Massimo Leone hace las paces con su mujer, recibe una advertencia y la familia Alfallipe toma decisiones importantes
A primera hora de la tarde del miércoles 25 de septiembre de 1963, Carmela Leone yacía en la cama, dolorida pero confortada por la inesperada visita de su hermana. Con gran curiosidad por escuchar el resumen de la excursión a Correos, nada más acabar de comer, mientras su madre descansaba, Lilla se había precipitado a casa de los Leone, donde encontró a Carmela en el suelo, todavía semidesvanecida. Llamó inmediatamente al doctor Mendicò, quien le diagnosticó unas probables fracturas en las costillas y equimosis varias. Le prescribió reposo durante una semana por lo menos. Al quedarse solas, las hermanas lloraron juntas y hablaron largo rato. Por penosa que fuera, aquella conversación pareció acercarlas. Desde la boda de Lilla, mantenían una relación escasa y formal, sus respectivos maridos eran demasiado distintos entre sí y Lilla se avergonzaba de los rasgos pueblerinos que Carmela había adquirido o mantenido. Por primera vez Carmela había hablado abiertamente con Lilla de la desastrosa situación financiera de Massimo y de su agresividad, aunque añadió que, a pesar de todo, lo amaba y lo necesitaba. Deseaba permanecer en su casa, y que nadie, ni siquiera Gianni, se enterara de lo sucedido.
Después se había quedado dormida, agotada. La despertó el marido. La criada ya le había informado de las visitas de la tarde y entró titubeante. Carmela le hizo un gesto para que se sentara al borde de la cama y se disculpó por no haber podido esconder lo sucedido a Lilla.
—Ha venido sin avisar —murmuró llorando. Massimo bajó la cabeza y se la cubrió con los brazos, los codos elevados sobre la testuz, la barbilla hundida en la parte baja del cuello, las manos aferradas detrás de la nuca, y lloró él también.
—¿Qué sucederá? —preguntó después rompiendo el silencio.
Carmela había formulado un plan, en el duermevela. Si su madre preguntaba algo, dirían que se habían peleado, pero que todo se había arreglado, que era un incidente sin importancia. Su aspecto podía atribuirse a la pena por la muerte de la Mennulara. No hablaron de lo sucedido en Correos y decidieron cenar en casa Alfallipe para no despertar sospechas. Massimo ayudó a Carmela a lavarse y vestirse, amorosísimo.
Cuando estuvieron listos, él fue a recoger el coche, aparcado donde siempre. Desde lejos le pareció más bajo de lo habitual, pensó que él también estaba cansado y que empezaba a debilitársele la vista. Se acercó más. Lo había aparcado contra una pared, en el callejón de detrás de casa, por la tarde, después de llevarlo a lavar, y lo había dejado en perfectas condiciones; ahora las ruedas estaban deshinchadas, con las llantas rajadas por cortes largos y profundos. Dio la vuelta alrededor del automóvil en silencio y se asustó. Un viejo, que vivía en el trastero del callejón de enfrente, lo observaba, sentado delante de la puerta de su casa, con el rostro arrugado como una pasa, inexpresivo, inmóvil. No venía al caso preguntarle nada. Massimo abrió la puerta y cogió la hoja depositada en el asiento. «Hablad menos y ocupaos de vuestros asuntos», decía el texto escrito en letras de molde.
Carmela, sorprendentemente, no se descompuso ante la noticia. Se limitó a decir: «Nos observan», y se marcharon de inmediato a casa de su madre, en su utilitario.
Cenaron todos juntos en el comedor grande. Massimo había comido pocas veces en casa de sus suegros, para evitar encuentros con la Mennulara. Las lúgubres y macizas alacenas adosadas a las paredes parecían gigantescas y amenazadoras figuras de enormes orejas, las vajillas y cristalerías colocadas en las vitrinas tintineaban en cuanto alguien pasaba al lado, la flébil luz de las bombillas de bajo voltaje creaba una atmósfera decadente llena de sombras desvaídas. Entraba por la nariz el olor rancio de las habitaciones deshabitadas, como si en la casa hubiera un alma ofendida y también ella quisiera castigarlos y hacerles una advertencia. Comieron muy poco y sin ganas.
Durante la cena, discutieron sobre la situación. Gianni estaba consternado y carecía de iniciativa. La madre sólo mostraba interés por sus achaques: las visitas de la tarde la habían cansado y ni siquiera se dio cuenta de que Carmela andaba con dificultad. Lilla se sentía desalentada, pero algo tendrían que decidir. La advertencia que había recibido Massimo, según dijeron todos, se derivaba de la visita de Carmela a la oficina de Correos, cuyos detalles pasaron por alto de común acuerdo. Era evidente que Mennù debía de tener relaciones con gente mafiosa y parecía probable que hubiera dado disposiciones para humillar a la familia tras su muerte. Era su venganza por habérsele retirado la administración del patrimonio a la muerte del padre. Los tres hijos estaban convencidos, pero ninguno, en su soberbia, se atrevía a sugerir lo que era obvio: obedecer sus órdenes y reescribir la esquela.
Massimo tomó la palabra:
—No me importa si la gente se burla de nosotros, no quiero que vuestros coches aparezcan con las ruedas rajadas, o algo peor. No nos queda más remedio que corregir las esquelas murales e introducir el texto preparado por ésa, tal y como lo escribió, y enseguida.
Todos estuvieron de acuerdo.