Los cónyuges Fatta conversan
En casa de los Fatta era sabido que al presidente no le gustaba que le molestaran cuando se encerraba en su despacho. Suponía una suerte de regla que, no obstante, la nietecita Rita, a quien su abuelo le consentía todo, violaba a menudo. Margherita Fatta se atenía escrupulosamente a las rígidas costumbres de su marido, pero aquella tarde, al volver de la visita de pésame a Adriana Alfallipe, se dirigió segura hacia el despacho, llamó sin vacilación y fue a sentarse junto a la chimenea, en un sillón situado delante de donde él estaba leyendo mientras escuchaba música clásica.
—¿Qué ha pasado, Margherita? —preguntó Pietro levantando la mirada del libro y cerrándolo lentamente. Era una novela erótica, la última que le había entregado la Mennulara, inocente destinataria de las publicaciones de una editorial algo peculiar, que ella le llevaba a casa, respetuosa y fiel a las órdenes de Orazio incluso después de su muerte.
—Quisiera hablarte de una petición de Adriana y de la visita a casa Alfallipe, como me habías pedido —dijo su mujer, cohibida—. Había mucha gente, la mayoría para curiosear y cotillear después, pero Adriana necesita compañía, está tan sola… Carmela no estaba y Lilla es muy dura con su madre. Adriana no se encuentra a gusto en su casa, añora el piso de Mennù, se había acostumbrado y tenía todo tipo de comodidades. En determinado momento me ha acompañado al dormitorio para decirme una cosa en privado. No me creerás, pero todo lo que quería decirme era que esta mañana el padre Arena había estado allí en visita de pésame, y Lilla le había regalado unos libros que pertenecían a Orazio.
Pietro arqueó las cejas, como hacía cuando sentía curiosidad por algo: se hablaba de libros. Su mujer siguió contándole:
—Adriana me ha dicho que Lilla fue al despacho de Orazio, cogió todos los libros de D’Annunzio, los metió en un capazo y se los regaló al padre Arena. Lloraba, pobre Adriana, me da toda la impresión de que está algo ida. Sea como sea, parece que Orazio le había pedido que te los diera todos a ti, después de su muerte, y Mennù no lo había permitido, quería mantener intacta la biblioteca. Como siempre, Adriana la obedecía. Parece que fue el último deseo de Orazio, ¿tú lo sabías?
—No, no —contestó Pietro, perplejo—, no me esperaba ningún regalo de él, en vida ya había sido lo bastante generoso conmigo.
—Adriana me ha hecho prometerle que te diría que le pidas al padre Arena que te los dé, y ella le permitirá llevarse otros, a su gusto, pero que esos libros están destinados a ti.
—Tengo que acordarme de hablar de ello con el padre Arena cuando lo vea —dijo el marido.
—No, Adriana ha insistido mucho: desea que le hables lo antes posible, el padre Arena vive en el campo y no se le ve mucho por el pueblo…, por favor, haz lo que te pide, la pobrecilla tiene ya muchas preocupaciones.
Pietro Fatta quiso cambiar de tema, su mujer lo irritaba.
—¿Qué más se dice? —preguntó.
—Parece que don Vincenzo Ancona se presentó en el funeral, pocos lo vieron, pero corren voces por ahí.
La noticia de que el poderoso y anciano jefe mafioso se había presentado en las exequias de una criada era un chisme que no le interesaba en absoluto a Pietro Fatta.
—Quizá la Mennulara haya tenido algo que ver con él, pero no comprendo por qué se habrá molestado en acudir a su funeral, será una señal de respeto hacia los Alfallipe —dijo.
—Pues al funeral de Orazio no fue —le hizo notar Margherita. Su marido no le contestó, aún más irritado ante su insistencia. Consciente de la tarea que se le había encomendado, ella siguió contándole cuanto había oído:
—En la Mercería Moderna, las señoritas de Aruta estaban hablando de Carmela y de Massimo. Todo el mundo sabe lo que ha pasado, la gente no para de hablar. Además se dice que unos desconocidos han rajado las ruedas del coche de Massimo, ese chico tiene malas amistades. Maria José Sillitto, que como hija que es de la baronesa Ceffalia no para de chismorrear, me contaba que esta tarde, después de haber atormentado a la pobre Carmela, se había marchado, vaya, a un lugar poco recomendable. —Pietro sonrió, su mujer, turbada y ruborizada, era incapaz de pronunciar palabras como «burdel»—. Y dijo a todo el mundo que la Mennulara era una de esas mujeres. —Pietro sonrió de nuevo, el vocablo «puta» Margherita tal vez lo desconociera, en su inocencia—. Y quizá tuviera contactos con mafiosos. No he preguntado nada más, no me parecía bien, pero dime, Pietro, ¿quién habrá podido dar toda esa información a Maria José?
—No lo sé —contestó él, paciente y resignado ante la ingenuidad de su esposa, que rayaba en la estupidez: todos en el pueblo conocían las costumbres del ingeniero Salvatore Sillitto, marido infiel y poco discreto.
—Te lo agradezco de verdad, ya sé que hubieras preferido quedarte en casa jugando con las niñas, en vez de salir a escuchar semejantes habladurías, pero era necesario; ahora tengo que terminar mi lectura, nos veremos para cenar.
Pietro Fatta desvió la mirada hacia el libro que descansaba sobre sus rodillas; mientras, Margherita se levantaba del sillón: por fin había conseguido despacharla.