Maricchia Pitarresi viene a saber en la Mercería Moderna la noticia de la muerte de la Mennulara y la maldice
Por la mañana temprano Maricchia Pitarresi había subido hasta la plaza a comprar en la Mercería Moderna algodón para bordar. Se la encontró llena de gente: las señoritas de Aruta, las dueñas, no atendían al mostrador, sino que charloteaban en italiano con unas señoras, dejando que la dependienta se encargara de los clientes. Maricchia se mantuvo apartada, consciente de su propia posición social, mientras el resto de las mujeres se agolpaban en el mostrador, demorándose en sus compras, aparentemente concentradas en escoger la mercancía, pero todas en realidad aguzando el oído para escuchar la animada conversación de las dueñas. Maricchia también intentaba captar el objeto de aquella discusión y, si bien con dificultad, al final lo consiguió: había muerto la Mennulara. Prestó todavía más atención, pero justo en ese momento la dependienta le preguntó qué deseaba.
En el camino de vuelta decidió pasar por la portería del señor Vito Militello para enterarse de los detalles de aquella muerte repentina. Ni tiempo tuvo de hacer preguntas porque, apenas entró en la portería, la señora Enza la exhortó a que hablara, ofreciéndole una silla y gesticulando con ojos sonrientes.
—¡Maricchia, sólo nos faltabas tú, dinos cómo era la Mennulara cuando trabajabais juntas en casa de los Alfallipe, seguro que sabes de todo!
A Maricchia no le hacía ilusión recordar aquel breve e infeliz periodo; aceptaba tener que contar algo a cambio de información, pero quiso ganar tiempo.
—Antes tenéis que darme un vaso de agua, estoy agotada, de verdad —dijo mientras se pasaba una mano por la frente, apoyándose en el respaldo de madera de la silla y simulando un gran cansancio. Entretanto, escuchaba la conversación.
El señor Paolino Annunziata, con los pies apoyados en el travesaño de la silla en la que se sentaba encorvado con las rodillas separadas, tenía las manos en la empuñadura del bastón que sostenía perpendicular en medio de las piernas y relataba con vivacidad:
—Allí estaba yo, el primer día que la Mennulara entró al servicio de doña Lilla. Se veía que estaba acostumbrada al campo, era una auténtica salvaje. Vino a la cocina a la hora de comer. No quiso sentarse a la mesa con el resto de las personas de casa, se plantó delante de la ventana para mirar el patio, como un pajarito en su jaula.
—Sí, conque un pajarito, vaya con el poeta, ésa era una loba, te lo digo yo —comentó el señor Vito.
—No, parecía un pajarito, pequeña y asustada, un animalito salvaje enjaulado —precisó el señor Paolino—, la tengo delante de los ojos, tal y como era; no quiso sentarse con nosotros a comer, y eso que hambre debía de tener un montón porque estaba flaca como un hueso. Pina Vasallo, la cocinera, le preparó un plato de pasta y se lo acercó a la ventana. Empezó a atiborrarse con las manos, con el tenedor, del hambre que tenía, se puso perdida de salsa, no sabía comer como los cristianos. Después Pina le dio una chuleta y ella la agarró con las manos y la devoró arrancando trozos con los dientes, casi sin masticar. No dio las gracias a Pina, ni una sonrisa le hizo, y nosotros nos quedamos de piedra. Desde entonces, siguió comiendo sola, lejos de todos nosotros, y si no le quedaba más remedio que sentarse a la mesa de la cocina, se atiborraba sin hablar y se levantaba enseguida para ponerse otra vez a trabajar. Era una salvaje y siguió siéndolo siempre: si alguien le hacía una pregunta se sobresaltaba, contestaba gruñendo, lanzaba unas miradas de perro dispuesto a defenderse, tenía los ojos negros como carbones encendidos que quisieran abrasar a quien le dirigiera la palabra.
—Así siguió —añadió el señor Vito—. Era una mala persona, me acuerdo de que una mañana que bajaba para hacer la compra de la baronesa me la crucé por las escaleras, ella volvía a casa Alfallipe cargada de cosas compradas en el mercado, iba allí a primera hora de la mañana para escoger lo mejor. La vi tropezar: rodó por los escalones, las cestas se le escaparon de las manos y toda aquella hermosa fruta, verdura y hasta cacharros de loza, ya hechos pedazos, se desparramaron por el suelo. Corrí a ayudarla. Se puso a chillar, como si yo pretendiera molestarla: «¡Largo de aquí, largo, no necesito a nadie!». Recogió todo en un momento, fruta, loza, papel, se lo metió en los capachos y siguió subiendo, sin darme siquiera los buenos días. Los pocos cristianos que habían acudido se habían quedado quietos, de pie, mirándonos. Sólo Dios sabe lo que habrán pensado. En mi vida me he sentido tan humillado; desde entonces seguí saludándola porque el saludo no se le retira a nadie, pero no volví a dirigirle la palabra.
