El señor Giovannino Pinzimonio observa la paseata y rememora a la Mennulara
Después del entierro, el señor Giovannino Pinzimonio se sintió cansadísimo. Se detuvo en el Círculo para una breve parada antes de reemprender la subida hacia casa. Las sillas estaban colocadas fuera, en la acera, alineadas contra los muros exteriores. El señor Giovannino se derrumbó sobre una silla cualquiera en vez de intentar localizar su preferida. A primera vista las sillas de paja del Círculo de la Conversación eran todas iguales, pero cada uno de los socios había escogido una, y cuidado con quitársela, había habido grandes peleas sobre el particular en el pasado.
El sol batía fuerte sobre las piedras de la calle. La luminosidad era cegadora, los ojos del señor Giovannino tenían que hacer un esfuerzo para permanecer abiertos y se adormiló. Le despertó la cháchara de las personas que deambulaban por la plaza: había empezado la paseata. En vez de volverse para casa, como tenía ya por costumbre, pidió al camarero un café, para mantenerse despierto, y se puso a mirar.
El edificio del Círculo de la Conversación se encontraba en muy mal estado; consistía en una gran sala dieciochesca, en el piso de abajo, amueblada con sillas y mesitas, y cuatro habitaciones en la primera planta, ahora desiertas y repletas de montones de muebles viejos ya inservibles, habitaciones que, según se decía, habían sido utilizadas, en los viejos tiempos, para conversaciones íntimas y pecaminosas con mujeres introducidas allí clandestinamente. Un anciano camarero atendía todas las necesidades del círculo: encargado de la limpieza, factótum, en ocasiones secretario y administrador también. La rica burguesía ascendente del pueblo lo había frecuentado hasta 1860, cuando se trasladó al nuevo Círculo de la Unidad de Italia. Desde entonces comenzó la decadencia del Círculo de la Conversación. Sus socios pertenecían a la baja burguesía, muchos eran jubilados, y el edificio estaba en avanzado estado de deterioro. A pesar de ello, el señor Giovannino y los demás socios se sentían orgullosos de él y presumían de tener la mejor sede de la provincia, por su ubicación. Estaba situado, en efecto, en un ensanchamiento de la plaza, es decir, en la calle principal de Roccacolomba, cerca de la iglesia mayor y de las tiendas más elegantes, frente al café más visitado, y era sin discusión posible, el lugar más cómodo para observar la paseata.
Al refrescar del día, la gente se dejaba caer por la plaza para la paseata, todas las tardes y en las fiestas de guardar. Era ésta una actividad social agradable, saludable e importantísima, que también el señor Giovannino había ejercido en su juventud para buscar mujer, para encontrar clientela y cuidar las relaciones sociales, para exhibir ante la gente lo guapas y buenas que eran sus hijas en edad de merecer y para pasar el tiempo. El señor Giovannino observaba que, a pesar de los cambios de los últimos años y la llegada de la televisión, había muchos roccacolombeses paseando por la plaza, ricos y pobres, pero todos vestidos con esmero. El domingo, las criadas de las familias ricas acudían también a la paseata, pero la Mennulara no se dejó ver nunca entre ellas. Muchachas había muchas, eran la mayoría de los paseantes. Se fijó en tres o cuatro chicas, todas del brazo, que pasaban y volvían a pasar por delante de él. Charlaban todas al mismo tiempo, riéndose y mirando a su alrededor. Ante el café, el territorio de los varones, aminoraban el paso.
Los hombres serios paseaban poco, generalmente en compañía de sus esposas, bien vestidos y descansados después de la siesta. Los varones preferían reunirse en el café, su territorio, y contemplar la paseata de las mujeres y de los mujeriegos que caminan detrás de ellas. Orazio Alfallipe era uno de los que acudía solo a la paseata, a perseguir los traseros ondulantes de las féminas.
El mismo grupito de chiquillas volvió a pasar por delante del señor Giovannino. Una de ellas, baja de estatura y feúcha, lanzó una mirada ardiente a un jovenzuelo, apoyado con gesto lánguido en el mostrador del café. Sus ojos se cruzaban fugazmente cada vez que las muchachas le pasaban por delante, después la chica giraba la cabeza hacia otro lado y seguía con su paseo, acentuando el movimiento de las caderas.
Todas las sillas, alineadas contra la pared, estaban ocupadas ahora por los socios del Círculo, en silencio, listos para captar el temblor de un pecho, el movimiento de un bonito trasero, para desnudar a las pocas jóvenes lozanas que se atrevían a llevar vestidos ajustados, del brazo del marido, padre o hermano. Los pensamientos del señor Giovannino se dirigieron hacia el cuerpo joven y acerbo de la Mennulara. Le costaba mantener los ojos abiertos, los párpados lacerados y rugosos le caían sobre las pupilas y la vista se le ofuscó. Le bailaron delante las imágenes del pasado, como si estuviera en el cinematógrafo.