Contrariamente a las previsiones, se sigue hablando de la Mennulara y Gaspare Risico se venga de los abusos de la difunta maltratando a Carmela Leone
En la mañana del miércoles 25 de septiembre, las habladurías acerca del funeral de la Mennulara fueron repetidas en el pueblo a los pocos que todavía no estaban al corriente, ampliadas y embellecidas tras una buena noche de sueño, pero en todo caso con cautela. Los roccacolombeses, tanto los de las plantas nobles como los de las porterías, coincidieron en que no había nada más que discutir, criticar, sopesar o evocar acerca de la Mennulara y de los Alfallipe, y todos estaban cansados de hablar de ellos: el tema se había agotado y a partir del día siguiente sería letra muerta. La inminente boda de la hija del rico notario Vazzano ocuparía el lugar que le correspondía entre las habladurías de Roccacolomba. En cambio, no ocurrió como estaba previsto.
Con el corazón encogido, Carmela Leone había aceptado la decisión de sus familiares de que le competía a ella la tarea de presentarse en Correos para retirar la correspondencia dirigida a la Mennulara, dado que, como la única Alfallipe que había permanecido en Roccacolomba, era persona conocida y respetada en el pueblo.
Había discutido con su marido los más mínimos detalles de aquella expedición hasta bien entrada la noche: ¿cómo me visto?, y si me acusan de un delito, porque delito es retirar correspondencia dirigida a una extraña, y difunta además, ¿qué hago?, ¿me llevo a una amiga? Iría a Correos a última hora de la mañana, bien vestida, explicaría que se le había ocurrido de repente retirar la correspondencia dirigida a su madre, la señora de Alfallipe, quien, por comodidad, hacía que se la mandaran a su criada de confianza.
Carmela estaba muy preocupada y por la calle se sentía observada. Le temblaban las piernas, pero no porque llevara tacones altos, y caminaba con solemnidad aunque con paso inseguro por las piedras del adoquinado, completamente sudada y presa de la desesperación. Consiguió controlarse sólo ostentando el aire de superioridad característico de su familia y llegó por fin a la oficina de Correos.
Todos habían dado por supuesto que el empleado de la ventanilla estaría al corriente de la muerte de la Mennulara. Sin embargo, había una empleada nueva. Carmela se olvidó del discursito casi aprendido de memoria e hizo todo al revés. Con voz arrastrada preguntó si había correo para la señorita Mari Rosalia Inzerillo. Una señora elegante y enjoyada como ella, a todas luces mujer casada, no podía ser en ningún caso la «señorita». Inzerillo. La empleada se dio cuenta de inmediato y preguntó sin recelo alguno si quería retirar correo por cuenta de un tercero. Tal pregunta no preludiaba una negativa, porque era costumbre que los familiares se presentaran en Correos para recoger cartas dirigidas a cónyuges, padres, tíos, hijos, sin autorización formal, solamente bajo palabra.
Carmela, en cambio, se embarulló y no fue capaz de dar una respuesta a aquella pregunta tan sencilla. Instintivamente, recuperó su altanería ancestral y montó una escena que casi parecía una discusión, dadas las voces y las amenazas proferidas contra la pobre empleada, quien se sentía responsable de la reacción de la cliente. Carmela la acusó de ser una impertinente, de no saber quién era ella, ella, la hija del abogado Orazio Alfallipe. La conminó por último para que le entregara todo el correo de Rosalia Inzerillo sin perder más tiempo, que tenía cosas mejores que hacer que estar esperando delante de una ventanilla, y además se había formado una cola de personas que esperaban.
Por toda respuesta a la pregunta de la empleada sobre si era pariente de Rosalia Inzerillo, Carmela dijo que Rosalia Inzerillo pertenecía al servicio de la familia Alfallipe y que tenía derecho a preguntar si había correo normal así como en el apartado de correos, y también a retirarlo, por cuanto toda la correspondencia de Rosalia Inzerillo pertenecía a los Alfallipe, y la empleada hubiera debido estar al corriente de ello. En el caso de que no quisiera entregársela, ella, Carmela Alfallipe de Leone, haría una reclamación al director, a quien conocía personalmente.
Ante la seca negativa que le opuso la empleada, Carmela decidió contar la verdad. Había venido a petición de sus familiares. Su madre, doña Adriana Alfallipe, vivía con Rosalia Inzerillo, que era su criada, en el domicilio de la susodicha Inzerillo, que había fallecido dos días antes de cáncer. Doña Adriana estaba muy abatida y, naturalmente, no podía venir en persona a retirar el correo, que llegaba dirigido a Rosalia Inzerillo, pero que en realidad pertenecía a los Alfallipe. Era una explicación sencilla, y ella debía ir a ver a su madre, con el correo, aquella mañana.
