Las vasijas regresan a Roccacolomba
A mediodía del lunes 30 de septiembre, Gianni y Lilla viajaban de vuelta a Roccacolomba. Bien colocadas en el maletero y en el asiento posterior del automóvil, estaban las ocho cajas con las vasijas griegas, que acababan de retirar del museo. Habían quedado de acuerdo en que abrirían el sobre que contenía el certificado de autenticidad en casa Alfallipe, en presencia de Carmela y Massimo, así como de la madre.
Lilla había vuelto precipitadamente de Roma en cuanto le llegó la noticia de que tenían el certificado y estaba de buen humor. Le contaba a Gianni, que había ido a recogerla a la estación, el encuentro con Gerlando Mancuso.
—¿Sabes?, tal vez hayamos juzgado mal a Mennù. Nos quería mucho, era una mujer previsora, que crió muy bien a sus sobrinos. En cuanto a las vasijas, es increíble que aprendiera tanto sobre arte griego; papá la enseñaría, sin duda, pero eso también me sorprende, no pensaba que fuera un experto de tal calibre, francamente. —Gianni asentía. Lilla añadió—: No consigo imaginarme a papá y a Mennù juntos en el despacho leyendo, investigando, catalogando restos… eran tan distintos. Papá, con todos sus defectos, no dejaba de ser un hombre distinguido y culto, incluso algo esnob, mientras que ella, pobre Mennù, era vulgar, carecía de elegancia en el hablar, en el vestir, en todo.
—No sé si estar de acuerdo —intervino Gianni—, después de su primer encuentro, Anna me dijo una cosa acerca de ella que se me ha quedado grabada: «Tiene un bonito cuerpo y un rostro interesante, podría pasar por una mujer bella si se cuidase un poco más, pero no sabe por dónde empezar».
Lilla sonrió pero no quiso responder. Todo lo que decía Anna era oro en paño para Gianni, que adoraba a su mujer y se sometía a ella, exactamente al contrario que su padre.
—¿Qué hacemos con las vasijas? —preguntó—. Son ocho. ¿Nos las repartimos, dos para cada uno, incluida mamá?
Gianni respondió con cierta turbación:
—La verdad es que pensaba que sería una pena separarlas, sobre todo si forman una colección. Si no te importa, me gustaría conservarlas todas yo, soy el último de los Alfallipe y podríamos ponerlas en la casa nueva, en memoria de papá, en una vitrina de cristal, ¿qué te parece?
Lilla se irritó, ahí estaba de nuevo la mano de su cuñada. Era mejor aplazar la discusión; también su marido le había dicho que estaría dispuesto incluso a comprar la parte de sus cuñados, tras acordar un precio. Una colección de vasijas griegas daría un toque de refinada elegancia a sus salones. Sonrió de nuevo, pensando que quizá Massimo le hubiera dicho algo semejante a Carmela.
—Ya hablaremos de eso en casa, con mamá; podrían ser horribles, o tal vez falsas, quién sabe.
—No digas tonterías, no me cabe duda de que serán espléndidas —exclamó Gianni—, lo que me preocupa es su procedencia. Si pertenecen a Mennù, se las habrá comprado sin duda a algún saqueador de tumbas, serán robadas. Tenemos que hablar con un abogado.
—Me niego a creer que Mennù adquiriera nada a ladrones, era honrada —disintió Lilla.
—No hablabas tan bien de ella la semana pasada, la acusabas de habernos robado la herencia de papá.
—Cállate, que no haces más que hablar sin ton ni son. La semana pasada estábamos todos nerviosos y desde luego no es que Mennù haya dejado todo arreglado como hubiera debido —contestó Lilla, y para evitar pelearse con su hermano habló poco durante el resto del viaje. Pero antes de tomar la desviación hacia Roccacolomba, comentó—: Estoy segura de que Mennù nos mandará otra carta con todas las indicaciones que nos conducirán por fin al dinero. Quién sabe cuánto esfuerzo ha hecho falta para organizar esta red de cartas, con lo fácil que hubiera sido dejar un testamento o escribir todo en un único documento.
—Anna cree que lo ha hecho para ponernos a prueba, no se fiaba de nosotros.
—¿Qué es lo que quieres decir? —Lilla soportaba mal las presunciones de la sabihonda de su cuñada.
—Digo que hemos cometido muchos errores al administrar la herencia de papá y que hubiéramos hecho mejor en seguir los consejos de Mennù. Los fondos los gestionará el banco, esta vez sería más conveniente dejarlos ahí y quedarnos con los intereses, como en la práctica ya hemos estado haciendo durante estos años, cada mes.
—Tú no piensas más que en tus investigaciones universitarias y en contentar a tu mujer —dijo Lilla, irritada—, yo, en cambio, quiero encargarme de mis negocios, sola.
La idea de una herencia indivisible y bloqueada la turbó. El automóvil, entretanto, entraba ya en Roccacolomba.