Los hombres hablan de negocios en el Círculo de la Unidad de Italia
Pietro Sannasarda, intermediario y reciente propietario de una empresa constructora, había ganado la partida de póquer e invitaba a beber a los perdedores. Estaban rodeados de otros socios y se charlaba de los problemas de los Alfallipe.
El anciano abogado Ettore Manzello se declaraba teatralmente seguro de que Risico, aquel mal tipo comunista, presentaría una denuncia contra Carmela, y que los extremos del delito estaban clarísimos: sería la ruina completa de la reputación de la familia.
—¿Es que están locos los Alfallipe? ¿Qué esperaban encontrar en el correo de esa criada? Ya sabemos todos, los coetáneos del pobre Orazio, que éste se hacía mandar algunas revistas osé desde París, con suscripciones quinquenales que pagaba por adelantado, y hacía que la Mennulara se las recogiera en Correos y se las llevara a casa de Fatta, del miedo que tenía a que su madre, que en paz descanse, se las descubriera. ¡Ya podría Carmela recogerlas, si aún subsiste la suscripción, pero me gustaría ser una mosca y ver las caras de todos los Alfallipe cuando abrieran los sobres! La verdad es que los hijos quedaron descontentos de la herencia del pobre Orazio y no se fiaban de la administración de la Mennulara, que en cambio, por cuanto me consta, era honrada.
Se bebió su copita de licor y con un «con permiso, hasta dentro de un rato», se levantó de la mesa y se dirigió hacia otra sala del Círculo.
Pietro Sannasarda era amigo de la familia Leone y por lo tanto defendía la actuación de los Alfallipe:
—La Mennulara administraba todavía los bienes de la dote de Adriana Alfallipe, y los hijos tienen toda la razón en querer asegurarse de que las cosas de la familia les correspondan a ellos y no a sus sobrinos. Si Carmela Leone se ha comprometido en Correos, tal comportamiento es plenamente comprensible: con tantas preocupaciones en la cabeza, se habrá excedido, así son las mujeres, débiles de mente, les pasa a muchas. —Después añadió—: Pero la mujer de Massimo Leone tenía razón en ir a Correos, y en indagar por ahí. Eran cosas de los Alfallipe lo que se traía entre manos esa criata, por muy difunta que esté, y todas a ellos no han debido de ir a parar, en caso contrario explicadme cómo ésa Mennulara hubiera podido permitirse poseer un piso propio y acoger allí gratis a su ama. Era hija de pobretones, vivía de su sueldo de criada y todos sabemos que los Alfallipe jamás fueron generosos con sus empleados —dijo mirando a su alrededor; después se encogió de hombros y añadió, abriendo los brazos—: ¡Señores míos, las cuentas no cuadran de ninguna de las maneras!
—Pietro, te estás olvidando de la historia de la venta de las tierras de los Puleri —dijo el notario Vazzano—, la Mennulara obtuvo la comisión del cinco por ciento, la que corresponde a un intermediario, y se la ganó con su agudeza. Desaconsejó a los hermanos Alfallipe que vendieran y les sugirió que esperaran un año: Orazio y Vincenzo ganaron mucho por haber seguido su consejo. Al cabo del año, varias hectáreas arboladas de los Puleri se convirtieron en zona edificable. Tras ese éxito, Orazio le confió la administración de todo su patrimonio. Vincenzo en cambio, que estaba lleno de ínfulas, no quiso y se peleó con su hermano. Si no hubiera sido por la Mennulara, los hermanos Alfallipe habrían malvendido aquella propiedad que después se convertiría en oro para la familia: yo levanté todas las actas de venta de los lotes y bien que lo sé.
Sannasarda no estaba convencido:
—Criada era, y de ciertas cosas no podía entender, suerte es lo que tuvo. Quién puede estar seguro de que tuvieran intención de vender los Puleri y no quisieran esperar… de los Alfallipe no se puede fiar uno nunca.
Pero Vazzano no soltaba la presa.
—Te lo digo yo, estaban llenos de deudas y Vincenzo Alfallipe quería dinero enseguida. Orazio, lo sabemos todos, no era bueno más que para gastar. Los dos hermanos me encargaron que redactara el compromiso para la venta, por veinte millones, que era una enorme cifra entonces, en los años cincuenta. Un día, Orazio me llamó a su casa. Lo recuerdo bien, porque en su despacho estaba ella, la Mennulara, dedicada a quitar el polvo de algunos jarrones que se había comprado, cacharros viejos en los que tiraba el dinero, y permaneció en la habitación, lo que me pareció muy extraño. Os lo juro, nunca he oído a Orazio hablar con tal firmeza. Me dijo que la venta ya no se hacía y que tenía que explicárselo yo a los compradores, no quería oír contraofertas, ni siquiera por el doble de su precio. Y ella, desde lejos, lo controlaba con miradas fugaces.
