En el pueblo, la noche del entierro
Antes de la celebración del funeral, en Roccacolomba se había chismorreado sobre la decisión de los Alfallipe de organizar las exequias por su criada. Se había hablado también de la difunta, como era obligado, pero había poco que decir además de lo que ya era sabido por todos. Los comentarios sobre su vida privada se veían por lo demás muy limitados, por cuanto, habiendo trabajado siempre al servicio de la misma familia, no había dado lugar a habladurías salaces; es verdad que entre las familias que frecuentaban a los Alfallipe no faltaron alusiones a las aventuras galantes de Orazio y se aventuraba entre risas, y no sin cierta incredulidad, que entre sus conquistas se contara también la criada. Tal posibilidad quedó más tarde descartada en cuanto eran bien conocidas las preferencias de Orazio por las mujeres casadas, guapotas y cultas.
Los pocos roccacolombeses pudientes que se molestaron en ir al funeral de la Mennulara a las tres de la tarde del martes 24 de septiembre, no para manifestar su pesar ni mucho menos por respeto hacia los Alfallipe, sino empujados por la curiosidad ante tan inusitado acontecimiento, no quedaron decepcionados. Habían visto con sus propios ojos la escasa aflicción de los hijos Alfallipe por la muerte de la sirvienta que los había criado, como dejaban patente la mísera corona de flores y el modesto funeral, sin procesión de huérfanos ni música; habían intentado valorar la grandiosa corona enviada por los sobrinos de la Mennulara y se habían maravillado aún más de su ausencia en el funeral de su única tía materna. A no ser que hubieran sido excluidos expresamente por los Alfallipe.
Los presentes tuvieron así la oportunidad de observar a los demás asistentes al funeral y de repetir en casa, en el Círculo o en los salones su versión de lo sucedido, añadiendo comentarios de cosecha propia con autoridad. ¡Qué multitud había en la Dolorosa! Aparte de los comunistas, ausentes en bloque, todas las clases y las corrientes del pueblo estaban representadas, se decía que tal vez don Vincenzo Ancona hubiera honrado el funeral con su presencia. Por desgracia no le vieron cara a cara. Lo habían notado sólo unos cuantos, pero la voz corrió por el pueblo; además, los chicos que jugaban a la pelota en la anteiglesia contaron que habían visto un coche modelo Giulietta negro y reluciente llegar a la placita, cuando la misa de cuerpo presente ya había empezado, y detenerse justo delante de la entrada principal: cuatro hombres habían bajado junto a un viejo grande y grueso y se habían metido en la iglesia para salir casi inmediatamente, mientras el cura seguía diciendo misa, habían montado en el coche que había arrancado a toda velocidad y desaparecido en un santiamén.
Desde aquel martes por la tarde se habló de la Mennulara con cautela y un cierto respeto, aunque su vida fuera examinada hasta en sus más mínimos detalles, dado que sobre ella había poco que decir. El miedo que despertaba el nombre de Ancona era tal que en Roccacolomba se hablaba de él en voz baja y sin nombrarlo en público, ni siquiera en las tiendas o en los encuentros callejeros, ya se sabe que hasta las paredes de las casas y las piedras de la calle tienen ojos y oídos y refieren a quien corresponde: de sabios es evitar que eso suceda.
La gente se maravillaba una vez más de la extraordinaria carrera de la Mennulara, que de criata llegó a ser mujer de negocios y administró los bienes de los Alfallipe salvándolos de la bancarrota y permitiendo que todos los miembros de la familia continuaran viviendo como señores, mientras ella se contentaba con proseguir con su ocupación de criada para todo. Naturalmente, habían debido aceptar que ejerciera de dueña e interfiriera en sus asuntos, y es probable que se guardara dinero para sí, pero a fin de cuentas era leal a la familia y había cargado en su casa con la viuda del abogado, librando a los hijos de esa preocupación.
