Lilla intenta comprender algo de todo lo ocurrido, recuerda los acontecimientos del pasado y acaba por dar la razón a la Mennulara
La mañana del jueves 26 de septiembre, Lilla mantuvo una larga conversación telefónica con su marido, furibundo por la segunda necrológica del Giornale di Sicilia. Gian Maria exigía una explicación racional, lo que resultaba imposible, porque no la había. Sin poder contener las lágrimas, Lilla le contó la presencia del jefe mafioso en el funeral, los destrozos en el coche de Massimo y el mensaje de clara impronta mafiosa que atribuía a la negativa de la familia a publicar la necrológica solicitada por la Mennulara. Confesó que tenía miedo, parecía como si la difunta se hubiera transmutado en un espíritu maléfico que aleteaba sobre su familia, que no se aplacaría hasta que no hubieran obedecido sus órdenes: estaba convencida de que en el pueblo los espiaban y temía por su propia integridad y por la de su hija. El marido le ordenó que regresara a casa al día siguiente.
La certeza del próximo regreso a Roma tuvo un efecto calmante sobre Lilla, que se repuso y soportó con estoicismo la procesión de las visitas de pésame. Aquella noche, por fin sola en su habitación, empezó a preparar la maleta y fue capaz de reflexionar. No había habido más advertencias y casi se avergonzaba de su comportamiento histérico de por la mañana, que atribuía a su aversión a Roccacolomba y a su propia familia.
Cuando su padre aún vivía, Lilla volvía al pueblo de buen grado, en breves visitas; la decisión de su madre de establecerse en casa de la criada se les había hecho intolerable y eso también era culpa de Mennù, con quien, tras la muerte del padre, las relaciones se habían vuelto conflictivas.
Todo había empezado cuando se puso enfermo. Sus padres y Mennù habían insistido en que no hacía falta llamar a una enfermera, que ya se encargaría ella de todo. El doctor Mendicò había aprobado tal decisión y, en efecto, Mennù, que había cuidado de su propia madre y de la abuela Lilla, había cargado con esa tarea, demostrando ser una excelente enfermera. Lilla había vuelto a Roccacolomba algunos días antes de la muerte de su padre y enseguida había tenido que enfrentarse a una nueva conducta de la Mennulara: pese a no descuidar sus tareas, se ausentaba a menudo de la habitación de Orazio, durante el día, cuando los familiares estaban a su lado, aunque seguía cuidándole por las noches. Ella decía que tenía que atender los campos y otros compromisos de negocios, por eso, en el momento de la muerte de Orazio Mennù estaba fuera, justo cuando más necesidad se tenía en casa de ella: al regresar, expresó su dolor de manera circunspecta y se sumergió en el trabajo doméstico y en los preparativos para el luto.
Pocos días después de la muerte del padre, una noche, la familia estaba reunida para cenar, con la excepción de Massimo, que se hallaba fuera del pueblo. Mennù no había aceptado el matrimonio de Carmela, y cuando él iba a visitar a sus suegros se retiraba a las habitaciones del servicio; las raras veces que la pareja comía en casa se negaba a servir la mesa, dejando que lo hiciera otra criada, Santa. Pese a que tampoco a ella le había parecido bien la boda, Lilla consideraba intolerable tanto el acto de prepotencia por parte de Mennù como la necia reacción de sometimiento de sus padres, que le permitían comportarse de esa forma.
Aquella noche, por lo tanto, Mennù sí servía la cena, como en los viejos tiempos. Al terminar había dejado el frutero en el centro de la mesa, después había cogido una de las sillas apoyadas contra la pared y se había sentado junto a ellos. Ésa era la usanza instaurada desde que se había convertido en su administradora cada vez que había tenido que discutir asuntos importantes con la familia:
—Soy persona de casa Alfallipe, y cuando entré en vuestra casa le prometí a doña Lilla, que en paz descanse, que serviría a su hijo Orazio durante toda la vida. He mantenido mi palabra y he cumplido con mi deber. Ahora estoy cansada, me duelen los huesos y ha llegado la hora de descansar. Quiero decirles que no voy a seguir trabajando.
Apartó las manos de la mesa y las puso sobre el delantal blanco, manos pequeñas y bronceadas, extrañamente ahusadas y carentes de callos. Sus ojos negros se detenían en cada uno de ellos, por turno, brevemente; no dejaba traslucir emoción alguna y permaneció impasible, aguardando aunque sólo fuera un gesto. No lo hubo, y Mennù continuó:
—Me he comprado un piso cerca de aquí. Tiene dos habitaciones, está totalmente amueblado, con calefacción central y un aparato de aire acondicionado. Seguiré un mes más a su servicio para ayudarles en la repartición de la herencia de su padre, y estoy dispuesta incluso a administrarla yo, sin ser retribuida, si quieren. Después dejo Palazzo Alfallipe y me voy a mi casa.
