El señor Paolino Annunziata está presente, por decirlo de algún modo, en la llegada de las vasijas a casa de los Alfallipe
Hacia mediodía, Lilla telefoneó a su hermana. Estaban en un bar a mitad de camino, le dijo que llegarían a la una como muy tarde, que Massimo estuviera delante del garaje para descargar las vasijas del automóvil lejos de las miradas de los curiosos. Insistió en que se ocupara de que Santa no estuviera en casa.
El señor Paolino Annunziata vivía, como ya se ha dicho, en los dos cuartuchos adyacentes al garaje del Palazzo Alfallipe, en otros tiempos vivienda del cochero. Era un día fresco de finales de septiembre y sus dolores reumáticos se habían agudizado en las rodillas. Estaba sentado en un viejo sillón, con una manta sobre las piernas. La olla con la sopa hervía alegremente invadiendo la habitación de un grato y cálido vapor, que olía a col fresca, patatas, cebollas y tomate. El apetito del señor Paolino se veía estimulado por aquellos aromas: calculaba para sus adentros que al cabo de una media hora la señora Mimma pondría la mesa para la comida.
Un gran estruendo acompañado por blasfemias, junto a la puerta de casa, interrumpió sus pensamientos. Llamó a su mujer y se mantuvieron a la escucha, era la voz de Massimo Leone; probablemente estaba intentando abrir la puerta del garaje, que desde que el señor Paolino tenía memoria siempre había sido difícil de abrir. Su antiguo sentido del deber lo impulsó a arrojar la manta, levantarse a toda prisa maldiciendo en silencio a la vejez que le había reducido a tal estado y salir a la calle para ver lo que pasaba y ofrecer su ayuda.
Massimo Leone se afanaba delante de la puerta del garaje. Sacudía las manillas, pateaba las portezuelas, daba puñetazos a la cerradura, movía la llave de hierro a izquierda y derecha, la empujaba dentro como un destornillador, se apoyaba contra los ejes de madera que reforzaban la parte baja, en resumen, que parecía un auténtico condenado. Fingió no conocer al señor Paolino y rechazó su ofrecimiento de ayuda. El señor Paolino, impertérrito, le repitió el método para abrir la cerradura, pero sus consejos no fueron bien recibidos. Massimo Leone le sugirió, a su vez, que se volviera a casa a tomarse la sopita y que se ocupara de sus propios asuntos.
—El caso es que la puerta se abrió después de unos cuantos empujones más —contaría más tarde el señor Paolino a su cuñado, el señor Vito Militello, en la portería del Palazzo Ceffalia—, y ése me trató tan mal que me sentí en la obligación de comprobar qué más estaba tramando en el garaje de casa Alfallipe, por respeto a la memoria del abogado Orazio.
Así, la indiscreta curiosidad del señor Paolino Annunziata quedó camuflada como lealtad de un antiguo empleado para justificar su comportamiento aquella fatídica tarde.
En casa Annunziata se vivía en armonía porque marido y mujer pensaban de la misma manera y después de tantos años de matrimonio no les hacía falta hablar, se entendían incluso sin mirarse a la cara. En cuanto el señor Paolino le refirió a la señora Mimma el comportamiento ofensivo de Massimo Leone, la pareja pasó a la acción sin intercambiar una palabra siquiera. La señora Mimma aferró la cestita de los remiendos, apagó el fuego de debajo de la olla y comunicó a su marido que permanecería sentada a la puerta de casa cosiendo hasta bien entrada la noche, si era necesario; controlaría cualquier automóvil que pasara por delante de casa. El señor Paolino podía abandonar toda esperanza de tomarse la sopa caliente a mediodía, porque ella, de allí, no pensaba moverse.
El señor Paolino se puso de inmediato manos a la obra. Apartó sillas y mesita de la pared adyacente a la del garaje, quitó el cuadro de la Virgen de las Lágrimas de Siracusa, de cuyo grueso corazón manaban gotas de sangre, y pasó delicadamente la mano por el revoque donde antes estaba colgado el cuadro. Había, en la pared, un pequeño orificio, con una lente dentro: una rudimentaria mirilla para observar el interior del garaje. Era ése un sistema ideado por el cochero que le había precedido para tener siempre a la vista las carrozas, los caballos y al mozo que dormía al lado del pesebre, antes de que la cochera se transformara en garaje para el automóvil del amo.