Carmela no obtuvo el efecto deseado: su relato, en lo esencial verdadero, le pareció inverosímil a la empleada, quien comenzó a sospechar y endureció su posición inicial: se negó incluso a proporcionarle detalles sobre la correspondencia de la difunta señorita Inzerillo. Carmela insistía, seguía repitiendo las mismas cosas e iba levantando cada vez más la voz, acabando por pedir histéricamente que la empleada le dijera por lo menos si en el apartado de correos había algo para Rosalia Inzerillo, y que no pensaba moverse de la ventanilla hasta obtener esa información.
La empleada le pidió que se marchara, había una multitud a la que atender. Entonces Carmela pasó a amenazarla, afirmando que no tenía importancia si Rosalia Inzerillo estaba enferma o sana, viva o muerta, el caso es que había cuestiones de familia que era necesario resolver de inmediato y tenía que decirle si había correo, de lo contrario todos tendrían problemas. La empleada, que no tenía demasiada experiencia, no sabía qué hacer. Llamó en su ayuda a una colega. Carmela se puso morada y casi apopléjica, repitió que no tenía la menor intención de marcharse y se aferraba al mostrador de delante de la ventanilla. Empleados y clientes la escuchaban estupefactos, contrariados por la temporal suspensión del servicio, pero también divertidos. Quienes de entre ellos conocían a Carmela Alfallipe se limitaban a disfrutar de la escena y escuchaban con avidez.
Los empleados de Correos concluyeron que la única solución era conducir a la cliente ante el colega que había tenido a bien encargarse de las reclamaciones del público, el señor Risico, y eso hicieron. Fueron necesarias dos empleadas para convencer a Carmela de que se alejara de la ventanilla; la escoltaron, sosteniéndola ambas del brazo, mientras seguía desvariando, hasta las oficinas.
Con un educadísimo «¿En qué puedo serle útil, señora?», Gaspare Risico invitó a Carmela Leone a tomar asiento en la butaca de delante de su escritorio. Las dos colegas se esfumaron, entre guiños de ojos avispados y risitas: apreciaban el estilo de Risico, compañero competente y solidario, además de hombre guapo. Gaspare, entretanto, había tomado papel y lápiz, y había escrito con cuidado la fecha. Carmela, sentada frente a él, con la espalda separada del respaldo, tenía las piernas dobladas en un gesto nervioso, como si estuviera a punto de levantarse otra vez. Y, por fin, se había callado. Risico, con voz exquisita, le pidió los datos personales de la señora de Leone para levantar acta del coloquio. Tal comportamiento alarmó a Carmela, que con gesto altanero le ordenó que no escribiera nada de nada y se limitara a escucharla, a permanecer tranquilo y a comportarse con educación, como ella, la hija del abogado Alfallipe. Sólo quería retirar la correspondencia de la criada, añadió que conocía personalmente al director de Correos y que esperaba que la cuestión se resolviera con rapidez, por el bien de todos, y también del señor Risico.
Al oír el nombre Alfallipe, Gaspare Risico no dio crédito a su suerte. Pocos minutos antes estaba leyendo La Sicilia y le había irritado que sus colegas arrastraran hasta su despacho a aquella demente. Ahora, en cambio, sentía complacido su deseo de dar una lección a uno de los Alfallipe, que estaba en sus manos.
Risico tenía una habilidad innata para hacer que sus interlocutores se sintieran cómodos: les dejaba hablar libremente para atacarlos después, en el momento en el que se sentían más seguros, hasta conseguir que le dieran la razón y le agradecieran su cortesía, pese a salir derrotados. Eran poquísimas las reclamaciones que no resolvía y, además, a los que reclamaban les quedaba la impresión de que se trataba de alguien que les tomaba en serio y apreciaban su contribución al buen funcionamiento del correo estatal. El ser un hombre atractivo no dejaba de ayudarle.