—Pero qué dices, Mennù, ¿me dejas precisamente ahora que Orazio ya no está? —La voz de Adriana sonó sofocada, gruesas lágrimas caían sobre las cáscaras de fruta del plato.
Gianni dijo con tono autoritario, en una ridícula tentativa de afirmar su reciente posición de cabeza de familia:
—No me parece éste el momento de hablar de cambios tan inesperados y radicales.
—Sí que lo es. Pasadas las dos semanas de las visitas de pésame, cada uno de ustedes se prepara para volver a su casa a ocuparse de sus asuntos y todo queda como antes, pero deben comprender que las cosas han cambiado para su madre. Esta casa es muy grande, no tiene calefacción central, haría falta gastarse un montón de dinero para que fuera más cómoda; su madre y yo envejecemos cada día más, llegará un día en que yo no sea capaz de servirla como está acostumbrada y eso no se lo merece. Es el momento adecuado para tomar decisiones, para ustedes también.
Los demás callaron: la respuesta de Mennù no admitía discusiones. Fue entonces cuando la madre levantó los ojos piadosos y preguntó:
—Mennù, ¿con quién te irás a vivir?
—No tengo familia en Roccacolomba —contestó ella bajando la voz.
—¿Por qué no me llevas a tu casa? No te molestaré, yo no puedo vivir sola, ya lo sabes.
Los hijos se volvieron a mirarla, sorprendidos. Las lágrimas caían ahora copiosas. Mennù había permanecido impasible; pero su respuesta no se hizo esperar:
—Si todos están de acuerdo, por mí no hay problema, pero los acuerdos deben quedar claros: yo la serviré como siempre lo he hecho, en mi casa, pero las partidas de cartas y las visitas se harán en el Palazzo Alfallipe. Mantendré limpios los salones y sus dormitorios, para cuando vengan a Roccacolomba, pero para dormir y para comer estará en mi casa, como mi invitada de honor.
Carmela fue la primera en hablar:
—En serio que no entiendo lo que te pasa, Mennù. Nos lo dices precisamente ahora…, hace tan poco que papá ha muerto, ¿es que no puedes esperar un par de días? No lo he hablado con Massimo, sé que no quieres verlo, pero es mi marido, sin él no quiero tomar ninguna decisión. Mamá podría trasladarse a mi casa, qué sé yo, ya encontraremos otra solución.
Estalló ruidosamente en lágrimas y se ocultó el rostro en la servilleta de holanda. Lilla y Gianni se habían quedado sin palabras, el silencio de la habitación lo interrumpían sólo el quedo gemir de la madre y los sollozos de Carmela, contenidos y amortiguados por la servilleta.
—¡Estúpida! —La voz de Mennù atronó desdeñosa, hablándole de tú como si fuera todavía una niña—. Eres una estúpida y como una estúpida fuiste a tomar por marido a ese cazador de dotes. ¿Es que no te das cuenta de que este arreglo le salva la cara delante de todo el pueblo, porque tu madre puede recibirlo como y cuando quiera en el Palazzo Alfallipe?, hasta podría dormir en esta casa.
Lilla tuvo que intervenir:
—¿No podríamos aplazar esta conversación hasta mañana por la noche por lo menos? Me gustaría pensar que papá hubiera deseado que no llegáramos a pelearnos y mamá está llorando.
—Razón no les falta; hasta mañana, entonces, pero que quede bien claro que yo trabajaré durante un mes más y que una respuesta me la espero lo antes posible.
Dicho lo cual, Mennù se levantó y empezó a quitar la mesa, en silencio.
Aquella noche los hijos tuvieron su primera gran pelea con la madre. Carmela se ofrecía a alojarla en su casa, los otros dos sugerían, en cambio, que se quedara en el Palazzo Alfallipe y que se buscara otra criada, había llegado el momento de librarse de Mennù, que se convertiría en una auténtica tirana ahora que no estaba el padre para mantenerla a raya. Lilla le aseguró a la madre que su marido, que detestaba las injerencias de Mennù, su burda habla dialectal y su excesiva familiaridad con su hija, no toleraría que la niña llegara a enterarse de que su abuela vivía en casa de la criada, le prohibiría llevarla a Roccacolomba. Adriana Alfallipe, por su parte, parecía contenta de irse a vivir a casa de Mennù, sin importarle ni cómo fuera ni dónde estuviera, y no lo consideraba absurdo ni indecoroso.
