Capítulo 14

El funeral

El doctor Mendicò, del brazo de su hermana, doña Concetta Di Prima, se encaminaba a la iglesia de la Dolorosa para asistir al funeral de la Mennulara. Iba silencioso, absorto en sus pensamientos, como acostumbraba desde que había envejecido; de repente dijo en voz alta:

—No me convence esta muerte, ¡hubiera debido durar por lo menos hasta Navidad! Tenía prisa por marcharse y una vez más lo ha conseguido.

—Qué dices, Mimmo, cálmate —procuró tranquilizarlo la señora Di Prima. En aquel momento se acercaron algunos conocidos, que se dirigían también al funeral, y entraron juntos en la iglesia.

El doctor Mendicò y su hermana se sentaron en primera fila. Al doctor le gustaba admirar el altar barroco de mármoles polícromos, la estatua de la Dolorosa de mirada melodramática, en el estilo manierista de la provincia, la decoración de angelotes, coronas de flores y fruta que cubría el ábside, munífico obsequio del príncipe Di Brogli, tal vez para congraciarse con su conciencia: en efecto, por motivos dinásticos había obligado a hacerse monja a su hija mayor, quien más tarde se convirtió en abadesa del convento. El médico posó la mirada en el ataúd y observó que la Mennulara había escogido inconscientemente la iglesia apropiada para su entierro: ambas fueron mujeres sacrificadas por sus familias, una por prestigio y la otra por supervivencia. «La nobleza y los pobres tienen muchas cosas en común, aunque no lo sepan», susurró el doctor Mendicò a su hermana. La señora Di Prima inclinó la cabeza en señal de vago asentimiento, pensando que, con la vejez, las reflexiones de su hermano se hacían cada vez más extravagantes.

El padre Arena, ayudado por el joven párroco, se estaba revistiendo para oficiar el funeral en la sacristía de la iglesia de la que había sido prepósito durante muchos años. Desde su jubilación, casi se había olvidado de que era cura y llevaba una vida apacible en la casita de campo de su ahijado, cultivando el huerto y encargándose del jardincillo de delante de la casa. En la práctica, vivía como un campesino, él, precisamente, hijo de un aparcero del príncipe Di Brogli, elegido y destinado por sus padres —con la ayuda del príncipe— a una vida distinta y mejor que la de los campos.

El mes de mayo anterior, la Mennulara había restablecido el contacto con él y se habían visto varias veces, recuperando su hermosa amistad. Sin dejar traslucir emoción alguna, ella le había comunicado que moriría antes del invierno; le había pedido ayuda para escribir algunas cartas, como en los viejos tiempos, y había expresado su deseo de que fuera él quien oficiara el funeral. A la Mennulara no se le podía decir que no.

El padre Arena se puso los paramentos violeta y oro para la misa de cuerpo presente, el encaje del alba de lino blanco del nuevo párroco apenas le llegaba por debajo de las rodillas. Quién sabe qué habría sido de aquellas hermosas túnicas largas, cosidas por las monjas del convento expresamente para él, que era muy alto, algo infrecuente entre los campesinos y la gente pobre de la que provenía el clero. El padre Arena, en efecto, era alto, fino y delicado de salud, y se había preguntado más de una vez si la benevolencia del príncipe Di Brogli no habría tenido que ver con su madre, de quien se decía que había sido muy hermosa de joven; él no se parecía a sus hermanos, bajos y achaparrados, y había sido enviado al seminario en su más tierna infancia, no porque hubiera manifestado una precoz vocación, que no sintió nunca, sino para no crear incomodidad con su presencia. Como la Mennulara, se había contentado con lo que se le ofrecía y podía decir que había llevado una vida sencilla y en conjunto satisfactoria.

Celebrar misa siempre lo había aterrorizado a causa de su tartamudeo, que había conseguido controlar gracias a una estratagema a la que debía su popularidad: había aprendido a recitar las oraciones e incluso a predicar a una enorme velocidad; sus misas terminaban en un cuarto de hora, un auténtico récord. Las familias ricas del pueblo, en parte por la protección que le había concedido el príncipe, en parte por su rapidez y su buen talante, se lo disputaban para bodas, bautizos, primeras comuniones y funerales, así como para misas particulares celebradas en casa o en las capillas campestres. Había tenido así la oportunidad de frecuentar a gente de buena posición y, sobre todo, de sentarse a su mesa: había aprendido a apreciar la buena cocina y había reconocido su glotonería, pero sin remordimientos, pues a todo aquel bien de Dios podía acceder gracias a su trabajo como sacerdote.