Sannasarda no se rendía:
—Pero si los Puleri y los demás terrenos a su alrededor se convirtieron en suelo edificable, ¿ella qué tenía que ver? ¿No querrás decirme que fue mérito suyo, o que tenía amistades en el Ayuntamiento y tal vez en la provincia? ¿Cómo hubiera podido averiguarlo? No creo que tuviera informadores, ¿quiénes podrían ser? Al igual que a nuestras mujeres les llegan los chismes por las criadas, lo mismo harán ellas con sus amas, pero ese tipo de cosas no acaban por saberse a través de nuestras mujeres ni tampoco por el personal de servicio. Tuvo suerte, y mucha: por si fuera poco se ganó una bonita comisión de los Alfallipe, por la venta, sin habérsela merecido.
El notario Parrino escuchaba interesado; en aquel momento intervino:
—Recordad que el pueblo nuevo debía construirse al otro lado de la montaña, en Baiamonte. Nadie podía imaginarse que acabara construyéndose en los Puleri, pero absolutamente nadie. A mí me sorprendió y me costó dinero: yo había adquirido terrenos en Baiamonte, que se quedaron de sembradío.
—¡Leches! —exclamó Ettore Manzello como para mostrar su comprensión por la incauta inversión del notario Parrino, quien por su parte no le hizo caso y concluyó con ímpetu—: Esa mujer tenía quien la protegía y la informaba bien, y no eran otras criadas.
El ingeniero Pomice, consejero provincial y emergente personaje político de la derecha, hombre de pocas palabras pero que escuchaba con atención, dijo:
—Estáis perdiendo el tiempo con suposiciones, habrá sido afortunada, esas cosas pasan a veces.
El abogado Manzello acababa de volver a la sala de juegos, y se unió a la conversación riendo.
—Afortunada la Mennulara y afortunadísimo Orazio. Después de aquel negocio redondo, se fiaba totalmente de ella y no tuvo que arrepentirse nunca, como le ocurrió en cambio a Vincenzo, que liquidó toda su herencia por poquísimo dinero. En diciembre de 1950, antes de que entrara en vigor la reforma agraria, para evitar que las tierras de los Alfallipe fueran desmembradas, ella me hizo trabajar como un mulo para resolver disputas antiguas y recientes, herencias en común con otros herederos Alfallipe, y poder hacer donaciones, ventas a testaferros, ventas auténticas; pero siempre conseguía conservar para los Alfallipe las mejores tierras, se las conocía legua por legua, como un agrimensor. Vendió pedregales a esos pobres campesinos, que adquirieron unas cuantas hectáreas creyendo que se convertían en propietarios y podrían olvidar el sudor del trabajo y el hambre.
Los demás le escuchaban incrédulos, jamás se hubieran imaginado que la Mennulara tuviera tales capacidades y responsabilidad. Sannasarda dijo:
—No me lo creo, te estarás confundiendo con otras personas.
—Pero qué dices, soy viejo, sí señor, pero estúpido todavía no, preguntémosle a Angelo Vazzano…, tú que de actas levantaste un montón para los Alfallipe en aquellos tiempos, ¿es verdad o no lo que estoy diciendo? —Manzello se mostraba incontenible.
El notario Vazzano cerró los párpados y bajó la cabeza dos veces, con el rostro inescrutable; todos comprendieron.
Revigorizado por la corroboración de Angelo Vazzano, Ettore Manzello siguió hablando en voz alta:
—Orazio llevaba una vida de solterón sin preocupaciones, me lo repetía siempre, y bromeaba sobre ello. Decía que la Mennulara era una diablesa en los negocios y que se encargaba de todo, en los campos y con las inversiones. Sólo le importunaba cuando tenía que salvar las apariencias y comportarse como si fuera él quien tomara las decisiones; pero a veces había necesidad de un hombre: una hembra, analfabeta y criada por si fuera poco, con cierta gente no podía tratar. A Orazio sólo le interesaba tener dinero para divertirse y adquirir cosas inútiles. Y para gastárselo, para gastar mucho, en sí mismo y en sus mujeres, ¡millones le costaban esas supuestas señoras, más que las hembras de mala fama!
Ettore Manzello se interrumpió, acababa de darse cuenta de la presencia de Giovanni Parrino. Éste, como hombre discreto que era, permaneció impasible de pie junto a la mesa. Después se alejó para acercarse a otra mesa de jugadores.
Cuando estuvieron seguros de que no les escuchaba el notario Parrino, los socios siguieron riéndose del mismo tema. Hasta Vazzano hablaba ahora:
—Orazio sostenía que no valía la pena vivir sin mujeres y el dinero que uno se gasta en ellas no se añora. Es irónico que pudiera permitirse divertirse con las hembras gracias al trabajo de una criada, y solterona por si fuera poco.
La conversación adquirió un tono picante, acerca de cierta clase de «servicios especiales» que las jóvenes criadas ofrecen a sus amos.
