Capítulo 34

El correo trae esperanzadoras novedades a los Alfallipe

Eran aproximadamente las ocho de la mañana. La señora de Alfallipe y Lilla estaban tomando café en el dormitorio de la madre, antes de que Lilla empezara los preparativos para su regreso a Roma. El momento en que hay que despedirse de los padres presenta siempre dificultades, pero esta vez parecía fácil y carente de más emociones que un cierto alivio. Madre e hija estaban como aplanadas por los acontecimientos de la semana.

Santa entró en el cuarto agitada: en la portería estaba el cartero, que exigía la firma para un certificado. Lilla bajó y regresó junto a su madre con un sobre, la dirección venía escrita a máquina. Había sido enviado desde la capital de la provincia. Lilla lo abrió impaciente: la carta estaba fechada el día anterior, 26 de septiembre, escrita con la ancha grafía en letras de molde de Mennù y no iba firmada. Lilla leyó en voz alta.

«No hicisteis lo que os dije, pero ahora que habéis puesto el anuncio en el Giornale di Sicilia como quería, os perdono, a condición de que hagáis lo que os ordeno.

»Id al despacho de vuestro padre. Detrás de la enciclopedia Treccani hay un doble fondo. Quitad los volúmenes de la Enciclopedia. Se ve una portezuela grande. Abridla. Detrás hay tres baldas. Allí encontraréis seis cajas embaladas. No las abráis. Contienen vasijas antiguas que quiero que llevéis hoy o mañana al Museo regional arqueológico, en coche. Tened cuidado con los golpes. Conducid despacio. Si se rompen, habrá problemas. En el museo, preguntad por el señor Palmeri, os estará esperando. Decidle sólo que vais de parte de la Mennulara y vuestro nombre; explicad que os hace falta un certificado de autenticidad y que las vasijas os pertenecen a los tres. No toquéis nada más en la casa, y no busquéis nada más.

»Cuando hayáis recibido el certificado, esperad una nueva carta. Acordaos de hacer lo que os digo».

Lilla dejó la carta sobre la mesa y dijo: «Vamos al despacho». Las dos mujeres se levantaron. No hubo necesidad de añadir nada más y se encaminaron hacia la puerta interior del despacho. Cruzaron los salones, la sala de billar, los pasillos y los cuartos de paso. Envueltas en sus batas claras y crujientes, se deslizaban por los suelos de mayólica polvorientos, gráciles y ligeras abrían las puertas de las habitaciones oscuras con las ventanas clausuradas, deshabitadas ya, y volvían a cerrarlas cuidadosamente a sus espaldas, encendían y apagaban las luces de cada cuarto; a medida que avanzaban hacia el despacho, una apretaba el interruptor y la otra lo apagaba en la habitación precedente con el ritmo y la sincronía de un ballet sin música. Llegaron por fin al despacho y allí se detuvieron.

—¿Qué hacemos? —preguntó la señora de Alfallipe, lista para la acción. Lilla la miró de arriba abajo con desdén: su madre siempre daba muestras de cansancio y se dolía ante cualquier cambio de su rígida y perezosa rutina, pero ahora estaba despierta y disponible.

—No quiero abrir las contraventanas, la gente podría vernos; quitemos los libros y veamos si es como dice ella —contestó.

Lilla había tirado a toda prisa los volúmenes al suelo cuando había entrado para escoger los libros que le regaló al padre Arena; por lo demás, el majestuoso despacho estaba polvoriento pero en orden, despedía ese hedor especial que todo lo impregna, una mezcla de polvo estratificado, humedad y dulce podredumbre de papel devorado por la carcoma que tienen y conservan largo tiempo las habitaciones deshabitadas, como si quisieran castigar y reprochar a sus dueños por haberlas amado y abandonado después.

Empezaron el trabajo con diligencia, manteniendo la sincronía de movimientos, con un silencio casi religioso. Lilla se había subido a la elegante escalera con ruedas de la biblioteca, retiraba los pesados volúmenes encuadernados en piel y se los pasaba a la madre, quien los cogía uno a uno y los dejaba en el suelo, formando pequeñas columnas de la misma altura. Tras retirar el último volumen, Lilla se bajó de la escalera y se quitó el polvo de las manos frotándoselas en los costados, de pie frente a las estanterías. Su madre se le había acercado y permanecieron una junto a la otra: las batas, un tanto descompuestas por los movimientos inusuales, caían sobre sus cuerpos parecidos y armónicos en pliegues casi hermosos mientras miraban mudas la librería, «Abramos», dijo Lilla, y giró la manivela de la falsa puerta que cedió chirriando.