El padre Arena había pensado mucho en la homilía fúnebre por la Mennulara. Se había escrito incluso una hojita de apuntes, que ahora no conseguía encontrar. «Basta, que salga como salga», dijo alisándose los paramentos y entró en la iglesia a las tres en punto, seguido por el párroco.

Le sorprendió ver a tanta gente. En primera fila estaban los Alfallipe, solamente doña Adriana vestía de luto. En el banco de detrás se apretaban Santa y otras mujerucas, todas de negro y con la cabeza cubierta. Estaban también algunas amigas de la señora de Alfallipe, lo que le tranquilizó, pues la ayudarían y consolarían en los días sucesivos también; y además habían acudido antiguas personas de casa Alfallipe y bastantes habitantes del pueblo, gente pobre, fruteros, porteros de los edificios de Roccacolomba Alta, pequeños comerciantes, conocidos de la Mennulara. El padre Arena contempló al resto de la congregación, no esperaba a toda aquella gente: estaban varios notables del pueblo, el notario Vazzano, el doctor Mendicò y su hermana, el agrónomo Masculo y su mujer, la Madre Superiora del convento, profesores del colegio, hasta un grupo de ancianos del Círculo de la Conversación. Y no acababa ahí la cosa, habían venido incluso algunos campesinos de las propiedades que en otros tiempos habían pertenecido a los Alfallipe, eran muchos y ocupaban cuatro o cinco filas, al fondo, en un grupo compacto, con la gorra en la mano y la mirada compungida, como escolares; y otros hombres más, gente de mediana edad que parecía forastera, tal vez podadores o personal de los campos. Perplejo y confuso, se volvió hacia el ataúd. Pobre Mennulara, quién podía haberse imaginado que sería él, mucho mayor que ella, quien celebraría su funeral, y delante de tanta gente… ¡quién sabe de dónde habría salido!

Dio comienzo a la misa, como siempre rapidísimo. En el momento de la homilía, se acercó al púlpito y habló improvisando, sin tropiezos:

—Siempre es difícil hablar de los muertos. A veces busco las palabras que al difunto le hubieran gustado, a veces las que la familia quisiera escuchar…, pocas veces me planteo decir lo que quiero yo. En el caso de Maria Rosalia Inzerillo diré lo que siento que quiero decir, porque la conocía desde que tenía doce años y la quería como a una hija. Al crecer se convirtió en una verdadera amiga, yo la conocía bien, a la Mennulara, como la llamaban en el pueblo para injuriarla, Mennù en casa Alfallipe. Trabajó durante toda su vida como un animal. Desconocía el descanso, criatura inquieta en el cuerpo y en el alma, procuraba hacer siempre más y mejor. De carácter era difícil y adusta, reía raramente aunque tuviera su propio sentido del humor. Dedicó su vida a los Alfallipe e hizo por ellos cuanto consideraba justo. Tenía pocos amigos, aunque ahora que veo tanta gente aquí, tal vez fueran más de los que pensaba. Tenía enemigos también: no perdonaba con facilidad y era testaruda como el que más. Estas faltas Dios se las perdonará, porque sufrió muchísimo desde niña, cuando recolectaba almendras en los campos…

En aquel momento, el padre Arena se sintió traspasado por dos rayos penetrantes y terribles que lo guiaron inexorablemente hacia don Vincenzo Ancona. Enfocó su inconfundible figura, al fondo de la iglesia, delante de una columna del atrio, con las piernas abiertas y los brazos cruzados; el abrigo, colgado de los hombros sólidos y pesados, parecía el manto del Poder, le creaba una aureola en torno al cuerpo.

El padre Arena enmudeció y permaneció inmóvil como una estatua. Con un esfuerzo descomunal se recuperó. Dejando a un lado todo lo que habría querido decir, concluyó a toda prisa:

—Y sufrió también al morir aún joven. Os digo que era una mujer admirable, a la que con el tiempo aprenderemos también a querer, porque mantuvo siempre su palabra y fue sirvienta y amiga leal. Mi más sentido pésame a sus sobrinos y a su cuñado, que por desgracia no han podido estar presentes, y a la familia Alfallipe.

Sólo entonces el padre Arena consiguió apartar la mirada de la de don Vincenzo y la dirigió a la señora de Alfallipe. Sentía que se desmayaba y se apoyó en el púlpito. Levantó los ojos buscando otra vez los de don Vincenzo, como un corderito lechal que necesita la aprobación materna. Pero don Vincenzo Ancona ya no estaba. Se había esfumado como si hubiera sido una aparición, sin el menor ruido de pasos, sin el menor chirrido de los goznes de la puerta: había desaparecido junto a sus hombres.