El padre Arena realiza la obligada visita de pésame a la señora de Alfallipe y reprocha a Lilla Alfallipe el haberle hecho propuestas inconvenientes
El padre Arena sentía afecto por la señora de Alfallipe. Había soportado con silenciosa dignidad las traiciones del abogado Orazio, que heredó los instintos carnales de su padre, pero en vez de divertirse con putas prefería hacer caer en la tentación y el pecado mortal a las mujeres de buena familia del pueblo y de la provincia. Ella había sido una esposa fiel y resignada, a diferencia de su suegra, quien despreciaba abiertamente a su marido, y había encauzado sus escasas energías hacia las diversiones consentidas a una señora de su posición social: las visitas por la tarde entre amigas y el juego de cartas, encantada de dejar los cuidados de la casa a la Mennulara, quien la había servido con la misma abnegación demostrada hacia su suegra. No hacía daño a nadie, aunque tampoco ningún bien.
De ella se decía sólo que gastaba demasiado en vestidos: al padre Arena eso le parecía un pecado venial, además, de joven, su prestancia había hecho disfrutar a muchos hombres, él incluido, sin inducirles por lo demás al pecado. En resumen, una buena mujer como otras muchas, que se había revelado inesperadamente anticonformista una única vez, de forma pasmosa, cuando a la muerte de su marido había abandonado la casa familiar para trasladarse al piso de la Mennulara.
Muy temprano, como corresponde a las visitas de pésame de un sacerdote, tocó el timbre del portal de casa Alfallipe. Incluso en tiempos recientes, hasta la muerte de Orazio, siempre había habido alguien en la portería. El padre Arena tenía malos presentimientos sobre el futuro de doña Adriana en esta suerte de segunda viudez; pero esperaba que no le resultase demasiado penosa y que fuera capaz de adaptarse a vivir sola, en aquella casa grande y triste, que sus hijos no la abandonaran y cuidaran bien de ella.
Lilla le abrió el portal, disculpándose por haberle hecho esperar y le acompañó por las escaleras hasta la planta principal. Era una escalinata de piedra roja que conducía a un rellano iluminado por una gran vidriera polícroma que daba a un patio interior. Una segunda rampa llegaba hasta la planta principal, en la que se abrían dos puertas macizas de madera de nogal: una era la entrada del domicilio de la familia, por la otra se accedía al despacho del abogado, tres habitaciones grandes e imponentes, lujosamente decoradas, como correspondía al administrador de los príncipes Di Brogli.
Lilla precedía al cura por las escaleras; se detuvo delante de la vidriera, para esperarlo. Los rayos del sol se filtraban a través del cristal y le iluminaban el cabello claro: se parecía mucho a su madre de joven, y el padre Arena se serenó ante el recuerdo de la hermosa y amable Adriana, como él la recordaba, vestida de novia.
—Padre, quisiera hablarle un momento a solas —dijo Lilla—, sé que vio a menudo a Mennù en los últimos meses. Mi padre, como usted sabe, le había concedido muchas libertades y al final ella tenía en sus manos la administración de nuestro patrimonio. Los hijos no recibimos todo lo que nos correspondía a la muerte de mi padre, pero por respeto hacia nuestra madre, que siempre sintió debilidad por Mennù, lo toleramos.
El padre Arena seguía mirándola, y ante aquel tono duro y decidido se dio cuenta de que Lilla sólo se asemejaba a su madre en la apariencia. Mientras tanto, intentaba comprender qué quería de él, un pobre cura.
—Pronto tendré que volver a Roma. Así que es necesario que averigüe sin tardanza qué ha hecho del patrimonio que nos corresponde y dónde lo tiene oculto. Supongo que usted tendrá más información, en el pasado le escribía cartas y además ha seguido siendo su consejero espiritual —añadió Lilla revelándole por fin sus verdaderas intenciones.
El padre Arena permaneció de pie sin dejar de mirarla, indignado por aquella inesperada petición. Al advertir su incomodidad, Lilla creyó que se había equivocado de enfoque y se corrigió:
—Quede claro que si accede a ayudarnos le quedaremos todos agradecidos y tendremos algún detalle con usted en cuanto la situación quede resuelta, se lo aseguro personalmente. —Después, perpleja ante el prolongado silencio del cura, añadió—: Se trata de una cifra importante, que podría venirle muy bien, ahora que está jubilado.
El padre Arena contestó con vehemencia, balbuciendo en un italiano pulido:
—Usted vive fuera desde hace muchos años y tal vez haya olvidado muchas cosas, pero es imposible olvidar que un sacerdote no traiciona los secretos del confesonario en todo el mundo católico. La Mennulara me ha honrado con su amistad y es sabido que yo le escribía las cartas. Le preparé el borrador de la que les ha dejado y he informado a sus sobrinos de su muerte, si lo desea le daré su dirección. No tengo nada más que decir. En cuanto al ofrecimiento de dinero, si no lo he entendido mal, se lo agradezco, pero no estoy en tal indigencia como para verme obligado a vender mi dignidad. Y en cuanto a usted, debería avergonzarse de su comportamiento, que no es digno de una Alfallipe, doña Lilla. —Apartó la mirada, siguió subiendo las escaleras y añadió—: Ahora subamos, he venido a visitar a su madre.