Allí estaban, ocho cajas idénticas, alineadas por orden en su escondrijo, envueltas en papel de embalar, bien atadas con varias vueltas de bramante robusto, listas para ser transportadas al museo. Una sensación de reconfortante bienestar descendió sobre ambas mujeres, que las miraban hechizadas.

—Ya verás como todo sale bien —dijo la señora de Alfallipe.

—Esperémoslo —comentó la hija, que añadió—: Hay que llamar a Gianni. Podría llevarlas yo al museo hoy mismo, pero uno de los hombres debe acompañarme, son frágiles. Dejemos todo como está, por el momento, y cerremos la puerta con llave.

Volvieron a recorrer el mismo trayecto a través de la casa con el corazón ligero. Al acercarse a los dormitorios, se oían las voces vulgares de Santa, que había ido a recoger la bandeja del café y, al no encontrarlas, las había buscado por todas partes en vano, sin ocurrírsele siquiera que se hubieran adentrado hasta el despacho del abogado. Santa había temido un colapso de la señora o acaso otros desastres, se había puesto a dar vueltas por las habitaciones ocupadas por la familia, hasta había bajado a la portería y había entrado en el patio interior, en los almacenes, llamándolas a voz en grito.

Tuvieron que aguantar, por tanto, una escena de la mujer, acalorada y agitadísima, que acabó por derrumbarse en el sillón del ama pidiendo un vaso de agua. Tras haberse refrescado la garganta, las reprendió como si fueran sus iguales por haberle dado semejante susto. Lilla se contuvo para no regañarla ni recordarle que ésa no era forma de tratar a los amos, ya lo haría en el momento oportuno: a Santa habría que despedirla, se creía con derecho a comportarse como Mennù. Pero dejó que se desahogara y le explicó que habían ido a uno de los salones del fondo a recoger unos objetos para llevárselos a Roma.

En cuanto se quedaron solas, Lilla llamó a su marido y a sus hermanos. Con la misma diligencia y economía de palabras organizaron el transporte de las vasijas al museo por la mañana. Se sentían aliviados y confiados, si bien perplejos por la continua e inexplicable vigilancia y presencia de Mennù en sus vidas. La señora de Alfallipe permaneció plácida y serena durante todo el día. En el momento de separarse de Lilla y de las vasijas, dijo:

—Mennù nos protege desde el cielo, es necesario hacer lo que ella dice; recordadlo todos: ella, desde el cielo, piensa en nuestro bienestar.

En la confusión general, a ninguno de los Alfallipe se le ocurrió abrir al menos una de las cajas para comprobar su contenido, ni nadie se planteó preguntas sobre la procedencia de tales restos, dudosa e ilegal, sin duda alguna. Su problema de fondo, hallar el origen de los pagos mensuales, no estaba en absoluto resuelto, es más, aquélla era una complicación más, y de naturaleza sospechosa. Pero a los Alfallipe nada de eso se les pasaba por la cabeza: bastaba con que Mennù se hubiera puesto en contacto con ellos, no importaba cómo ni por qué, no alimentaban dudas de que la fuente del dinero líquido volvería a manar para ellos.

Después de la rectificación de las esquelas, las visitas de pésame se habían multiplicado. Los roccacolombeses hallaron a la familia Alfallipe serena y bien dispuesta, por no hablar de los encomios que los hijos hacían de su Mennù: criatura excepcional, se había dedicado a ellos totalmente, los amaba como una segunda madre. Hasta los había seguido y animado en sus estudios, estaba tan deseosa de aprender que se había forjado una cierta cultura —se entendía que la cultura que puede adquirir una criada— secundando al padre en sus manías de coleccionista. Los visitantes, estupefactos ante tan repentino cambio, se apresuraron a referir a los demás que la locura se había apoderado de casa Alfallipe, donde la Mennulara ya no sólo no era reprobada, sino que se la exaltaba como ángel de la guarda y mujer de cultura.

El señor Palmeri recibió a Lilla y a Gianni con amabilidad. Prometió que examinaría el contenido de las cajas sin demora, y añadió:

—Lleven por cortesía mis respetos al señor La Mennulara, es un notable experto autodidacta en la cerámica antigua de la Magna Grecia.

Nada podía sorprender ya a los Alfallipe, ni siquiera que para el señor Palmeri, arqueólogo del Museo regional, su criada fuera un hombre y, por si no bastara, experto en arte. Lilla y Gianni, respetuosos con las órdenes de Mennù y convencidos de estar siendo «observados», no se inmutaron, sonrieron y se despidieron.