerilla de la librería y empezó a sacar los libros antiguos del padre: se puso a arrojarlos al suelo, y al caer se desencuadernaban con los lomos destrozados. Abrió otros compartimentos secretos, repletos de vasijas grandes, y éstas también acababan en el suelo hechas pedazos.

Gianni se le había acercado. Lilla le alcanzó una vasija, parecida a las del piano, y dijo:

—Conque experta y amante del arte… mira ésta, es otra falsificación, una copia de una de las que hemos llevado al museo.

Gianni la cogió en las manos y murmuró:

—Mennù nos odiaba mucho, más aún, muchísimo. Eso lo explica todo…

Tenía los ojos llenos de lágrimas, con esfuerzo controló los sollozos que le humedecían la garganta y dejó caer la vasija al suelo. Lloraba sin compostura, de pie junto a la escalera, cogía y rompía todo lo que Lilla le alcanzaba, haciendo añicos la colección entera del padre.

El grito de Carmela hizo que se dieran la vuelta. Massimo la aferraba por el cuello, sacudiéndola como si fuera una marioneta y gritándole groserías. Gianni corrió a salvar a su hermana, y los dos hombres llegaron a las manos. Massimo se llevó la peor parte, un mordisco en el brazo; Gianni quedó con las piernas y los brazos cubiertos de moratones. En aquel instante, el padre Arena llamó a la puerta.