Capítulo 15

El señor Paolino Annunziata se lo hace en los pantalones por segunda vez en su vida y de nuevo por culpa de la Mennulara

El señor Paolino no era muy religioso. A la iglesia acudía únicamente para funerales, bautizos y bodas, y la señora Mimma lo sentía muchísimo, por más que su marido tuviera un motivo válido para ser tan poco practicante: padecía de artritis y no conseguía ni enfilarse ni salir con facilidad de los bancos de madera, artilugio infernal con reposapiés en el que se le enganchaban los pies, tablillas abatibles para arrodillarse contra las que se golpeaba las rodillas, baldas para dejar el misal que sobresalían e impedían el movimiento. Una vez, en la boda de una sobrina, tres hombres tuvieron que sudar de lo lindo para desencajarlo del banco en el que se había caído y quedado atascado. En la iglesia de la Dolorosa había preferido dejar que su mujer y su sobrina Lucia se pusieran a la vista en los primeros bancos, en la nave central, mientras que él, por fortuna, había encontrado cerca de la puerta de entrada una silla, en la que se colocó para ser de los primeros en salir tras la función.

Observaba con benevolencia al padre Arena, a quien tantas veces había acompañado con el coche a la casa de campo del abogado, en los tiempos de doña Lilla, cuando todavía era costumbre celebrar la misa en la capilla. Una buena persona, este padre Arena, le caía simpático. A fin de cuentas, muy «cura» no era, había dejado embarazada a su ama de llaves, la señora Maricchia, viuda y mayor que él, y había tenido un hijo precioso, se parecían como dos gotas de agua. El padre Arena no ocultaba «el asunto», como hacen muchos otros curas, y durante los trayectos en automóvil los dos hombres hablaban a menudo de sus respectivos hijos.

Oír una misa celebrada por él era un alivio por su brevedad garantizada. El señor Paolino la comparaba con un viaje en coche: arrancaba resoplando y embarullándose con el tartamudeo, tomaba velocidad comiéndose palabras, saltándose frases, para alcanzar como un rayo el ite missa est. Un Alfa Romeo. Seguro que también esta homilía sería breve, el señor Paolino escuchaba las palabras del cura con atención. «Muy bien, padre Arena», se dijo al notar que hablaba con claridad y sin balbuceos, «se ve que con la vejez ha mejorado», y lo miraba con afecto.

Pero de repente, después de las primeras frases, el padre Arena se interrumpió. Al señor Paolino le dio la impresión de que había clavado los ojos en él, pero no era así, la mirada del cura se deslizaba más allá de su persona. «No tenía que haberme hecho ilusiones de que se hubiera librado de los balbuceos, ya ves, vuelve a empezar, no quiere tartamudear y no sabe cómo proseguir», pensó el señor Paolino, tranquilo y confiando en que el padre Arena volvería a hablar enseguida. Pero el sacerdote permanecía quieto y mudo, parecía petrificado por un terror indescifrable, con la mirada fija por encima del hombro derecho del señor Paolino, como una liebre deslumbrada por el faro de cazadores nocturnos, víctima impotente que aguarda a que la llenen de plomo. El señor Paolino empezó a sentir una extraña sensación de incomodidad, como si él tuviera algo que ver con aquella situación, como si de detrás de sus hombros partiera un perverso haz de luz que fulguraba e inmovilizaba al padre Arena.

Forzándose a dolorosas contorsiones, el señor Paulino, que no había perdido su proverbial curiosidad, consiguió darse la vuelta y mirar hacia atrás: apoyado en la puerta de la iglesia estaba don Vincenzo Ancona, su vieja cara roja de piel estirada, brillante y casi sin arrugas irradiaba energía y poder, con la mirada fija en el padre Arena. A su alrededor había cuatro hombres de oscuro, cuyas miradas deambulaban de una punta a la otra de la iglesia. El señor Paolino fue descubierto de inmediato. Le cayó encima una mirada de advertencia de uno de ellos, que le transmitía el conocido mensaje: «Ocúpate de tus asuntos y recuerda que no has visto nada». A milagrosa velocidad y sin el más mínimo dolor en los huesos, el señor Paolino volvió a su posición anterior y agachó la cabeza como si fuera un penitente. Veía las cosas desenfocadas y temblaba de miedo. Experimentó una lenta sensación de calor en su interior, que, bajándole por los muslos, se difundía por las piernas y le subía por las nalgas: el señor Paolino Annunziata se estaba meando en los pantalones.

La misa había terminado y la gente se preparaba lentamente para salir de la iglesia. El señor Paolino permaneció pegado a su silla, turbado ante la idea de que los demás advirtieran que tenía los pantalones mojados. Le dijo a su mujer que quería saludar al padre Arena y que le esperaría en la iglesia. Su vista estaba recuperando la nitidez y empezaba a encontrarse mejor pero se sentía pegajoso y la orina, al enfriarse, le causaba una sensación de intensa incomodidad. Se levantó con cautela y se dirigió hacia la sacristía, procurando caminar pegado a las paredes, en la penumbra.

