Capítulo 18

El señor Giovannino recuerda

El señor Giovannino era un honesto y apreciado tasador de productos agrícolas. Su trabajo le llevaba a recorrer a caballo los campos y podía presumir de conocer bien todas las tierras de la provincia.

Abandonaba el pueblo al amanecer para regresar con la puesta del sol. Veía delante de él a la niñita de cuatro o cinco años que caminaba al lado de su padre, por el sendero, a la pálida luz del alba, erguida y orgullosa. Luigi Inzerillo era un pobre desgraciado que, habiendo perdido su trabajo de minero por enfermedad y pese a saber que tenía los pulmones agujereados, tuvo que adaptarse a trabajar de bracero para mantener a su familia. Se llevaba consigo a la hija menor, porque también su mujer estaba enferma.

Mientras su padre se deslomaba, ella recogía caracoles, alcaparras, frutas silvestres, leña, todo lo que era capaz de encontrar para comer o para encender fuego. Al volver al pueblo, Luigi arrastraba los pies, con un cansancio mortal, mientras la niña caminaba a su lado derecha pese a la pesada alforja con su cosecha, a veces cargaba incluso con la azada del padre. El señor Giovannino se contenía para no invitarla a que montara sobre su jumento porque temía que, sin ella a su lado, Luigi se derrumbara en la carretera.

A los seis años, la pequeña empezó a trabajar en la cuadrilla de las mennularas. Era de las más jóvenes, pero ninguna lo hacía mejor que ella: se afanaba con concentración y tozudez, lista para ayudar a las demás y para aprender. Sus deditos no dejaban escapar ninguna almendra, ninguna aceituna, ningún pistacho, como si sus yemas tuvieran ojos. Los localizaba bajo los terrones del suelo, en medio de las piedras, entre las zarzas. Por donde pasaban aquellos dedos diminutos no quedaba baya o fruto por recoger, ni en el suelo ni en las ramas, se subía sin miedo a los árboles más altos para arrancar las almendras más difíciles, las que no quieren caer bajo los golpes de las varas.

Tras la muerte de su padre, a la edad de ocho años, era ella la que mantenía a su madre y a su hermana. No había trabajo que no aceptara, fuera donde fuera y por cualquier paga, siempre que le permitiera regresar al pueblo cada noche. Sus dedos parecían patas de araña, de lo delgados que estaban y de su afán por recoger almendras, como si tejieran una tela sobre la tierra. Fue entonces cuando le endilgaron el apodo de «la Mennulara», con el que se quedó.

Trabajaba casi con alegría. El señor Giovannino la recordaba de rodillas, absorta, pero atenta a todo: oía desde lejos cómo se acercaba su jumento y era la primera en saludarlo con un agudo «Vaya con Dios, señor Giovannino». La vio crecer y convertirse en una muchachita bien proporcionada de cuerpo delgado por el hambre que llevaba dentro, pero armonioso, con el rostro oval, dos ojos vivacísimos de largas pestañas y una preciosa sonrisa que se abría sobre sus dientes irregulares y protuberantes. Cantaba con voz seductora: cuando las chicas contestaban a los estribillos de los chavales, ella ponía todo el sentimiento y la pasión de las jovencitas. Con los chavales bromeaba, no se dejaba intimidar por los hombres. Había aprendido el lenguaje fuerte y vulgar de los varones, que usaba como una fiera si alguno de sus iguales le faltaba al respeto o si creía ser víctima de un atropello. Sabía cómo comportarse con los superiores y cuando el capataz o la guardiana eran injustos con ella, callaba, con expresión torva.

Desde pequeña había tenido un agudo sentido de su propia dignidad, incompatible con su posición social y económica: miraba abiertamente a los ojos, planteaba preguntas sin malicia o descaro y esperaba una respuesta que, en efecto, recibía. Al colegio no iba: conocía su deber, que era mantener a su familia. Durante la pausa para la comida, se apartaba con su ración de pan y condumio, reservando una buena parte para llevársela a casa. Guardaba en los bolsillos cortezas de pan duro, fruta seca, trozos de queso que recogía aquí y allá y se lo comía cuando tenía hambre, conservando la mejor comida para las enfermas que la esperaban en casa. Cuando la jornada laboral terminaba, si aún quedaba tiempo, iba de nuevo a los campos sola a la rebusca de fruta, hortalizas, verdura abandonada por los campesinos tras la cosecha. Se las metía en las alforjas y regresaba al pueblo. No tenía miedo a nada, ni a los peligros de la carretera ni a la larga caminata.

