Capítulo 21

Massimo Leone castiga a su mujer por su necedad

Se cuenta en la oficina de Correos de Roccacolomba que aquel miércoles hasta se tuvo que llamar a la empleada que había obtenido el certificado de primeros auxilios para calmar a Carmela Leone, víctima de una auténtica crisis histérica, y no fue capaz.

Al subdirector de la oficina, que se vio envuelto en el asunto, no le quedó más remedio que avisar al marido, Massimo Leone, para que se la llevara. Dio la impresión de que Massimo estaba esperando a que le llamaran; vino en coche, aparcó delante de la entrada principal del edificio, se metió de inmediato en las oficinas y siguió a los empleados que lo aguardaban impacientes. En cuanto vio a Carmela, la agarró por los brazos, se los cogió juntos por detrás de la espalda con fuerza y la obligó a levantarse de la silla de la que se negaba a separarse.

A fuerza de empujones, Massimo hizo desfilar a su mujer a través de los pasillos de Correos, sin dejar de sujetarle los brazos detrás de la espalda con tanta fuerza que la piel enrojecía a simple vista; la empujó por detrás con las rodillas, toda temblorosa y llorando, hasta que llegaron al vestíbulo y salieron por la entrada principal. Las únicas palabras que Massimo dirigió a su mujer, según sostuvo la multitud de empleados y peatones que se había formado a su alrededor, eran: «¡Anda!» y «¡Vamos!», como si fuera un asno. Ante la mirada de todo el mundo, la arrojó dentro de su precioso coche deportivo; en cuanto se hubo sentado, Carmela se dobló hacia delante y de su boca le salió un río de vómito amarillo.

Massimo acababa de abrir la puerta de entrada de su piso, y ya estaba sonando el teléfono. Sujetaba a Carmela de un brazo, bajo la axila; apretó con más fuerza y al mismo tiempo levantó el auricular. Era Lilla, ansiosa por escuchar el resumen de la mañana en Correos. Massimo refirió que no había correspondencia, que Carmela tenía jaqueca y estaba a punto de meterse en la cama. Hizo un gesto a Mimma, la criada, que se había acercado corriendo para contestar al teléfono, de que se fuera, después empujó a Carmela hasta el dormitorio y entornó la puerta. En silencio, la molió a patadas y puñetazos en muslos, caderas, vientre, ingle, pecho y espalda; los moratones no los vería nadie, él sabía hacer bien las cosas. Ni siquiera era necesario cerrar la puerta de la habitación. Mimma no oiría gritos o llantos, sólo la respiración agitada de Massimo y los rítmicos golpes que caían sobre Carmela, desmayada en el suelo sobre la alfombra.

Massimo se lavó las manos y se peinó; luego se sentó a la mesa, servido por Mimma, quien, como persona de casa Leone, no le contaría nada a nadie. Después de comer salió sin pasar por el dormitorio. No quiso coger el coche, sentía la necesidad de desahogarse caminando. Le repugnaba el comportamiento de su mujer, que no sólo le había puesto perdido el interior de su automóvil nuevo, sino que había montado una escena que causaría escándalo en el pueblo, y quién sabe qué otros líos además. Concomido por la rabia, se arrepentía de haberse casado con ella; lo había hecho por darse el gusto de derrotar la oposición de la familia, fomentada por la Mennulara, y no por la esperanza de una dote abundante, como se decía en el pueblo. Ahora se veía obligado a soportar a esa mujer que no valía para nada. Siguió caminando con largas zancadas por las calles vacías del pueblo y después en campo abierto, quería estar solo. Mantuvo el paso sostenido sudando bajo el resplandor aún cegador del sol otoñal.

Sin darse cuenta se había acercado a la carretera del cementerio, la misma que había recorrido a paso lento el día anterior, siguiendo el féretro de la Mennulara. Le entraron unas ganas irresistibles de entrar y destrozar la tumba familiar, que aquella mujer se había hecho construir justo enfrente de la capilla gentilicia de los Alfallipe. La verja del camposanto estaba cerrada. Permaneció con las manos aferradas a las barras de hierro forjado, bajo el sol que caía a plomo. La rabia se le mezclaba con una sed ardiente, empezó a sentirse indispuesto y decidió regresar al pueblo.

Por el camino de vuelta se fijó en que los postigos del burdel estaban abiertos. Entró y permaneció allí hasta bien avanzada la tarde. Salió exhausto, pero sin la habitual sensación de bienestar. La madama se informó de si la forastera había sido de su agrado; después de cobrarle, esbozó un tímido pésame por la muerte de la Mennulara. Massimo blasfemó y añadió: «Seguro que follaba con mafiosos, la han enmerdado de muerta».