Gaspare Risico, empleado de Correos así como secretario de la sección de Roccacolomba del Partido Comunista Italiano, y su mujer Elvira
La librería Pecorilla había cerrado media hora antes, aquella mañana del 24 de septiembre, para permitir que su propietaria, Rosalia Mangiaracina Pecorilla, preparase la comida y asistiera al entierro de la Mennulara. Elvira Risico, la dependienta, aprovechó la ocasión para comprar en la pescadería sardinas frescas para su marido, a quien le encantaba comer pescado, y no sólo los viernes.
Elvira estaba en la cocina, concentrada en freír las sardinas, abiertas y sin espinas, rebozadas a base de bien, cuando su marido entró a hurtadillas y le ciñó las caderas en un tierno abrazo. Llevaban ocho meses casados y la gente decía con toda razón que estaban locos el uno por el otro. Besándole el cuello, sudado por el calor del aceite hirviendo, Gaspare le preguntó cómo había vuelto a casa tan pronto.
—No me distraigas, Gasparù, ¿no ves que estoy friendo? Se ponen mustias si no las frío enseguida —se quejaba Elvira sin convicción porque las caricias de su marido se habían intensificado, ahora le sobaba los senos, los muslos y por debajo, y ella se sentía toda húmeda y dulcemente ensalivada—. Ha muerto la empleada de hogar de la familia Alfallipe, parientes de la señora Pecorilla, que ha cerrado la librería antes para ir al entierro.
El abrazo se atenuó durante unos instantes, después continuó. El marido, abrazándola por las caderas y restregándose contra ella, dijo:
—Será la Inzerillo, la vi de pasada en Correos hace una semana, parecía cansada. —Tras una pausa añadió—: Era una mujer mala, una de ésas con las que hay que andarse con cuidado.
Elvira tenía cada día más motivos para admirar a aquel marido intelectual que sabía de todo y de todos, reflexionaba antes de emitir un juicio y tenía ideas profundas y sabias.
—Pues fíjate que la señora Pecorilla, en cambio —comentó la joven—, me contaba que era una buena mujer, que quiso mucho a la familia Alfallipe y que les ha servido toda la vida…
Se interrumpió, arrepintiéndose de haber usado el término burgués «servido», avergonzada de su propia ignorancia. Gaspare seguía mordisqueándole el lóbulo de la oreja.
En la mesa charlaban contentos, devorando las sardinas calientes y crujientes.
—Pero ¿por qué la familia Alfallipe ha puesto las esquelas por las calles y le organiza el entierro?, ¿no sería más bien obligación de la familia de la muerta? —preguntó Elvira, originaria de la zona de Siracusa y deseosa, por tanto, de introducirse en el pueblo de su marido, donde viviría durante toda su vida, a menos que la carrera política de su Gaspare no les llevara a alguna gran ciudad.
—Esa gentuza debe aprender a tratar a los trabajadores y a sus empleados con respeto cuando están vivos y no de muertos. La Inzerillo es un ejemplo inmundo de proletaria que se deja dominar por los capitalistas y trata a los demás que da asco, lo sé porque he tenido que ponerla en su lugar muchas veces, en la oficina de Correos. Se daba unos aires, que ni una baronesa, ¡baronesa de los cojones que era!
No añadió nada más, le hubiera molestado contar que en realidad había sido la Mennulara quien le había recriminado, más de una vez, por no hallarse en su oficina para recibir reclamaciones durante el horario de trabajo: se había largado a la sede del partido a leer L’Unità, como tenía por costumbre, algo que, por lo demás, le toleraba el director, cuñado de su tía, gracias a la cual había obtenido el empleo. La Mennulara le había increpado como si fuera un escolar, ella, que apenas sabía leer y escribir, le había dado a entender que estaba al corriente de sus repetidas ausencias del trabajo y que hubiera debido dar ejemplo, si es que quería que le respetaran los trabajadores.
El efecto de la invectiva de Gaspare, muy breve en comparación con los sermones que solía echar a su mujer para formar su conciencia política, fue sorprendente e inesperado. Elvira, toda sonriente y amorosa, le apoyó una mano sobre los hombros, acariciándole el cuello y dijo: «Hoy tengo una sorpresa para ti», mientras con la otra se desabotonaba lentamente la bata, dejando que emergieran los senos turgentes: estaba completamente desnuda.
No acabaron de comerse las cuatro sardinas que quedaban, y Elvira tuvo que dar las gracias al compromiso político de su marido que le había prohibido tomar una sirvienta, aunque no fuera más que por horas, dado que así, aquel martes 24 de septiembre, Gaspare Risico amó a su mujer sobre la mesa del comedor, con todos los platos que había encima, que temblaban alegremente ante las acometidas de sus riñones. Además del pensamiento marxista, Gaspare enseñaba a su mujer transgresiones maravillosas. Tras el primer coito, se levantó y se alejó de la mesa donde Elvira yacía saciada y hermosísima, para mirarla mejor; tenía al alcance de la mano un vaso de vino y bebió un sorbo. Se le ocurrió verter el resto en la concavidad del ombligo de Elvira, pequeño y perfecto, y desde allí el vino empezó a deslizarse por el vientre tierno y pulsante hasta penetrarle en las partes íntimas y gotear sobre los muslos abiertos. Así Elvira conoció las alegrías del cunnilingus.
Gaspare Risico se olvidó aquella tarde de advertir a sus camaradas que se abstuvieran de acudir al entierro de la Inzerillo, «traidora a la clase obrera». No hubo ninguna necesidad, porque ir a un entierro a las tres de la tarde no se le pasó por la cabeza a ninguno de los miembros del partido comunista de Roccacolomba; lo que no impidió que Risico se ufanara en los días sucesivos de haber evitado, con su sagaz don de la oportunidad, que el partido quedara desacreditado ante los ojos de los ciudadanos.