Cuando cumplió trece años, en los campos ya no volvió a vérsela. Se decía que había tenido amores con uno, y que acabaron mal. De aquella historia no se habló, porque el chico pertenecía a una familia de respeto. El señor Giovannino, que a causa de su oficio veía mucho y hablaba poco, no hizo preguntas. Cuanto menos se sepa, mejor. Le contaron, tiempo después, que había entrado a servir en casa de los Alfallipe.

Volvió a verla al cabo de unos veinte años. Había oído decir por ahí que, una vez muerta la madre del abogado, era ella la que mandaba en los campos. Lo había hecho llamar para fijar una tasación de la cosecha de almendras.

Se encontraron en la masada, donde ella se comportaba como si fuera la dueña. Atractiva ya no era, parecía huraña y distante. El señor Giovannino se había adentrado a caballo por el almendral. Absorto como iba siempre cuando trabajaba, no se había dado cuenta de que ella lo seguía a pie: en cuanto lo alcanzó, no lo abandonó ni un instante. Se detenía cuando él se detenía a observar el florecimiento de un árbol o la poda de las ramas, no separaba los ojos de su rostro, sin decir ni tan siquiera una palabra. El señor Giovannino se sentía incómodo.

Una vez de regreso a la masada, la Mennulara se retiró a las habitaciones de la administración y le hizo esperar un buen rato. Después salió con un cuaderno en la mano. Con los habituales circunloquios del oficio, el señor Giovannino empezó a hablar de la añada, de las lluvias, de las labranzas hechas y por hacer, para llegar al momento fatídico y esperado de la valoración. La Mennulara lo escuchaba, de pie frente a él, muda. El señor Giovannino, incómodo por su silencio, sentía sudores fríos, no comprendía el comportamiento de esa criada que tenía ahora el mando: quizá pretendiera demostrar compostura o hacerle notar que ahora los papeles se habían invertido, o quién sabe qué otra diablura le pasaba por la cabeza. De una cosa estaba seguro: no veía la hora de despedirse y volver al pueblo. Procuró acabar deprisa.

Estaba a punto de pronunciar el veredicto, la cifra de la valoración, cuando ella lo detuvo, extendiendo el brazo derecho con la palma de la mano abierta y dijo:

—Antes de decir nada, señor Giovannino, leed aquí la valoración que he hecho yo, y decidme si os parece justa. —Y le tendió la libreta.

Sentía aún escalofríos el señor Giovannino al recordar aquel momento. Escrita allí estaba exactamente la cifra que él había calculado. Estupefacto, quiso saber cómo lo había conseguido, ¿es que acaso le había leído el pensamiento? Ella le explicó con sencillez las observaciones que la habían llevado a sus mismas conclusiones.

—¿Qué has hecho para aprender tanto? —le preguntó, admirado.

—Me gustaba trabajar en los campos, ¿os acordáis? —fue la lacónica respuesta.

El señor Giovannino hubiera jurado que había visto humedecerse los ojos oscuros de la Mennulara. Desde entonces sus servicios ya no fueron solicitados y en las propiedades de los Alfallipe jamás volvió a verse a ningún tasador.

Era tan distinta de todos los demás, ¿a quién se parecía? ¿De quién le venía aquella presencia y aquella cabeza? Sin duda, no de su padre, que no era demasiado inteligente ni le gustaba especialmente trabajar, se decía el señor Giovannino, ¿de quién entonces? De repente, le pareció haber entrevisto en la iglesia una figura que le recordaba a don Vincenzo Ancona. Se estremeció ante la idea que le cruzaba por la mente. Turbado, se dijo: «Ciertas cosas ni siquiera deben pensarse». Abrió bien los ojos, se colocó mejor en la silla y volvió a observar la paseata.