El señor Paolino la había mantenido abierta y en buen estado, como sistema antirrobo, aunque robos no hubiera muchos en Roccacolomba Alta…, pero nunca se sabía, ante el mínimo ruido en el garaje él estaba siempre alerta, observando. Ladrones no había visto nunca, pero por aquel agujero, años atrás, con su mujer había asistido a determinados encuentros entre el abogado Gianni y la cocinera Pina Vassallo que hacían temblar las carnes: ambos pasaban de los cuarenta, pero menudo ritmo, casi habían estropeado el capó del coche de cómo le daban. Ahora el señor Paolino se preguntaba qué más vería en aquel garaje, mientras con calma se preparaba lo necesario para organizarse bien y permanecer observando durante el tiempo que fuera menester. Se preparó una silla cómoda subiéndole el asiento con cojines y mantas, se puso al lado una caja de madera como reposapiés, se llenó un vaso de agua fresca y lo dejó cerca de la silla junto a un trozo de pan y de queso, por si le entraba hambre, y después se colocó en posición, con el ojo derecho pegado a la mirilla, la nariz casi aplastada contra el revoque desconchado de la pared, el bastón al alcance de la mano.
Massimo se había encerrado en el garaje con las portezuelas entreabiertas. En cuanto oía el ruido de un automóvil por la calle, lo que no ocurría con frecuencia en aquel callejón, asomaba la cabeza y miraba a derecha e izquierda, observado por los ojos alertados de la señora Mimma, que remendaba una gran cesta de ropa y no hacía ademán de entrar en casa. Massimo decidió ser discreto y permanecer en el garaje, apoyado en la puerta, aguzando el oído.
El señor Paolino, que lo veía desde dentro de casa, se congratuló de la idea de su mujer: «Muy bien, Mimma, le has metido miedo a Massimo Leone con cuatro trapos viejos para remendar».
El coche de Gianni anunció su llegada con estrépito. Massimo abrió a toda prisa la puerta y el vehículo entró lentamente. La señora Mimma se escabulló hacia casa, con la costura y la aguja aún en la mano para hacerle una señal al marido, aunque éste no la necesitaba porque estaba en el puesto de observación, con el ojo pegado a la mirilla.
Los acontecimientos que siguieron los relató así el señor Paolino a sus cuñados, el señor Vito y la señora Enza Militello, aquella noche, durante la cena:
—Apenas entró el coche, Massimo Leone se abalanzó sobre el maletero intentando abrirlo, tiraba de la manilla, la giraba como si quisiera arrancarla, y gritaba: «Abre, abre». Mientras tanto, el profesor Gianni y doña Lilla bajaron del coche con toda calma, como si lo hicieran aposta para exasperarle. El profesor le clavó una mirada como las que lanzaba doña Lilla, la vieja, y dijo: «No hay prisa, no nos estamos escapando con el tesoro, si sigues golpeando así, las sacudirás y acabarán hechas añicos». El otro blasfemó, se echo a un lado y les dejó espacio para que abrieran el maletero y las portezuelas de atrás. Entretanto, dona Adriana y doña Carmela habían bajado por las escaleras interiores, que llevan a la garita de la portería y hacían cientos de preguntas en la antecocina: «¿Qué os ha dicho? ¿Están todas enteras? ¿Habéis tenido cuidado durante el viaje?». El profesor dijo: «Tengo el sobre en el bolsillo, lo leeremos más tarde». Y ellas se callaron.
»Se pusieron todos manos a la obra, organizando un buen jaleo. Había cuatro gruesas cajas apiladas en el maletero y otras cuatro sobre los asientos posteriores, ocultas bajo unas mantas Los hombres cargaron con ellas, una a una, y se las llevaron al interior de la casa. Las trataban como si fueran delicadísimas. Me parecían pesadas, por las muecas que hacían al levantarlas. En resumen, era como si hubiera algún tesoro en aquellas cajas. Dona Lilla dijo que subiría a abrirlas con cuidado, las otras mujeres se quedaron en el garaje mirando.
»En un momento dado, doña Adriana exclamó contenta: "Mennù siempre piensa en nosotros, ¡ahora seréis recompensados!". A lo que la hija le contestó: "Cállate, mama, todavía no hemos leído la valoración, subamos al despacho"»; pero no se movieron.
