Capítulo 35

Lilla Alfallipe tiene placenteros recuerdos de la Mennulara

Lilla estaba en el avión, camino de Roma. No le gustaba recordar episodios de su juventud en Roccacolomba. Aquel día le asaltaron algunas imágenes de su infancia que creía haber olvidado o quizá solamente reprimido.

Era el periodo del desembarco de los aliados, durante la guerra, en 1943. La familia había sido evacuada a una de sus más remotas propiedades, en un alto valle del interior. Apoyada en las piernas de su padre, Lilla miraba las ilustraciones de un libro de arte, que leían juntos sentados sobre una manta bajo la amplia copa de una morera, y estaba encantada de acaparar la atención del padre totalmente para sí. Se sentía observada y alzó la mirada. Mennù, también bajo el árbol con su labor de costura, los miraba tiernamente complacida, mientras sus manos, apoyadas en el regazo, habían dejado deslizarse el huevo de madera dentro de la media que estaba remendando. Lilla le sonrió y los labios carnosos y protuberantes de Mennù se abrieron a su vez en una sonrisa de complicidad.

Aquel periodo había sido especialmente placentero para Lilla, a pesar de la naturaleza de los acontecimientos que lo habían originado. Vivían en una casita de campesinos, oculta por los árboles, cerca de un riachuelo. Se habían refugiado allí con sus padres y la abuela, temiendo lo peor, llevando como servicio solamente al señor Paolino, el chófer, y a Mennù. Los hijos no estaban al corriente de la invasión de la isla, aunque sabían que la guerra continuaba, y disfrutaban de unas vacaciones campestres que parecían prolongarse hasta el infinito. Mennù había sugerido al padre que supliese la ausencia de educación escolar enseñándoles cuanto podía aprenderse de las tierras, y todas las tardes, mientras su madre y su mujer descansaban, Orazio se los llevaba a dar un paseo por los campos. Lilla no estuvo nunca tan cerca de su padre como entonces.

Le asaltó otro dulce recuerdo: se encontraban bajo un enorme algarrobo, su padre doblaba las ramas más bajas y les daba lecciones de botánica, explicaba el largo viaje de la linfa en las plantas, contaba el milagro de la polinización, identificaba los parásitos de las hojas. Mennù le escuchaba arrebatada. A menudo, durante las lecciones se alejaba para recoger piedras, bayas, animalillos, que llevaba a su padre, como si fuera una alumna. Él los cogía uno a uno, los observaba sujetándolos delicadamente entre sus hermosos dedos, que a Lilla tanto le gustaban, y proporcionaba explicaciones fascinantes. Mennù escuchaba y después hacía su contribución partiendo de su propia experiencia en los campos, a veces incluso lo corregía. Conocía bien las virtudes medicinales de las plantas, los antídotos contra picaduras y mordiscos de los animales, sus costumbres durante las distintas estaciones.

Lilla rememoró un retazo de los recuerdos de aquel día: su padre y Mennù examinaban las largas vainas de las algarrobas y se reían juntos, mirándose. Lilla se había sentido dulcemente partícipe y excitada por algo poderoso que sin embargo se le escapaba.

Pero Mennù se convirtió bien pronto en su única maestra de lecciones campestres: el padre, enredado en una aventura galante con una señora que también había sido evacuada en las cercanías, había perdido interés. Mennù se los llevaba de paseo por los campos; se detenía de repente, haciéndoles gestos para que se callaran: había divisado un pájaro insólito en un árbol, un conejo asustado, una piedra con una forma curiosa, un objeto abandonado. Lo veía todo antes que ellos. Explicaba la vida de los animales tal y como la entendía ella, el efecto de la poda en los árboles, las maravillas del injerto que transforma la pera en melocotón o cómo el gusano se convierte en mariposa. Lilla se divertía, le parecía que el mundo entero estaba en una continua y maravillosa transformación, se sentía libre.

Mennù preparaba unas meriendas exquisitas con lo poco que se encontraba en tiempos de guerra, bocadillos de tortilla, cebollas y aceitunas, sardinas saladas empapadas en aceite y limón, que después se tomaban bajo los árboles. En las horas de más calor, si estaban solos, se quitaba las gruesas medias que llevaba en invierno y en verano, y caminaba descalza, se tumbaba en el suelo y miraba fijamente el cielo, dichosa. Cuando soplaba un viento fuerte, se le deshacía el moño de detrás de la nuca. Entonces se soltaba el pelo, «total, gana siempre», decía, y se le levantaba todo, como si hubiera estado prisionero de su peinado, y formaba rizos anchos y tupidos como una crin que le cayera por los hombros. Estaba casi guapa.

