Capítulo 36

Lilla Alfallipe y su marido se reúnen con Gerlando Mancuso, sobrino de la Mennulara

—Parece uno de nosotros —observó Lilla dirigiéndose a su marido mientras se encaminaba hacia el grupo de sillones de la sala del hotel donde les esperaba el ingeniero Mancuso. De mediana estatura y moreno, iba vestido con esmero: chaqueta de lana a cuadros, bonitos zapatos de sport, un reloj de cierto valor en la muñeca. Leía el periódico mientras aguardaba su llegada. Tras las primeras formalidades, Lilla le dio el debido pésame; se sintió liberada: ya estaba harta de recibirlo ella.

—Debería darle yo el pésame, señora de Bolla. La tía Rosalia, en nuestra opinión, les quería a ustedes como a hijos y a nosotros como a sobrinos, y sin duda era correspondida. Al fin y al cabo, siempre vivió en casa de ustedes y con nosotros pasaba sólo dos semanas de vacaciones al año —contestó él.

Lilla no se esperaba semejante arranque; Mancuso se dio cuenta y enrojeció, pensando que había hablado a destiempo.

—Gracias, pero ahora quisiera que me hablara de su tía. Era una persona fuera de lo común y reservada, sobre todo acerca de su vida privada, me gustaría comprenderla mejor. —Lilla no fue capaz de añadir nada más.

—Tiene razón, no es fácil definirla, sin duda estaba dotada de una notable inteligencia así como de cierta cultura: una mujer compleja. En casa nos reíamos de su secretismo: mi padre, que estaba en el arma de los Carabineros, sostenía que si hubiera nacido varón, se habría convertido en un jefe mafioso, la llamaba fimmina di panza.

Gerlando Mancuso hablaba el italiano dulce del continente con la erre a la francesa, pero pronunció las últimas palabras en perfecto siciliano. Gian Maria se lo hizo notar, con tacto.

—Por desgracia, nacimos y vivimos en el norte, no conozco Sicilia, pero hemos mantenido el dialecto para comunicarnos con tía Rosalia, que se negaba obstinadamente a hablar en italiano. Creo que se avergonzaba de su falta de instrucción y de su limitado conocimiento de las buenas maneras.

Una vez más, Mancuso pensó que había hablado sin venir al caso dando la impresión de que el acento siciliano era algo impropio, y añadió, dirigiéndose a Lilla:

—Permítame que le diga, señora, que su acento siciliano se transparenta deliciosamente en su perfecto italiano.

A Lilla no le gustaba que se hicieran notar sus orígenes meridionales, por lo que sonrió y abordó enseguida el tema que le preocupaba.

—Usted sabrá sin duda que su tía administró los bienes de la familia hasta la muerte de nuestro padre y siguió gestionando después el patrimonio de nuestra madre. Su repentina ausencia nos ha dejado bastante confusos sobre varios aspectos de la administración, ha muerto prematuramente y no habrá tenido tiempo de organizar sus negocios y los nuestros… ¿no le habrá confiado a usted algunas disposiciones, notas, un testamento?

—La tía discutía de negocios conmigo, como sobrino mayor, y no me entregó nada para ustedes, ni, que yo sepa, tenía intención de hacer testamento. Me hubiera sorprendido porque en el pasado ya nos hizo algunas donaciones y fue muy generosa con nosotros. No esperamos herencia. Lo que posee irá por entero a la familia Alfallipe, estoy seguro de ello. Lo discutimos en agosto, durante su última visita. Estaba satisfecha de haber dejado todo en orden con el banco. «Moriré tranquila porque he cumplido con mi deber para con vivos y muertos», ésas fueron sus palabras. Era previsora y habrá organizado las cosas para evitar los impuestos de sucesión. Por lo tanto, señora, por lo que sé, su patrimonio está destinado a ustedes, los Alfallipe.

Lilla se había quedado sin habla. Tuvo que intervenir su marido.

—Los herederos Alfallipe nada saben al respecto, recibían de su tía sumas de dinero, cada mes, sumas que, según parece, le llegaban por correo, con el riesgo de que se perdieran o fueran robadas. ¿No le parece increíble?

—Sí, pero es típico del comportamiento de la tía. Lo hacía igual con nosotros, hasta que empezamos a trabajar y ya no hubo necesidad de su ayuda. Su única pega era que quería hacerlo todo por su cuenta y guardar una obstinada reserva sobre su vida y sus ahorros. Para nosotros siempre fue un misterio cómo consiguió mantener a la abuela y a mi madre desde la época en que recogía almendras en los campos. Sé que de adulta había aprendido a administrarse bien, era de costumbres frugales e invertía con inaudita fortuna. Mamá contaba que incluso de pequeña era capaz de multiplicar el dinero como si fueran los peces del Evangelio. Dese cuenta de que en la inmediata posguerra nos ayudó a comprarnos nuestra primera casa, regalándonos una considerable suma de dinero.

—¿De dónde le llegaba tanto dinero? ¿No se han preguntado alguna vez de dónde provenía? —inquirió Lilla a quemarropa. Había estado calculando mentalmente: en aquella época, Mennù no era más que una criada con un mísero sueldo, la abuela estaba todavía viva y se ocupaba personalmente de la administración; ¿no sería que Mennù había engañado y robado a la familia?