El padre Arena estaba solo. Se había despojado de los paramentos y permanecía de pie ante el retrato de la beata Carmela di Brogli, primera abadesa del convento, de ojos oscuros y duros, como si le implorase para que intercediera ante el Señor. El señor Paolino se le acercó: comprendió que el cura estaba pidiendo valor a aquella monja, su antepasada tal vez, y esperó un instante. Después le rozó la sotana para llamar su atención. El cura se sobresaltó.

—Ah, eres tú, Paolino, qué susto me has dado.

—Yo también lo he visto, padre y, vaya, que me he meado en los pantalones.

El padre Arena le dijo con una media sonrisa:

—No te preocupes, ni por ti ni por mí. Ten, usa esto.

Le tendió un trapo de lino y le ayudó torpemente a secarse.

Poco después, los dos viejos, el uno alto y derecho, hierático en el revoloteo de la sotana negra, el otro bajito y con las piernas más inseguras que de costumbre, doblado sobre el bastón, aparecieron juntos en el atrio, donde la gente se demoraba charlando, en espera del padre Arena. «Ya hablaremos», dijo al señor Paolino, y se reunió rápidamente con el cortejo fúnebre que le esperaba. Ocupó su sitio a la cabeza, junto a Gianni Alfallipe, y el coche fúnebre empezó a moverse.

El señor Paolino se entretuvo un rato más delante de la iglesia, esperando que el vientecillo lo secara. Para recuperar la compostura, seguía con ojos respetuosos el cortejo que, como una lenta lombriz de cabeza alargada, serpenteaba por la calle tortuosa que bajaba hacia el camposanto. Cuando la ondulante y locuaz cola desapareció de su vista, muy abatido volvió a casa. Explicó a la señora Mimma que las sardinas de la comida le habían provocado acidez y se metió en la cama, confiando que los pantalones se le secaran sin dejar huella de su vergüenza.

Aquella tarde durmió profundamente. Se despertó cuando ya había anochecido, con el dulce olor de la cebolla sofrita para los preparativos de la cena en el aire, y se sintió protegido. «La Mennulara no debía haberme hecho esto a mí», se dijo riendo para sus adentros, «dos veces es demasiado; habrán pasado quince años desde la otra meada, y de nuevo ella por medio».

Era una oscura tarde de diciembre, cuando a las cuatro ya cae la noche, y ambos volvían en coche de los campos. La Mennulara estaba sentada a su lado, como acostumbraba a hacer cuando viajaban solos, aires de dueña con él no se daba. No hacía mucho que había tomado en sus manos las riendas de la administración de los Alfallipe y se sucedían los conflictos entre ella y los aparceros, reacios a aceptar su autoridad. Eran los tiempos del bandido Giuliano, de las protestas de los braceros, de la lucha entre el viejo orden y la mafia, en profunda fase de transformación. Cada visita a los campos era una aventura y un nuevo enfrentamiento. Para el señor Paolino, amante de la vida plácida, el mejor momento era cuando se alejaban de la masada cargados de víveres y productos del huerto.

Aquel día el automóvil olía a verdura recién recolectada y al aroma de las primeras naranjas de la temporada. El señor Paolino conducía con cautela, saboreando por anticipado la verdura hervida, con un chorrito de aceite nuevo y un poco de limón, que cenaría esa noche. Avanzaba lentamente y atento por la poco fiable carreterucha llena de baches y piedras. Había girado con prudencia por la larga curva que seguía la cresta de la montaña, bordeando un barranco cubierto de zarzas y piedras que caía a plomo. Precisamente entonces, después de la curva, tuvo lugar la intercepción. Tres hombres bloqueaban la carretera: los estaban esperando.

Uno se había situado en el centro de la carreterucha, los otros a los lados, con la escopeta levantada; sólo se les veían los ojos, aplastados entre la gorra y la bufanda que les tapaba el rostro. La reacción de la Mennulara fue inmediata: le puso una mano sobre el muslo, sin vergüenza, y le dijo:

—Cuando os diga adelante, meted la primera y nos vamos rápido, ¿entendido? Ahora parad, y haced lo que os digan.

El hombre de en medio de la carretera gritó:

—¡Apagad los faros!

En la confusión, el señor Paolino puso las largas y se detuvo.

—¡Te he dicho que apagues los faros, cretino! —volvió a gritar el embozado. El señor Paolino obedeció y se quedaron a oscuras. La Mennulara, entretanto, había bajado la ventanilla y, sin esperar a que el de su lado se acercase, dijo en voz alta y segura, asomando la cabeza afuera:

—¿Qué es lo que queréis?

El hombre se movió despacio, sin dejar de apuntar con la escopeta, y, mirándole directamente a la cara, preguntó:

—¿Es éste el coche del abogado Alfallipe?

Su compañero, mientras tanto, observaba el interior del automóvil a través de las ventanillas, para asegurarse de que no hubiera más pasajeros.