»Quedaban las dos últimas cajas. El profesor se dirigía hacia el maletero, cuando su hermana Carmela y su cuñado, sin tan siquiera un signo de complicidad, le cerraron el paso, poniéndose delante de él, una auténtica emboscada. Massimo Leone le dijo: "Abre el sobre, ahora, vamos". Estaba completamente sudado y su expresión amenazadora daba miedo. Su mujer, derecha junto a él, parecía su lugarteniente. Doña Adriana se puso a gritar: "No os peleéis, que se van a romper, que se van a romper" y se tapo la cara con las manos.
»El profesor se había enfadado de verdad, no se dignó mirar ni una sola vez a su cuñado. Y ordenó a su hermana que le dijera a su marido que se quitara de enmedio, que eran cosas de los Alfallipe y que aquella actitud no le gustaba; entonces hizo ademán de apartarlo. Massimo Leone le dio un empujón y gritó: "¡Léela, desgraciado!"; hasta yo me asusté, qué mala bestia es ese tío. El profesor enmudeció, se puso rígido y sacó del bolsillo de los pantalones un sobre, lo abrió y salió un papel que leyó para sí. Después dijo: "Son falsas". Pálido estaba, y palidísimo se puso, y después fue el acabose. Doña Carmela se puso a despotricar contra la Mennulara, pero ¿qué tendría que ver con aquello la pobre difunta?, que si ladrona, que si estafadora, que si ignorante, la acusaba de todo, estaba como loca, y los demás se quedaron mirándola, como estatuas. En resumen, que era un cinematógrafo.
—¿No te cansabas, ahí sentado, mirando por ese agujero? —preguntó la señora Enza a su cuñado. Le contestó su hermana:
—Todo lo quería ver, no había manera de que se separara de la pared…; yo también quería mirar en el garaje, pero no me lo consintió, de lo mucho que le gustaba, y el dolor en los huesos ni lo sentía.
—Espera, que lo mejor viene ahora —dijo el señor Paolino—. Massimo Leone había cogido el papel en las manos y se lo leyó, después levantó los ojos y los dejó vagar por el garaje, como si le hubiera entrado en el cuerpo un fantasma. Se le habían agrandado, parecían ojos de pulpo, era como si estuvieran a punto de saltársele de las cuencas. Sin decir una palabra, empezó a darse puñetazos en la cabeza, pero fuertes, que se oía el ruido de los golpes, y él seguía, completamente mudo. Los demás le decían que parara, pero nadie tenía el valor de acercarse a aquel demonio, que ahora había empezado a blasfemar contra la Mennulara, mientras seguía dándose puñetazos, primero en la cabeza, después en el cuello, y abajo, en el pecho.
»De repente, doña Adriana le gritó: "Para, que te vas a hacer daño". Él la miró y contestó: "No puedo darle una paliza a mi mujer, que es la causa de todos mis males, pero contra mí mismo puedo hacer lo que quiera". Y siguió dándose puñetazos como un loco; las mujeres se pusieron a gritar contra la Mennulara, el profesor se acercó a su madre, mudo, yo creo que tenía miedo de que su cuñado la tomara con él, y permanecía callado. Doña Lilla, entretanto, había bajado, supongo que habría oído aquel estruendo, y también se unió a las maldiciones contra la pobre Mennulara, era el acabose. Después, ella y su hermano cogieron las cajas que quedaban y los Alfallipe se fueron, dejando solo en el garaje a Massimo Leone, que seguía dándose golpes, tenía ya todo el cuerpo tumefacto. Al final le dio una buena patada al coche de su cuñado y se marchó a grandes zancadas, quién sabe lo que pasaría arriba…
—¿Y después? —preguntó la señora Enza. Le contestó otra vez su hermana:
—¿Y cómo quieres que lo sepamos?, por las voces que se oían parecía que se estaban matando entre ellos, había ruidos de cosas que se rompían, pero no se entendía bien. Nosotros nos quedamos dentro, las voces venían del otro lado del edificio, nos parecía mal salir. Si quieres saber lo que ha pasado, que te lo cuenten otros, esta historia no acaba hasta que todo el pueblo la sepa.
Y siguió comiéndose con gusto la verdura hervida, su primera comida caliente del día.
—Me pregunto qué podría haber dentro de esas cajas. Paolino, ¿a ti qué te parece? —La señora Enza quería saber más.
—Sólo Dios lo sabe, y por qué la habrán tomado con la Mennulara… con lo bien que hablaban ayer todos de ella. Tengo que pensarlo.
El señor Paolino mojó un enorme trozo de pan en el caldo de la verdura, después se lo metió en la boca y empezó a masticarlo lentamente, saboreándolo en silencio.