La opinión generalizada era que se trataba de una mujer ignorante pero inteligente y capaz, desagradable e imperiosa, que había dedicado su vida al servicio de los Alfallipe. Los ricos les criticaban por haberle permitido que interfiriera en las decisiones familiares de forma indecorosa e intolerable para la gente normal, pero los Alfallipe eran distintos a los demás en esto también: con tal de poder ir a lo suyo y no preocuparse por nada hubieran vendido su alma al diablo. Los pobres criticaban a la Mennulara porque había tomado partido por los amos en perjuicio de su propia gente, incluidos sus sobrinos, para recibir al final, por toda recompensa, un modesto entierro. Seguía quedando sin explicación la muestra de respeto de don Vincenzo Ancona, pero, en un ejercicio de sensatez, el pueblo llano y la clase media prefirieron dejar correr el asunto.
Únicamente en el salón de la baronesa Ceffalia, en presencia de unos pocos íntimos, se osó hablar con más libertad, para demostrar el desprecio que las clases altas reservaban a la mafia. Había personas de Catania, invitados a la inminente boda en casa de los Vazzano, y se comentaron una vez más las infidelidades conyugales de Orazio, la vulgaridad de Massimo Leone, la soberbia de Lilla y la timidez de Gianni.
Se habló de la situación financiera de los Alfallipe, quienes habían permitido que una criada les llevara la administración, ellos precisamente, que en el siglo anterior se habían hecho ricos administrando las tierras del príncipe Di Brogli. Afortunados sí que lo habían sido, porque la Mennulara no les había emulado en su codicia: con su dinero sólo se había comprado una casa modesta. Había habido muchos casos semejantes de administradores que amasaron una verdadera fortuna a espaldas de sus nobles e ineptos amos, y por ello en cierto sentido era casi justo, y desde luego no inhabitual, que en su decadencia tales familias se toparan a su vez con una suerte parecida. Pero nunca había ocurrido nada semejante con una mujer, y criada, por si fuera poco.
Esta historia de los Alfallipe era extraordinaria por los lazos de dependencia entre amos y criada, e increíble por el hecho de que, si bien parecía que la nueva generación iba a oponerse a la continuación de tales tratos malsanos, en realidad los había perpetuado, demostrando que consideraba a la Mennulara como parte de la familia: incluso lo habían hecho público exponiendo las esquelas y disponiendo sus exequias como si hubiera sido una pariente cercana.
Y es que había algo oculto que no se entendía bien, como demostraba la presencia en el funeral de don Vincenzo Ancona, el reconocido jefe mafioso de la provincia y padre además de un importante personaje que vivía fuera, «hombre de honor» moderno que contaba con el apoyo del gobierno. Ése era un acontecimiento asombroso y preocupante, digno de consideración. Después de encendidas discusiones quedaron en pie dos teorías, ambas atrevidas y poco plausibles: que se tratara del verdadero padre de la Mennulara, a quien había transmitido su astucia; o que fuera, nada menos, su secreto amante de juventud. Sucedió así que don Vincenzo Ancona, hombre de honor que por la honorable sociedad había matado despiadadamente y sin vacilación, que incluso había condenado a muerte a un cuñado suyo que había «hablado demasiado», padre de cuatro hijos, católico practicante, vino a ser descrito como persona sexualmente indiscreta y acaso romántica, víctima de sus emociones.
En la portería del Palazzo Ceffalia, se discutió, obviamente, sólo del funeral. Nadie cometió la estupidez ni llegó al extremo de los amos de atreverse a pensar que Nuruzza Inzerillo o su hija pudieran haber sido amantes de don Vincenzo Ancona. Con la sabiduría del pueblo, se barajaban dos hipótesis concretas: que la Mennulara fuera una mujer mafiosa, de forma absolutamente excepcional, en cuanto hembra y pobre, o que hubiera hecho a don Vincenzo Ancona un favor tal como para merecerse su reconocimiento póstumo. En cualquier caso, creció entre los presentes el respeto por la Mennulara, si bien el señor Vito Militello quiso puntualizar que no dejaba de ser, pese a todo, una difunta desagradable, que nunca había tratado con familiaridad a nadie y que se había pasado al bando de los amos despreciando y pisoteando a la gente como ella.