Las discusiones entre la madre y los hijos continuaron durante los días siguientes sin que se llegara a un acuerdo; Mennù seguía trabajando en silencio y no retomó la conversación. Entretanto, los tres hermanos la informaron de que administrarían su patrimonio sin su ayuda; ella contestó que se equivocaban pero que en caso de necesidad les ayudaría.
De manera que doña Adriana, al acabar el mes, se trasladó al modesto piso de Mennù, con la desaprobación de Gianni y Lilla, que espaciaron sus visitas. Lilla no volvió a Roccacolomba y la abuela veía a su nietecita sólo cuando iba a Roma, en verano. Carmela, en cambio, dejó de oponerse a aquella cohabitación puesto que era más cómoda para Massimo, quien había temido tener que cargar con el peso de su suegra.
Los tres hermanos, inexpertos en la administración de sus bienes, se toparon con dificultades. De mala gana, tuvieron que recurrir a la ayuda de Mennù. Una vez resueltos los problemas, ella repitió su ofrecimiento de retomar la administración del patrimonio, pero ante su rechazo dijo que ya no volvería a ayudarles, lo que les ofendió profundamente. Le pidieron a la madre, pues, que retirara también a Mennù la administración de su patrimonio, pero ella se negó. Sus relaciones se enfriaron todavía más.
Después de la misa por el primer aniversario de la muerte del padre, celebrada en Roccacolomba, Mennù pidió un encuentro, a solas, con ellos. Hizo una sorprendente propuesta a los tres hermanos Alfallipe:
—Doña Lilla, que en paz descanse, y el padre de ustedes estarían descontentos si supieran que visitan con tan poca frecuencia a su madre y que la llaman con igual poca frecuencia: le deben más respeto. Me apena verles tan distantes, y sé que es porque la han tomado conmigo, hay guerra entre nosotros. No quiero pedirles que hagamos las paces porque creo haber actuado justamente, y ustedes lo creen también, y demasiadas palabras se han dicho ya. Pero doña Adriana es infeliz porque no ve a menudo a sus hijos, y a mí eso no me gusta. Es mi deseo que Lilla y Gianni la llamen cada semana y vengan a Roccacolomba a visitarla cada mes, mientras que Carmela la visitará cuatro veces al mes.
»Mis dineros están bien invertidos y me dan una buena renta. Les hago una oferta: todos los finales de mes les daré medio millón de liras a cada uno, pero tendrán que venir a recogerlo a mi casa, estará a su disposición el día veinticinco de cada mes. Si por un motivo cualquiera no hacen la visita a su madre, según lo acordado, perderán el pago.
Los tres hermanos aceptaron: desde entonces Adriana Alfallipe vivió satisfecha en casa de Mennù y los vecinos encomiaron a Lilla, hija realmente devota, que nunca se saltaba su visita a final de mes.
Lilla tuvo que admitir que, a pesar de todas las amargas humillaciones que le había infligido Mennù, en general había tenido razón acerca de su inexperiencia para administrar la herencia del padre y sobre la boda de Carmela. Ahora que ya no estaba, echaría en falta la considerable suma que percibía cada mes. Lilla se sentía sola. Su hermano y su hermana, tan distintos a ella, habían escogido vivir en mundos que nada tenían en común con el suyo. La madre, físicamente presente durante su infancia y adolescencia, pero siempre distante emocionalmente, había sido una sublime egoísta. De niña había sufrido por su marcada predilección por Gianni, pero ahora comprendía que la preferencia supuso una carga más para su hermano, víctima de un amor materno obtuso y opresivo. Carmela era egoísta y fatua como su madre, y con su boda había caído en picado en la escala social.
Su padre le había inculcado el amor por el arte, pero no se había mostrado jamás a su disposición cuando ella tenía necesidad de él, y había descuidado mucho a Gianni y a Carmela también. Sus padres habían convivido bajo el mismo techo, llevando en realidad vidas separadas; sus propias necesidades tenían siempre prioridad absoluta sobre las del otro y las de los hijos. Con todo, a pesar de las repetidas traiciones del padre, podría decirse que el suyo había sido un matrimonio estable: Lilla no tenía ningún recuerdo de afecto entre ellos o hacia los hijos, pero tampoco de peleas o desacuerdos. Mennù trabajó a fondo para mantener el equilibrio familiar y su estabilidad financiera. Tal vez hubieran debido estarle agradecidos por eso también.
Pensando en su regreso a Roma, se quedó dormida casi con serenidad.