Rita Parrino Scotti piensa en el pasado
Rita Parrino Scotti, hija única del notario Parrino, tras haber enviudado aún joven del insigne profesor Scotti, titular de la cátedra de Literatura Italiana de la Universidad de Palermo, había regresado a Roccacolomba para vivir en casa de sus padres. Mujer procaz y atractiva, por libre elección no había vuelto a casarse y se dedicaba a las artes, especialmente a la música. Había mantenido diversas relaciones, llevadas con discreción, todas con hombres casados, entre ellos Orazio Alfallipe. No aspiraba a robar ningún marido a su mujer y estaba convencida de aportar una feliz contribución a la vida conyugal de sus amantes; algo que le parecía confirmado por la amistad continua que le demostraban las mujeres traicionadas, quienes, casi en señal de reconocimiento, acudían asiduamente a sus veladas musicales.
Rita despreciaba a Adriana Alfallipe y a la Mennulara, a quienes consideraba responsables del precoz final de sus amores con Orazio, los más intensos y satisfactorios, sin duda, de sus años de madurez.
Había resultado fácil, para ellos, gozar de su recíproca compañía sin tener que recurrir a los subterfugios habituales a fin de no suscitar escándalo: se encontraban con frecuencia en el campo, en la villa de Rita, con el pretexto de que Orazio sentía un vivo interés por la botánica y acudía de buen grado a los hermosos jardines de los Parrino. Amante imaginativo y generoso, Orazio le hablaba poco de su familia. Por lo demás, Adriana parecía aceptar las frecuentes infidelidades de su marido casi con alivio.
Rita sentía curiosidad por la figura de criada-ama de la Mennulara; al principio había sospechado que estaba secretamente enamorada de él y que ése era el motivo de su devoción. Bajo la guía de Orazio, identificaba fragmentos, reconstruía cerámicas rotas en pedazos y le ayudaba en la catalogación de las piezas. Orazio se reía de tales hipótesis: le explicó que conocía a la Mennulara porque entró a servir en casa de los Alfallipe a los trece años y nunca había estado celosa ni había aspirado a lo que sabía inalcanzable, era una persona de casa Alfallipe más, y en cuanto tal le debía lealtad a él y a toda la familia, ella cumplía con su deber y nada más.
Rita aceptó esa explicación cuando tuvo ocasión de constatar que la Mennulara cargaba con responsabilidades que habrían debido corresponder a Orazio, para darle así más tiempo libre que podía dedicar a la propia Rita: ideaba motivos plausibles para viajes de negocios de Orazio, que en realidad eran sus deliciosas vacaciones, y era la Mennulara la que dejaba en la portería mensajes y regalos de parte de Orazio, para no despertar sospechas. A Rita, la Mennulara le parecía una mujer sedienta de poder, fagocitadora y opresiva en su devoción hacia los Alfallipe, hasta el extremo de haber persuadido a Orazio y a Adriana para que colaboraran con ella en dificultar la boda de Carmela con Massimo Leone, persona de poca valía y quizá por ello adecuado para su hija. No se tomaban decisiones, en aquella familia, sin la aprobación de la Mennulara.
Al regreso de un viaje especialmente feliz, realizado con el pretexto de participar en un congreso musical, Orazio quiso invitar a Rita, junto a sus padres, a su casa, para enseñarles un jarrón laónico sustraído durante las excavaciones de Bosco Littorio, en Gela. Era un acontecimiento inusitado en casa Alfallipe: la Mennulara no permitía recibir a nadie de noche, aduciendo la excusa de que estaba demasiado cansada para preparar cenas, mientras que se prodigaba en la organización de almuerzos campestres, en verano, y de los habituales recibimientos de las tardes para las amigas de Adriana.
Orazio no había invitado nunca a Rita a visitar su despacho, que había restaurado con notable gasto y del que estaba muy orgulloso, ni le había enseñado sus colecciones. Aquella invitación constituía, por lo tanto, una ocasión solemne. La conversación en la mesa discurría agradablemente, la comida era magnífica y la Mennulara servía con corrección y en silencio. Cuando acabaron, Orazio invitó a Rita a visitar su despacho, después de tomar café, mientras Adriana acompañaría a sus padres al salón.