Acabado el periodo de evacuación, volvieron al pueblo. La abuela tenía problemas de salud y pasaban apuros financieros. Lilla retomó la vida monótona y opresiva que había caracterizado su infancia. Veían poco al padre, siempre ocupado con sus intereses ajenos a la familia. La madre se pasaba las tardes jugando a las cartas. Eran tiempos difíciles, los cambios iban siempre a peor. Se hablaba a menudo, en casa, de vender propiedades para sobrevivir de rentas.

Se decidió que Mennù se ocuparía también de la cocina y se redujo el personal doméstico. Los padres quisieron, a pesar de todo, contratar a una muchacha con estudios para que se encargara de cuidar a los niños. Su familiaridad con Mennù, que sólo hablaba en dialecto, les impedía dominar bien el italiano y a Lilla le llegaría la edad de merecer al cabo de pocos años: tanto la abuela como los padres temían que las dos chiquillas se volvieran ordinarias por su continuo trato con la mujer, que se encargaba de sus estudios a su manera y las seguía en todo. Obviamente, Mennù no fue puesta al corriente de tales preocupaciones y se molestó mucho por aquella decisión, que consideró una injustificada intromisión en sus competencias, y lo dijo, pero los Alfallipe no cedieron ante sus quejas. Lilla recordaba que también aquella señorita, por lo demás bastante antipática, fue despedida. Había que ahorrar más en sueldos, de modo que de la servidumbre sólo quedaron dos: el señor Paolino y Mennù, ayudada de vez en cuando por mujeres a media jornada.

Mennù volvió a ser así responsable de los chicos. Era distinta a la de antes: los servía impecablemente, pero Lilla la notaba distante y casi hostil. Poco tiempo después de la muerte de la abuela fue ella quien tomó en sus manos las riendas de la administración de los campos. Abrumada por el trabajo y las preocupaciones, se volvió arisca, imponía su voluntad en la marcha de la casa y de la familia, dando prioridad a las exigencias de la madre y a los deseos y caprichos del padre, mientras que los hijos pasaron a ser la última preocupación para ella también, al igual que para los padres.

Desde entonces hubo en ella algo enigmático e inefable. Poco a poco se había convertido en una criada-ama, a quien padres e hijos se dirigían para pedirle dinero; y sin embargo seguía sintiéndose orgullosa de su propio papel de criada para todo, y les servía como antes. No quiso que Lilla aprendiera a cocinar ni esas tareas que tanto les gustan a las chicas, como bordar. Todo lo hacía ella. No se tomaba días de descanso, excepto las dos semanas de verano que pasaba con sus sobrinos, con quienes mantenía una nutrida correspondencia, con misivas que le dictaba a Lilla. Su momento de reposo cotidiano era la sobremesa, entre las dos y media y las cuatro. Se retiraba a su cuarto o al despacho adyacente al del abogado, a echar cuentas. Nadie se atrevía a molestarla, incluso él le pedía permiso para entrar en el despacho durante esas horas, y ella no siempre se lo concedía.

Lilla no tenía más recuerdos agradables. Había sido penosamente consciente de las aventuras extraconyugales del padre, que parecían no turbar a su madre. La vida en Roccacolomba era claustrofóbica, muchas familias de posibles habían vendido su casa en el pueblo y se habían trasladado a la ciudad. Lilla había correspondido con entusiasmo al amor de un cirujano lombardo y se había casado jovencísima, feliz de dejar una familia sin alma y un pueblo sin futuro. Mennù aprobó aquella decisión, a condición de que continuara con sus estudios universitarios, e incitó a los padres para celebrar por todo lo alto su boda.

Por la noche, por fin en casa, Lilla le contó a su marido los extraordinarios acontecimientos de la semana. El episodio de las vasijas tenía relevancia en tanto demostraba que existía un complejo sistema de controles y verificaciones sobre el comportamiento de los Alfallipe, programado por Mennù con la ayuda de desconocidos y puesto en marcha por un conjunto de personas. Con toda probabilidad el anuncio en el periódico era un mensaje en clave. Los motivos y la finalidad de tan complejo mecanismo no estaban claros: era necesario saber más acerca de la Mennulara, y decidieron así llamar por teléfono a su sobrino.