—Sí —añadió Manzello—, podría decirse que la Mennulara le ofrecía a Orazio y a la familia Alfallipe entera, una clase única de servicio especial, mejor dicho, especialísimo: era un asno que cagaba dinero, realmente envidiable. Si en la cama hubiera sido tan excepcional como en el servicio doméstico y en los negocios, Orazio habría sido sin duda el hombre más afortunado del mundo. Pero no se puede tener todo, y Orazio ya obtuvo mucho de la vida.
—Yo le envidiaba a la Mennulara, era una gran trabajadora…, mujer honesta y empleada leal, como ya no las hay —dijo Vazzano.
El notario Parrino había vuelto a la sala. Aparentemente estaba siguiendo el juego de la mesa de al lado, pero en realidad escuchaba la conversación, pensando en su adorada hija y en las penas que habían pasado por culpa de la Mennulara. Se acercó al grupito y dijo:
—Trabajadora, sí, pero hembra honesta no lo sé, lo cierto es que una persona excelente no se molesta en asistir al funeral de una criada cualquiera…, al de una aman te, tal vez sí.
Dicho esto, se despidió con un «Buenas noches a lo dos», dio media vuelta y salió del Círculo, saludando cortésmente a los socios a su paso, pero sin entretenerse en las acostumbradas formalidades, y se volvió derecho a su casa.
Los socios habían quedado sorprendidos ante aquella salida inequívoca en un hombre bien conocido por su tolerancia y discreción, pero siguieron charlando agradablemente, sintiéndose ahora autorizados para hablar mal sin trabas de los amores de Rita Parrino, perdiéndose en disquisiciones pedantes y salaces sobre las actividades amatorias consentidas a las viudas dentro de los límites de la moral y del buen gusto, y sobre el extraño comportamiento de los Parrino, padres indulgentes casi más allá de la decencia.
Ya al final de la velada, el notario Vazzano dejó el Círculo en compañía del ingeniero Pomice. Recorrieron un tramo de calle juntos, ambos en silencio. En el momento de despedirse, en un cruce, Pomice le dijo:
—Si yo fuera amigo de los Alfallipe, les diría que se ocuparan de sus asuntos y que dejaran de pensar en otras cosas, que puede acarrearles más problemas. Si fuera amigo del notario Parrino, le aconsejaría que hablara menos, demasiado ha dicho esta noche, y debería andarse con cuidado. Visto que soy amigo tuyo, querido Angelino, a ti te digo: es mejor para todos no hablar ni bien ni mal de determinados difuntos.
Vazzano le dio un largo y amistoso apretón de manos y se volvió a casa confortado por la confianza demostrada por el ingeniero Pomice, un hombre que se estaba abriendo camino en la política regional y, por lo tanto, un amigo importante cuyo aprecio debía ser conservado.
Durante la noche del miércoles 25 al jueves 26 de septiembre, el jardín de la casa de campo de los Parrino sufrió graves daños a manos de desconocidos.
Quiso la casualidad que fuera doña Rita la primera en darse cuenta, la mañana del jueves, cuando fue a llevar los bulbos que había que plantar para la primavera siguiente. Se encontró con un caos. Plantas y arbustos habían sido arrancados de raíz; los parterres estaban inmundos: primero habían sido removidos a azadonazos, destruyendo las hermosas flores que en ellos crecían, y después cubiertos de piedras y cal; las elegantes vasijas de terracota estaban hechas pedazos, las plantas en flor, cortadas y pisoteadas; los árboles maduros habían sido estragados y los troncos heridos a hachazos; habían tirado al suelo las esculturas y los asientos de piedra, y decapitado todas las estatuas. El estanque de las ninfas, de aguas claras y transparentes, orgullo de Rita, estaba repleto de fango blando y nauseabundo. Pequeños peces de colores flotaban en el cieno, muertos. Los grandes, con el vientre desgarrado y las tripas colgando, habían sido dispuestos cuidadosamente en fila sobre las piedras de lava que servían de asiento alrededor del estanque.
El campesino, guardián de la villa, juró por el alma de sus hijos y por la tumba de su padre que no sabía nada. La noche anterior había regado el jardín y lo había dejado perfumado y lozano, parecía un paraíso. No había oído ruido alguno durante la noche, detalles todos confirmados por su mujer y sus hijos. Aquella mañana se había ausentado para trabajar en una finca alejada y la mujer, que normalmente se quedaba en casa, había tenido que ir al pueblo a ver a su madre que estaba agonizando. Había sido una verdadera fatalidad que, mientras él y su familia estaban ausentes, unos desvergonzados hubieran hecho aquellos destrozos; probablemente habrían sido unos gamberros que, ahora que a Roccacolomba se llegaba con tanta facilidad por la autovía, deambulaban por los campos. Retorciéndose las manos por la desesperación, añadió que era aún más trágico el que hubiera sido precisamente doña Rita la que descubriera los daños antes que él. No le había sido posible por tanto limpiar el jardín, retirar los escombros y las ramas cortadas, tirar las plantas arrancadas y los peces malolientes para evitar a la señora, a la que quería como a una hija, el disgusto de encontrarse su amadísimo jardín en semejante estado.