—Cómo no, mi padre era carabinero, y un hombre correctísimo. Se mostró reacio a aceptar su regalo y estaba francamente preocupado, se discutió mucho acerca del tema en nuestra casa. Él incluso llegó a insinuar que podía ser dinero robado a su familia. Recuerdo que decidió escribirle para asegurarse de su origen; el carteo entre la tía y nosotros era muy frecuente, a pesar de que ella necesitara un escribano. Precisamente usted, señora de Bolla, lo sabe bien, porque yo aún conservo cartas escritas con su armoniosa caligrafía, a dictado de la tía. —Mancuso sonrió, y añadió—: Su respuesta fue inmediata. Era dinero suyo y ya está. Antes de la guerra, la señora de Alfallipe le había hecho un regalo que había tenido la oportunidad de invertir en el extranjero. Comprendía los escrúpulos de su cuñado y no se ofendía, por esa vez, pero no iba a tolerar más dudas sobre su honestidad. Prefería no ayudar más a su queridísima hermana, antes que someterse de nuevo a semejante humillación. Desde entonces, no volvimos a preguntarle nada. Una vez, durante una visita, quiso ir a hablar con el director de su banco en Varese, y después a Suiza. Mi hermano la acompañó, presumo que tenía allí su capital, por consejo de su familia, no hay otra explicación. La tía era una pobre campesina y, sin duda, como administradores de los príncipes Di Brogli, están ustedes familiarizados con ese tipo de inversiones. Infórmese en el banco, siempre creí que los ahorros de mi tía estaban invertidos junto a los capitales de ustedes.

—No lo sé, me casé muy joven —farfulló Lilla, que no quería revelar la ignorancia y el provincianismo de los Alfallipe al sobrino de la criada—, no estoy muy al corriente de las inversiones de la familia en aquella época.

—Permítame que le interrumpa —añadió Gerlando Mancuso—, acabo de recordar que la tía obtuvo ganancias por la venta de una de sus fincas, un porcentaje sobre el precio. Estaba muy satisfecha de ello, pero no me cabe duda de que en la administración de los bienes de ustedes fue exactísima y honrada, ésa era su naturaleza. No sé decirle nada más —añadió, avergonzándose de haber hablado tal vez excesivamente bien de su tía—. A nuestros ojos no tenía defectos, excepto la susceptibilidad.

Intervino Gian Maria Bolla, que había percibido cierta impaciencia en Mancuso. Temía que quisiera poner fin demasiado pronto al encuentro.

—Caramba, yo no noté nunca que fuera susceptible…, con mi mujer se mostraba afectuosa y siempre dispuesta a ayudar.

—¡Vaya que si era susceptible! Pese a sentirse orgullosa de su papel como miembro de la servidumbre de un gran linaje siciliano como el de su mujer, era consciente de ser, por qué no decirlo, vulgar en sus modales y de carecer de formación. Temía que la gente le tomara el pelo y prefería quedarse en casa organizando la limpieza a fondo y cocinando, en vez de participar en nuestra vida social. Sólo salía al ultramarinos de la esquina para hacer la compra. Un día creyó que el tendero le había tomado el pelo por su manera de hablar y nos obligó a dejar de comprarle. Jamás cambiaba de decisión. Éramos unos niños, pero sus palabras se me han quedado grabadas: «Tú tienes que hacer lo que yo te diga porque es por tu bien. No debes retirarle el saludo cuando te cruces con él, pero no vuelvas a comprarle nada nunca más. Es una cuestión de honor de la familia: ha ofendido a tu tía».

Lilla lo escuchaba, atenta, ésa era la Mennù que ella conocía. Gerlando Mancuso añadió:

—No quisiera darles la impresión de que fuera cicatera y rencorosa. Era generosa y altruista. Incluso sorprendentemente culta en los temas que le interesaban. En los últimos años, presumo que desde que tenía más tiempo, leía muchísimo y se interesaba por la literatura moderna. Conocerán sin duda su pasión por la cerámica griega, hacia la que la habrá encaminado el abogado Alfallipe.

—¿Cómo es que no vinieron al entierro? —preguntó Lilla, que no quería decirle nada de las vasijas griegas.

—La tía no nos permitía que la visitáramos en Sicilia. Nos dijimos adiós serenamente en agosto. Exigió que le juráramos que no iríamos a Roccacolomba ni siquiera para el entierro, estaba convencida de que se encargarían ustedes de todo, tal y como ocurrió, y la familia Mancuso les está agradecida. Nos informó de su muerte el cura que le escribía las cartas.

»Quisiera decirles una última cosa, y tenga la bondad de repetírselo a sus hermanos, si lo considera oportuno. La tía hablaba y escribía mucho acerca de ustedes: juegos, travesuras, pero también virtudes y defectos. Soñaba con su éxito y se quejaba, en ocasiones, cuando no estudiaban con la diligencia que le hubiera gustado, pero siempre con afecto y con orgullo. Lo mismo hacía con nosotros: nos incitaba a estudiar y a mejorar en todo; era una tirana benévola. Después empezó a escribir menos sobre ustedes. Pensábamos que se habían ido a un internado y seguíamos pidiendo noticias, para nosotros ustedes se habían convertido en parte de nuestra desconocida familia siciliana. La tía eludía nuestras preguntas. Un día le pregunté por qué. Contestó que había una mujer que les cuidaba, ella había vuelto a ser una simple criada y hablar de ustedes le hacía sufrir, pero siempre les llevaría en el corazón. Comprendo que era una mujer sin instrucción, pero los consejos y el apoyo que nos dio desde lejos nos ayudaron inmensamente en la adolescencia y nunca pude comprender ese cambio en su trabajo; ¿podría explicarme los motivos?

Lilla le contó que sus padres habían contratado a una señorita que había estudiado y que hablaba bien italiano, como es costumbre cuando los chicos alcanzan determinada edad.

—Comprendo —dijo Gerlando Mancuso—, habrá sido sin duda un gran golpe para ella, que obviamente superó, porque siguió sirviéndoles con abnegación.