La Mennulara contestó:

—Sabéis perfectamente que este coche pertenece al abogado Alfallipe y que yo soy la Mennulara, Maria Rosalia Inzerillo, y que éste al volante es el señor Paolino Annunziata, chófer del abogado. Tengo que volver al pueblo a hacer unos recados en casa Alfallipe, así que daos prisa en decir lo que tengáis que decirme.

Después metió de nuevo la cabeza y se sentó con la espalda derecha contra el respaldo del asiento, pero sin mover el cuello, que seguía girado hacia un lado, y con los ojos fijos en los del hombre cercano y amenazador. Éste dejó resbalar la escopeta a un costado y apoyó lentamente el brazo izquierdo en la ventanilla bajada; después, tras tomarse todo el tiempo del mundo, habló:

—Señorita, ésta es una advertencia que se os hace: ir por los campos no os sienta bien, el aire del pueblo es mucho más saludable y es mejor que sigáis siendo una simple criada en casa del abogado Alfallipe sin tomaros tantas molestias por cosas que no os atañen.

La tensión era enorme. El señor Paolino miraba hacia delante: le apuntaba el cañón de la escopeta del tipejo que estaba con las piernas abiertas en mitad de la carreterucha, como un gigante de piedra. Creyó percibir un titubeante temblorcillo en la mano de la Mennulara, que seguía pesadamente pegada a su muslo; sentía la presión de las uñas en la tela de los pantalones. Ella también tenía miedo, y se sintió perdido.

La voz atronadora de la Mennulara le sobresaltó. Se desgañitaba, escupiendo por todas partes, y sin embargo sus palabras eran claras y simples:

—A mí así no me habla nadie, pero comprendo que no es culpa vuestra, o de los señores que os acompañan hoy, no os han explicado bien cuál es la situación, y no me corresponde a mí el decíroslo ahora. Hacedme el favor de ir a referir a don Vincenzo Ancona que la Mennulara le envía sus saludos y que no tardaré en llamarle, que no se moleste en ponerse en contacto conmigo, le mandaré un aviso cuando esté lista para hablarle, y que no se preocupe, fimmina di panza[3] soy yo, y nunca dejaré de serlo. Permitidme que insista en que se le dé este mensaje enseguida, y decidle también que no me considero ofendida por este encuentro con vos y con los otros, y no me lo tomo a mal, pues total, ya no habrá más encuentros, y no habéis hecho que se retrase demasiado mi regreso al pueblo. Ahora tengo que marcharme, porque don Vincenzo sabe perfectamente que criata y sierva soy de la familia Alfallipe. Lo sabe porque es así, él todo lo sabe, y sabe también que ahora tengo que ocuparme de las propiedades del abogado. A los campos tengo que ir; y el aire campestre me sienta estupendamente. Cuando necesite ayuda, no me avergonzaré de llamarlo, él sabe que lo respeto. Mientras tanto, buenas fiestas y feliz Navidad para todos, y ahora, apartaos que llego tarde.

Hablaba gesticulando y había retirado la mano de la pierna del señor Paolino, pero en ese instante la dejó caer pesadamente. Con voz fuerte y segura, la Mennulara dio la orden:

—Vámonos, señor Paolino. —Y se dio la vuelta para ver la carreterucha delante de ella sin molestarse en mirar al individuo a quien acababa de sermonear. Había dado por finalizada la conversación. El señor Paolino puso en marcha el automóvil y avanzó muy despacio, el hombre de delante del coche permanecía inmóvil, con la escopeta apuntada hacia él. La mano de la Mennulara le imponía que no parara. El señor Paolino pensó que tal vez hubiera llegado su hora, asesinado a tiros de escopeta o hecho pedazos en el barranco; sólo aquella mano, pesada como una piedra, que le apretaba el muslo, le daba fuerzas para conducir como un autómata. Lentamente, manteniendo su actitud arrogante, el hombre empezaba a desplazarse hacia el lado de la montaña, abriendo paso al automóvil, sin dejar de apuntar con la escopeta al señor Paolino. El coche avanzaba despacio.

La Mennulara se asomó por la ventanilla y dijo:

—Saludos, id a referir lo que os he dicho a don Vincenzo Ancona, no quisiera que tuvierais problemas, no merece la pena por tan poca cosa.

Aferró el muslo del señor Paolino como en un cepo. Él puso las largas y pisó el acelerador, el coche se alejó levantando una nube de polvo. Se dio cuenta entonces de que estaba en un charco de líquido frío: se había meado en los pantalones.

Hicieron el viaje de regreso en silencio. Al llegar a casa Alfallipe, la Mennulara le dijo:

—Subid a la cocina, os daré un par de pantalones del abogado y os lavaré los vuestros, a vuestra mujer le diréis que se han manchado de aceite, ni que decir tiene, ni una palabra a nadie.

El señor Paolino no habló de lo ocurrido y desde entonces para la Mennulara las cosas en el campo fueron como la seda.