La señora de Alfallipe recibió al padre Arena con su acostumbrada afabilidad y le dio las gracias por haber estado tan próximo a la Mennulara en los últimos días. Ambos se dejaron llevar por las reminiscencias del pasado.
—Era tan testaruda, padre, se acuerda de la de veces que la animé a aprender a escribir, pero no quiso ni intentarlo. Y sin embargo mi suegra me repetía que fue precisamente usted quien la enseñó a leer —dijo la señora. Y, dirigiéndose a Lilla, añadió—: Tú no lo sabías, quizás, pero fue la abuela quien lo quiso. Me contó que tras la muerte de su madre, Mennù sufrió muchísimo y casi había dejado de hablar. Entonces, esperando que hallase consuelo en la lectura de las oraciones, quiso que el padre Arena le enseñara a leer y a escribir.
—Yo era un cura joven —añadió el padre Arena, inflamado por el recuerdo—, y doña Lilla me tenía simpatía. Venía a celebrar la misa del viernes y a confesar a las personas de casa. Me quedaba a comer y por la tarde le daba clases a la Mennulara. Aprendía con rapidez y leía bien, pero no sabía italiano. Le regalé un diccionario italiano-siciliano que le abrió el mundo de la lectura. Libros religiosos no creo que haya leído nunca, pero de los otros leía muchísimos. El abogado Orazio le permitía usar su biblioteca y ella a veces, con permiso del abogado, me prestaba libros de literatura moderna. Así fui recompensado de sobra por unas cuantas lecciones de hace muchos años.
Llegados a ese punto, Adriana Alfallipe, en un arrebato de generosidad, le hizo una proposición que fue muy bien acogida.
—Padre, permítame que le ofrezca como regalo algunos libros, hay muchos aquí y nadie los lee. Elíjalos usted. Hubiera querido dárselos tras la muerte de Orazio, pero temía que a Mennù no le sentara bien; se pasaba horas encerrada en esa biblioteca todos los días, y era muy celosa de todas las baratijas que coleccionaba el abogado, ya lo sabe.
—Padre —dijo Lilla, que había advertido la turbación del cura—, si se fía usted de mi elección iré enseguida a seleccionar algunos que puedan interesarle.
—Gracias, señora —respondió él—, están todos en orden alfabético por autores, los organizó Mennù tras la muerte de su padre.
Lilla desapareció, dejando a los dos ancianos en plácida conversación. Volvió al poco rato, con una bolsa llena. El padre Arena tuvo que contenerse para no abrirla, pero en el fondo de su corazón estaba exultante: se veía obligado a comprar libros de segunda mano, de tantos como devoraba. Con la promesa de otra visita dejó a la señora de Alfallipe animada y sonriente.
—Qué persona más buena, el padre Arena —comentó la madre cuando Lilla se reunió con ella en el salón después de haber acompañado al cura a la puerta.
—Pues no sé cómo puedes decirlo —replicó Lilla llena de resentimiento—, bien sabes que fue él quien le ayudó a escribir la carta y a informar a los sobrinos de su muerte.
—¿Y qué hay de malo en eso?, ¿es que acaso no hubiera debido hacerlo? —contestó la madre—. ¿Qué libros le has dado?
—Los primeros que he visto, D’Annunzio entero, que por cierto Mennù había colocado en la letra A, ¡de lo bien que le enseñó el alfabeto el padre Arena! —contestó Lilla con acritud.
La reacción de la señora de Alfallipe fue totalmente inesperada.
—Vaya lío que has organizado, esos libros los había destinado tu padre a Pietro Fatta, ¡me había propuesto dárselos hoy mismo! Era un deseo específico suyo, lo repitió muchas veces antes de morir, pero Mennù se opuso y me dijo que se los daría ella misma, más adelante. Se le habrá olvidado, pero precisamente la semana pasada me insistió en que se los hiciera llegar a Pietro. Y cómo se te ha ocurrido darle D’Annunzio a un cura, no te entiendo, esos libros están en el Índice. —La señora de Alfallipe empezó a lloriquear como una niña y repetía retorciéndose las manos—: ¿Y ahora qué hacemos? ¡Vaya faena!
En aquel momento Lilla perdió el control. Se revolvió contra su madre, gritando que estaba harta de todo, que no veía la hora de regresar a Roma. La señora se deshizo en un llanto desesperado. Pero era ya la hora de las visitas y madre e hija tuvieron que recobrar la compostura y recibir.
Fue así como la familia Lodato Ceffalia, en visita de pésame, pudo constatar que Adriana Alfallipe estuvo sumida en un mar de lágrimas desde el principio de la visita, ni siquiera por la muerte de su marido se había mostrado tan quebrantada. Al marcharse, la baronesa Ceffalia y sus dos hijas no dieron abasto intercambiándose comentarios sobre los Alfallipe: Adriana estaba al borde de un ataque de nervios, muy afligida; Lilla no le servía en absoluto de consuelo y evitaba a su madre con la mirada, como si la tuviera tomada con ella, disimulaba mal sus ganas de irse y hablaba de la difunta sin afecto, era evidente que quería hacer correr la voz de que buscaba información acerca de la situación financiera de la Mennulara, y que si permanecía en el pueblo era por eso.