El padre Arena se encuentra en la plaza con el presidente Fatta y se toman un granizado
El padre Arena salía de la librería Pecorilla e iba subiendo la calle, cargado de libros y sudando. El vientecillo otoñal, cálido aún, le revolvía el pelo, pero no lo refrescaba. Estaba contento de haber resuelto sus asuntos en el pueblo a tiempo para volver al campo por la mañana; sentía un ardiente deseo de abandonar Roccacolomba y saboreaba de antemano el placer de la lectura de los libros que había intercambiado por los que le había regalado Adriana Alfallipe. Ya se veía sentado en su jardincillo: los higos de septiembre en plena floración serían el fondo perfecto para descansar en ellos los ojos exhaustos, durante las pausas de la lectura.
—Saludos, padre Arena —la voz del presidente Fatta hizo que se sobresaltara.
—Mis respetos, presidente —contestó el cura.
—¿Me permite invitarle a algo? —añadió Pietro Fatta con el tono cortés y firme de quien no espera una negativa.
Así que el padre Arena, abandonadas las esperanzas de tomar el autobús de la mañana, se encontró sentado en una mesa del bar Italia en compañía de Pietro Fatta, a quien hacía años que conocía pero con quien no tenía ninguna familiaridad.
En cuanto el camarero se alejó de la mesa con el pedido, Pietro Fatta explicó el motivo de su invitación:
—Disculpe la indiscreción, padre, he sabido que tiene usted unos libros de D’Annunzio que Lilla Alfallipe escogió para usted de la biblioteca de Orazio. Adriana le ha dicho a mi mujer que a Orazio le hubiera gustado dármelos a mí, francamente, no sé por qué, los leí en su momento y se trata de un autor pasado de moda que no deseo releer. Pero Adriana ha insistido mucho y me gustaría contentarla, ¿le importaría cambiarlos por otros libros?
El padre Arena estaba en ascuas. Balbuceó unas palabras confusas, se atragantó con el granizado y estuvo a punto de ponerse perdido; tuvo que tomar un trago de agua y no se le ocurría ninguna respuesta que pudiera evitarle la vergüenza de revelar que ya había cambiado el regalo de la señora de Alfallipe precisamente por los libros que llenaban la bolsa, semioculta por los hábitos, arrugada a sus pies. Bajó la mirada para contemplarla. Le hubiera gustado meterse dentro de esa bolsa, aplanarse y convertirse en una página cualquiera para pasar inadvertido y escabullirse de las melifluas garras del presidente.
Pietro Fatta se imaginó que el cura no quería separarse de aquellos libros. El padre Arena, en su juventud, había cometido ciertas transgresiones, quizás hacía tiempo que deseara conocer a D’Annunzio y su petición le arrebataba la única oportunidad de poseerlos inocentemente. Apretó los labios para contener una sonrisita irónica y dijo:
—No se preocupe, padre, puede quedárselos, le pertenecen a usted. Pero ¿me permitiría echarles una ojeada? A veces Orazio anotaba los textos, le prometo que se los devolveré mañana.
Con una expresión de perro acorralado en los ojos, el padre Arena, con dignidad y cierta reserva, le explicó balbuciendo que a él tampoco le gustaba D’Annunzio: los volúmenes de Orazio estaban en venta en la sección «libros de segunda mano» de la librería Pecorilla. A él le gustaba mucho la lectura, pero no podía permitirse comprar libros nuevos, y la señora Pecorilla le consentía cambiar los que ya había leído por otros de literatura moderna, con la que se sentía más identificado. Con visible azoramiento añadió que no quería ofender en absoluto a la señora de Alfallipe y que contaba con la discreción de Pietro Fatta. Se sonrieron, aliviados y convertidos en cómplices.
El abogado Manzello acababa de entrar en el bar junto a su mujer. Al verlos justo en ese momento, malentendió sus sonrisas; se acercó a la mesa y exclamó, en tono jovial: «Apuesto a que estáis hablando de la segunda esquela de la Mennulara, ¡esto es digno de una auténtica comedia!». El padre Arena y Pietro Fatta respondieron al mismo tiempo con la expresión que congrega a todos los sicilianos: fruncieron la frente y empujaron ligeramente hacia delante los labios cerrados. Manzello les puso al corriente de la situación: la esquela mural había sido corregida con otros grandilocuentes elogios sobre la Mennulara y en el Giornale di Sicilia había aparecido una nueva necrológica. Apoyó las manos sobre la mesa, esperando que le invitaran a sentarse, pero la llamada de su mujer le obligó a reunirse con ella, para alivio del padre Arena y de Pietro Fatta.
Al quedarse solos, se bebieron en silencio, a grandes sorbos lentos, todo el vaso de agua.
—Hay algo que no va bien en casa Alfallipe, padre, y eso me preocupa —dijo Pietro Fatta—. Yo también le tenía cariño a la Mennulara, quisiera hablar con usted, en mi casa, aquí hay demasiada gente. ¿Puedo invitarle a comer?
El padre Arena no veía la hora de huir del pueblo y recurrió a una mentira: dijo que tenía ya un compromiso, pero tuvo que aceptar hacerle una visita el lunes siguiente a las cuatro de la tarde. Los dos hombres se separaron y el padre Arena retomó su camino con un peso en el corazón. No quiso comprar el periódico ni unirse a la multitud de curiosos que leía y comentaba en voz alta las correcciones pegadas a la esquela mural.
Pietro Fatta, en cambio, fue enseguida a la librería Pecorilla, confiando en no hallar allí, a esas horas, a la prima de su mujer. Pero allí estaba, charlatana e inoportuna como siempre. Ambos eran conscientes de su recíproca antipatía, sin embargo, mientras Pietro la evitaba con denuedo, Rosalia Pecorilla, no sin perversidad, aprovechaba todas las ocasiones que se le presentaban para mantener con él desagradables conversaciones, repletas de sobreentendidos.
Le prometió que le haría llegar los libros solicitados en cuanto la dependienta los hubiera puesto en orden: estaban entre un montón de volúmenes de segunda mano en la trastienda.
—Puedo esperar, no corre prisa, muchas gracias y que pases un buen día —dijo Pietro e hizo ademán de marcharse. Rosalia Pecorilla lo detuvo con un «Espera, Pietro, ¿qué sucede en casa de Adriana? Oigo cosas inquietantes… Parece una farsa, no quisiera que se transformara en tragedia».
Aquella pariente de su mujer lo trataba con una familiaridad que el lejano parentesco no justificaba; irritado, Pietro le respondió con brusquedad:
—Lees demasiado, de tragedia no hay ni sombra, no se trata más que de la muerte de una mujer de mediana edad.
—Ah, eso lo dices tú…, se trata también de lo que le ha pasado a Carmela, de la advertencia a Massimo, de hombres de honor que acuden a su funeral, se habla incluso de dudas sobre las causas de la muerte de la Mennulara, ¡y tú crees que exagero! —exclamó resentida y levantando la voz la señora Pecorilla.
Pietro Fatta le lanzó una mirada gélida, se levantó el sombrero y salió repitiendo:
—Que tengas un buen día y otra vez gracias.
Volvió a su casa por las escalinatas menos frecuentadas para evitar nuevos encuentros.
La señora Pecorilla se volvió hacia Elvira Risico, que estaba escuchándolos, y dijo:
—No te molestes por esos libros, búscalos el lunes, ese presuntuoso del marido de mi prima puede esperar. Si no fuera por esa santa de su mujer, nadie lo trataría en Roccacolomba, de tantos aires como se da.