Capítulo 16

Después del funeral, el doctor Mendicò da el pésame de rigor a Santa y conversa con el notario Angelo Vazzano

Después del funeral, el doctor Mendicò expresó una vez más su pésame a los Alfallipe. Pensó que era de rigor dárselo también a Santa. Procuró localizarla entre la multitud; la encontró junto a la iglesia, rodeada de un círculo de mujeres, que se condolían ruidosamente y se superaban unas a otras en sus enfáticas peroratas de duelo. El doctor esperaba con paciencia a que hubiera una pausa para deslizarse entre ellas y hacer que Santa se percatara de su presencia; entretanto, las escuchaba.

Santa estaba viviendo su momento de gloria, exaltaba las habilidades culinarias y domésticas de la Mennulara, sin dejar de puntualizar la alta consideración en la que la Mennulara la había tenido siempre y sus propias virtudes. Las mujeres estaban pendientes de sus labios.

—Me enseñó muchas cosas en la cocina, aunque yo supiera ya cocinar, y nada mal, por cierto: postres, galletas, helados, pasteles de carne, croquetas de arroz y queso, incluso merengues y profiteroles… Ella dejaba todo limpio en la cocina, jamás quiso que yo lavara las ollas y fuentes en su lugar. Jamás dejó que comiera sola. Preparaba la mesa para doña Adriana y la servía ella misma, y mira que era su casa, suya, de su propiedad, la trataba como si fuera la dueña de todo y en todo.

Las ruidosas interrupciones de admiración y sorpresa de las plañideras ocultaron las palabras de Santa, que emergieron de nuevo cuando empezó a cantar las últimas gestas de la heroína:

—La semana antes de morir quiso hacer galletas de almendra y pasta real. Tenía harina de almendras, pero no le gustaba, decía que era necesario conseguir también almendras amargas, no se le escapaba una. Le pidió a doña Carmela que se las comprara, y después se metió en la cocina a preparar los dulces. Se levantó de la cama para empastarlos, se veía que sufría grandes dolores y no estaba bien.

Santa empezó a llorar de nuevo, inmersa en el pesar coral de las mujeres:

—Qué buena era.

—Menuda mujer, qué santa.

—¿Cómo os las apañaréis sin ella?

Más animada, Santa siguió contando:

—Para que veáis lo respetuosa que era conmigo, os diré sólo una cosa. Hizo dos tandas de galletas, una le salió quemada; la otra, buena y crujiente. Me dijo: «Te lo advierto, no te comas las galletas quemadas, se habrán puesto amargas, tú y doña Adriana debéis cogeros esas otras, hermosas y doradas, que están dulces». Se llevó todas aquellas galletas quemadas a su habitación, y se las comía sola, porque de derroches no quería ni oír hablar.

Se había abierto un hueco en el círculo y Santa vio al doctor. Le echó los brazos al cuello y no lo soltó durante un buen rato, orgullosa de enseñar a las comadres que el médico de cabecera de la Mennulara la consideraba como de la familia, digna de recibir el pésame en público, sello definitivo de la importancia adquirida por ella aquel día. Por fin, el médico encontró la forma de liberarse de aquel abrazo y se marchó.

Por la calle, el notario Vazzano se acercó al doctor Mendicò y recorrieron un tramo juntos.

—Era un personaje único, en los negocios tenía un olfato que yo le envidiaba… Date cuenta de que consiguió minimizar los daños de la desmembración de las tierras de los Alfallipe y sólo cedió a los pobres terrenos de piedras y maleza, conocía sus propiedades mejor que un guardia forestal, te lo digo yo que me manejaba con ella como profesional. Con todo su mal carácter, era una buena mujer y muy devota de casa Alfallipe —concluyó el notario. El doctor estuvo de acuerdo.

—Tengo una curiosidad, Mimmo, tú que eras su médico… ¿hay algún testamento?

—No lo sé.

—Te lo pregunto porque hace tiempo me hizo gestionar la donación de su casa a la señora de Alfallipe, y yo pensaba que haría también un testamento, pero en cambio, no, y me sorprendió, creía que de mí se fiaba. Tampoco habría podido hacer un testamento ológrafo, escribía con dificultad, eso lo sabemos todos, y sin embargo bienes no debían de faltarle. No tenía rentas declaradas, los impuestos nadie quiere pagarlos, pero cuando hacía falta dinero, la Mennulara lo encontraba, y siempre me pregunté de dónde lo sacaba.

Al doctor Mendicò Angelo Vazzano nunca le había caído bien, y esta pregunta le irritó.

—Deberías saberlo tú mejor que yo, que no soy más que un médico. En cuanto al dinero, a ella nunca quise cobrarle.

—Quizá no tuviera tiempo de hacerlo, después de todo, parecía que estaba bien hace unas cuantas semanas, creo que se marchó incluso de vacaciones en agosto, no se esperaba morir tan pronto… ¿Y tú qué crees? —añadió el notario, esperando conseguir una respuesta más satisfactoria. No obtuvo más que un par de monosílabos.

—Ella sí, yo no.

El notario comprendió que Mimmo Mendicò no diría nada más y se despidió.

Al quedarse solo, el doctor Mendicò meditó sobre las palabras de Santa y los comentarios del notario. Sin duda, la Mennulara había muerto antes de tiempo. Le había diagnosticado el tumor en mayo, aconsejándole que se hiciera algunos análisis y que pidiera opinión a un especialista: pero ella dijo que no. La había avisado de que aquella necia negativa le acortaría probablemente la vida, y por toda respuesta la Mennulara le había preguntado si conseguiría vivir hasta el otoño. Le respondió que era posible, y la Mennulara había contestado: «Me basta con morir a finales de septiembre».

Y sin embargo el empeoramiento repentino de la semana anterior le había cogido de sorpresa; pese a los fuertes dolores en el estómago, la Mennulara se había negado de nuevo a que la hospitalizaran para una revisión; y a finales de septiembre murió, tal y como había decidido. El doctor Mendicò sacudió la cabeza y se dijo, con tristeza infinita: «Es hora de dejar la medicina, ya no valgo, tengo que admitirlo».