—¿Cuándo es el entierro? —preguntó Maricchia, que quería marcharse en cuanto hubiera obtenido esa información.
—¿No has visto la esquela por la calle?, los Alfallipe han hecho que las peguen por todas partes, como por el abogado, que en paz descanse —le dijo la señora Enza, que añadió—: Maricchia, no te vayas, cuéntanos cómo era la Mennulara con el abogado Alfallipe, que tú debes de saberlo.
Maricchia se vio obligada a hablar.
—Cómo era él, eso no lo sé, pero sé cómo era la Mennulara. Entré a servir en casa de los Alfallipe cuando ella ya llevaba allí sus buenos cinco años, se había convertido en la criada personal de doña Lilla. Pero cuando su hijo Orazio venía de Catania, de vacaciones, ella se desvivía por servirle en todo porque había puesto sus ojos en él, la muy desvergonzada, aunque el señor ni la miraba.
Maricchia hizo una pausa para verificar las reacciones ante sus palabras y tomar aliento. El señor Paolino se giró hacia la puerta que daba a la garita del portero e hizo una mueca, con las comisuras de los labios caídas y las cejas tensas y arqueadas. Maricchia siguió contando.
—Alguien como ella hubiera debido caminar con la mirada baja, después de lo que hizo cuando recogía almendras, pero esta clase de gente no conoce el pudor. Doña Lilla la quería y se creía las maldades que le contaba; menos mal que dejé el trabajo para casarme.
Maricchia creyó que ya había hablado lo suficiente y antes de tener que contestar a más preguntas, se levantó para volver a su casa.
Por la calle, aquel infausto periodo en casa de los Alfallipe le pasó por delante de los ojos. En aquella época, era novia de un primo de quien estaba enamorada y con quien quería casarse pronto: había decidido entrar a servir para hacerse el ajuar deprisa. Orazio, estudiante todavía, se fijó en ella y se veía que le gustaba. Maricchia sabía que era atractiva, tenía el pelo ondulado y brillante y un cuerpo bien formado, pero era una chica honrada y quería conservarse pura para su primo. Orazio no le daba tregua: la llamaba para que le llevara un vaso de agua, le pedía que se encargara de su habitación, y ella no tenía más remedio que obedecer, pese a darse cuenta de que la desnudaba con los ojos; temblaba cuando se quedaba sola con él, pero con tacto le dio a entender que no había nada que hacer.
La Mennulara se había dado cuenta de las atenciones de Orazio. Encargaba a Maricchia las tareas más desagradables, las más pesadas, en la cocina y en los almacenes, que la mantenían alejada de las miradas y de las ansias del señorito, no para protegerla sino porque estaba celosa: a pesar de ser casi de la misma edad, no dio muestras nunca ni de amistad ni de cortesía hacia ella. Un día, la señora de Alfallipe la mandó llamar y le dijo que le faltaban unos pañuelos bordados, que Maricchia había colocado en sus cajones. «Yo no he robado nada, si no los encuentra, querrá decir que los habrá cogido alguien», le contestó Maricchia, ofendida por aquellas insinuaciones. Desde entonces, se sintió observada por la Mennulara y por el ama.
Al cabo de unos días, la señora de Alfallipe le preguntó si sabía dónde estaban unas mantas de lana muy bonitas, que ella había lavado hacía poco. Maricchia comprendió la indirecta y rogó a su madre que la sacara de aquella casa. Así ocurrió. Cuando estaba a punto de abandonar el Palazzo Alfallipe, la Mennulara, que le dirigía la palabra sólo para darle órdenes, se le acercó y le dio un sobre. «Doña Lilla me ha dicho que te diga que no quiere que hables de esto con nadie y tampoco que le des las gracias, es un regalo para tu ajuar». Dentro había dinero, dos sueldos, una cifra enorme que le hacía falta, y Maricchia no tuvo valor para rechazarla.
—Qué horrible es ser pobre —dijo Maricchia en voz alta, segura de que ese dinero se lo había dado la Mennulara para que le perdonara su perfidia. La Mennulara no obtuvo jamás las atenciones del abogado Orazio, al contrario, le tocó servir a toda la familia y hasta meterse en su casa a la viuda, lo que confirmaba que el buen Dios castiga a los perversos. «Por toda recompensa, los Alfallipe ahora le pagan el entierro», pensó Maricchia riendo para sus adentros.
Maricchia Pitarresi y su familia no acudieron al entierro de la Mennulara.