Fue en ese momento cuando aquella criada-ama volvió al comedor con la bandeja de plata del café y la dejó caer en la mesa junto a Adriana con tal furia que temblaron todas las tazas sobre sus platitos de porcelana. «Yo a esa puta no la sirvo», dijo, y se marchó cerrando la puerta a sus espaldas. Todos se quedaron con la boca abierta. Adriana dio prueba de una insospechada presencia de ánimo: «Disculpadme, no sé qué le ha podido pasar, jamás me había faltado al respeto y no comprendo por qué quiere ofenderme, y además en presencia de invitados». Orazio callaba. Todos intentaron fingir que no había pasado nada, pero poco después los Parrino se despidieron y la visita al despacho de Orazio no tuvo lugar.
Rita estaba segura de que las palabras de la Mennulara iban dirigidas a ella. Obtuvo la confirmación al día siguiente. Orazio le hizo llegar una carta de despedida: «Amadísima Rita, he podido darme cuenta de que la felicidad doméstica, para mí fuente de sostén y deleite, ha sido puesta en peligro por nuestro precioso amor, y me veo obligado a tomar una penosa decisión. Musa mía, adiós. Con eterna gratitud, tuyo, Orazio».
Volvió a verlo pocos días más tarde en un concierto en la capital de la provincia, junto a Adriana. Fue ésta quien se le acercó para excusarse una vez más por el comportamiento de su criada: «Es muy buena y fiel, pero a veces se excede… ha tenido problemas y la tomó conmigo, estoy realmente mortificada, perdóname, te lo ruego». Orazio permanecía junto a su mujer, impasible. Rita odió a Adriana: falsa y frígida, no era la insignificante mujercita que aquel mentecato de Orazio le había descrito, sino una arpía que en el pueblo gozaba de una inmerecida fama de santidad. En cuanto a la Mennulara, también se había equivocado: era una mujer que defendía su propio territorio. No renunciaría a su poder sin luchar. Probablemente, había temido que los cónyuges acabaran por separarse, lo que pondría fin a la posición que se había ganado en casa de los Alfallipe, que seguiría siendo inexpugnable sólo si la familia se mantenía unida; se había decantado del lado de la esposa y juntas tiranizaban al débil Orazio.
Desde entonces Orazio sufrió un cambio radical: se le veía en las manifestaciones musicales pero no en los recibimientos mundanos, trataba a unas cuantas amistades masculinas y vivía en casa como un recluso, dedicado a sus colecciones. En el pueblo se dijo que aquel comportamiento se debía a la enfermedad que le llevaría a una muerte prematura pocos años después.
Cuando, al quedarse viuda, Adriana decidió irse a vivir a casa de la Mennulara, Rita comprendió al fin su juego. A Adriana los hombres no le gustaban; probablemente la criada se parecía en eso a ella, o había querido secundar las tendencias de su ama por propia conveniencia o por vicio. Rita no tenía duda alguna de que entre ambas mujeres se daba una preexistente relación sáfica, ésa era la clave del misterio. Ante sus convecinos se presentaban como víctimas de Orazio, la una por las traiciones conyugales, la otra por las abrumadoras responsabilidades que se le habían confiado, pero en realidad lo habían excluido de la vida familiar y vivían en una perversa y satisfecha simbiosis. Habían temido, las dos mezquinas, que Orazio y Rita pudieran destruir el ambiguo ménage que se había instaurado en el Palazzo Alfallipe. Qué estúpidas y perversas, si hubieran sabido que ella, pese a amar a Orazio, jamás habría sacrificado su libertad por un hombre…
Rita había ocultado a los demás su teoría y el inmenso desprecio que sentía hacia las dos mujeres de casa Alfallipe. Ahora, muerta la Mennulara, le disgustaba oír hablar de ella con respeto y admiración. Indagaría en su pasado para descubrir qué intereses ocultaba. A la muerte de Adriana haría lo mismo.