Decidió fingir que no conocía los asuntos de los Alfallipe. Dejó que Carmela le contara cuanto le había sucedido en la ventanilla y coincidió con ella en que los usuarios de un servicio estatal se merecen respeto. Planteándole preguntas fáciles y alentadoras, usando la dialéctica de los gestos, manos con las palmas abiertas hacia ella, inmóviles sobre la mesa, los labios apenas entrecerrados en una media sonrisa, Gaspare Risico había conseguido llevar a Carmela Leone al sitio que quería. Aquella pobre mujer le estaba desvelando, poco a poco y de manera confusa, el verdadero motivo de su petición. Risico la miraba fijamente a los ojos, después bajaba los párpados desolado ante las acusaciones dirigidas contra su colega, sacudía la cabeza para asentir y la animaba respetuosamente para que siguiera hablando. Por fin, la desafortunada Carmela admitió que esperaban cartas importantes dirigidas a la Mennulara, que probablemente contenían dinero, y que ella pensaba retirarlas falsificando la firma de Rosalia Inzerillo, con tal de conseguirlas de inmediato. Carmela añadió que si Risico la ayudaba, no dejaría de tenerlo en cuenta y, además, hablaría bien de él al director.
El silencio invitador de Gaspare Risico hubiera podido animarla a decir más, pero había hablado lo suficiente. El empleado de Correos se alborozó en silencio para sus adentros: «¡Aquí quería verte yo!», y se incorporó en su asiento. Blandiendo el lápiz como si fuera una lanza apuntada contra Carmela, la increpó con dureza, la acusó de hurto, suplantación de personalidad, falsificación de firma, estafa, falso testimonio, declaración engañosa a una empleada de un servicio público sobre la identidad o condición personal propia o de terceros, amenazas e intento de corrupción por actos contrarios al deber laboral. Por si fuera poco, se había atrevido a reclamar y a quejarse de las empleadas de ventanilla que no habían sospechado nada de sus enredos para organizar una estafa en perjuicio de los legítimos herederos de la difunta Rosalia Inzerillo.
Se había levantado con orgullosa dignidad y le anunció con tono solemne que iba a redactar el acta oficial y a entregar el expediente al director, por dos motivos que le explicaría con todo detalle. Llegados a ese punto, hizo una pausa, para observar la reacción de Carmela, enmudecida. Gruesas lágrimas le regaban el rostro hinchado.
Gaspare Risico se sentó de nuevo para desplegar ante sus narices esos dos motivos. Sacudiendo el índice apuntado contra ella, dijo:
—El primero es que a mí me paga el Estado para servir al público: usted ha venido ante mí insatisfecha de nuestro servicio para una reclamación, si así puede definírsela, y tiene derecho a exigir que sea tomada en consideración con seriedad. El segundo es que usted me ha dicho que mantiene relaciones de amistad con nuestro director. Debe de tener un motivo para decirlo. No será sin duda para acusar al director de corrupción o incompetencia, porque es honesto y muy estimado. Tal vez sea entonces para amenazarme, y en este caso me veo obligado a dirigirme al director y que sea él quien tome la decisión final: si tiene usted razón y nos negamos a proporcionarle información y a entregarle correspondencia que tiene usted derecho a retirar, o si es usted una ladrona o una estafadora que intenta obtener lo que pertenece en realidad a la difunta Maria Rosalia Inzerillo. En lo que a mí respecta, usted no tiene derecho alguno a retirar la correspondencia de otro ciudadano sin poder o autorización según las normas legales y el reglamento postal, ni mucho menos a obtener información sobre los asuntos de un difunto.
El hermoso rostro de Carmela había experimentado una grotesca metamorfosis: el flequillo se le había deshinchado, el pelo se le había pegado a la frente empapada de sudor en mechones sin gracia, la sombra de ojos se deslizaba por las mejillas y el carmín de los labios, que había mantenido apretados entre los dientes para no estallar en sollozos, se le había corrido, formando una aureola alrededor de la boca. Carmela Alfallipe se aferraba en los momentos de supremo peligro a su soberbia y vanidad: contuvo el llanto y empezó a implorar a Risico para que la dejara marcharse, no debía de haberse explicado bien, no era lo que él había entendido, hablaba demasiado porque estaba muy afectada por la muerte de la Mennulara. Con un «Finjamos que nunca nos hemos conocido, aunque me parezca usted muy cortés y me encantaría volver a verle en otras circunstancias…», intentó incluso esbozar una sonrisa zalamera con aquellos labios hinchados y descoloridos.
Gaspare Risico le contestó con severidad, como repitió complacido a su mujer, aquella noche:
—Señora, usted representa al pueblo italiano sometido a abusos de poder por parte de los órganos estatales cuya existencia tiene la única finalidad de servir a los ciudadanos. Ha reclamado amparándose en sus derechos de ciudadana. Se hará justicia, y yo estoy decidido a cumplir con mi deber.
Dicho esto, recogió sus apuntes y con un cumplidísimo «Si me disculpa» se marchó dejando a Carmela sin palabras. Pero no por mucho tiempo.