El agrimensor Bommarito no recibe su café matutino
Aquel martes 24 de septiembre de 1963 el agrimensor Bommarito subía por la plaza saboreando por anticipado el café humeante que le esperaba en casa. Eran las ocho de la mañana y ya había llevado a término una de las tareas del día: su tradicional visita al barbero después de las vacaciones. El aire matutino le pellizcaba las mejillas frescas y rasuradas, y el agrimensor se sentía, no sin buenas razones, complacido consigo mismo. El barbero le había encontrado en plena forma y le había felicitado. Había sabido entretenerle aquella mañana, el señor Biagio, con las novedades del pueblo, ésas de las que solamente en una peluquería se entera uno: la hermosa forastera alojada en el burdel de al lado del camposanto, que estaba realmente hambrienta (ya se sabe de qué) y hacía falta un buen rancho para satisfacerla; las aventuras de Totó Riesi, que tarde o temprano se partiría el cuello si seguía visitando el dormitorio de la mujer del farmacéutico, en horas nocturnas, caminando por los tejados, mientras el marido ganaba el pan en la farmacia, durante el turno de noche.
Demoró el paso en el cruce con via Bara[2], nombre de lo más adecuado, pensó, satisfecho también de su propio sentido del humor, donde se colocaban las esquelas mortuorias en las paredes lisas del Palazzo Aruta. Notó que había dos nuevas. «Veamos quién ha muerto», se dijo. «La profesora Matilde Cacopardo, a los 81 años de edad», rezaba la primera: leyó las habituales frases de circunstancias y memorizó el horario del entierro para decir a su mujer que asistiera. El otro anuncio se refería a una tal Maria Rosalia Inzerillo, de cincuenta y cinco años de edad. «Desconocida», comentó, «pobre desgraciada, tenía mi edad», y siguió su camino.
Llamó al timbre. No le abrieron la puerta de inmediato, como se esperaba. Llamó de nuevo, en vano. Sacó del bolsillo la llave, ligeramente irritado por el retraso de su mujer y de la criada en abrirle, una falta de consideración hacia él por parte de las mujeres de la casa. Tampoco las vio en el vestíbulo y se dirigió a la cocina, saboreando por anticipado su café, de buen humor todavía. Se las encontró allí, asomadas a la ventana. Antonia, la criada, inclinada sobre el alféizar, con los pies tocando apenas el suelo, parecía a punto de caerse; el vestido levantado sobre el trasero le dejaba al descubierto las piernas robustas. La grupa de la forastera del burdel ofrecería sin duda una visión bien distinta, se dijo, complacido por haber mantenido la sensación de bienestar que lo acompañaba desde temprano por la mañana.
—Ya estoy de vuelta —dijo en voz baja.
La criada ni se inmutó, de lo concentrada que estaba escuchando lo que voceaban las mujeres del piso de abajo. La mujer se dio la vuelta y comentó:
—Ah, Menico, ya estás de vuelta, ¿has oído que ha muerto la Mennulara?
Esta vez el agrimensor Bommarito se irritó de verdad, ni un mísero café le ofrecía su mujer.
—Mimuzza mía —contestó—, ¿y quién iba a decírmelo, el barbero?
—¿No lo has leído en la esquina de via Bara? Los Alfallipe las han pegado por todas las paredes —respondió excitada la mujer, y por fin le ofreció el café.
Saboreando la bebida caliente y olvidada ya su irritación, al revés, disfrutando del elegante aspecto de su mujer, ella también recién salida de la peluquería y maquillada para ir al colegio, el agrimensor Bommarito consiguió entender por fin la excitación que reinaba en la casa.
—Es la primera vez que unos amos, o como se dice ahora, unos empleadores domésticos, ponen una esquela por una criada. La Mennulara tiene dos sobrinos, hijos de su hermana. El anuncio de su muerte lo da nada más y nada menos que la familia Alfallipe al completo. Tienes que ver las palabras que han escrito, vete a leerlas por mí, cuando has llegado la señora de Cutrano me las estaba repitiendo. Menudas parrafadas sueltan, parece ser, y ya sabemos todos que no era más que una bruja. Yo iba al colegio con Carmela y lo sé bien —le contó Mimì Bommarito, y se golpeaba enfáticamente el pecho con la mano derecha repitiendo—: Yo lo sé, vaya si lo sé, precisamente yo.
La bata de andar por casa se le abrió, revelando sus abundantes senos. El pensamiento de su marido volvió a la forastera, esta vez, sin embargo, para apostarse que esa puta no tenía unos pechos de tanta contundencia como los de su joven y procaz mujer.
Así fue como el agrimensor Bommarito no tuvo fuerzas para resistirse a la dulce insistencia de su Mimì y tuvo que volver a toda prisa a la esquina de via Bara, donde ahora se había agolpado una multitud para leer la esquela de la Inzerillo, con el fin de repetir a su mujer con pelos y señales cuanto estaba escrito:
AYER INESPERADAMENTE SE APAGÓ
MARIA ROSALIA INZERILLO,
A LA EDAD DE 55 AÑOS
PERSONA DE CASA ALFALLIPE.
Comunican la triste noticia la señora Adriana Mangiaracina, viuda del abogado Orazio Alfallipe, su hijo Gianni junto con su mujer Anna Chiovaro, su hija Lilla junto con su marido el doctor Gian Maria Bolla y su hija Carmela, junto con su marido Massimo Leone. Desde la edad de trece años vivió en casa Alfallipe y sirvió con afecto a la familia que desconsolada la llora. Los funerales se celebrarán hoy a las 15 horas en la iglesia de la Dolorosa. El cadáver será acompañado hasta el cementerio de Roccacolomba para su sepelio en la tumba familiar.
La vecina de enfrente y otras dos estaban en su casa esperándolo. Ni tiempo le dieron para repetir la esquela entera: lo interrumpían todas juntas con sus comentarios.
—Muy desconsolados, sí señor, mucho… ¡Carmela la detestaba, y Lilla, por su culpa, ya no ha vuelto de vacaciones a Roccacolomba!
—Afecto en esa casa no hay ni para el gato.
—A la tumba de la familia van también las criadas, ahora ¡somos todos hermanos!
—¡Si el abogado Alfallipe estuviera vivo, no hubiera permitido una cosa así!
—Y esos preciosos sobrinos, de los que tanto presumía, ¿por qué no son ellos los que comunican la muerte de su tía?
Por último y no sin dificultades, el agrimensor consiguió zafarse de las mujeres y se marchó a trabajar, dejándolas que chismorrearan. Por la calle se fijó en que varios vecinos se detenían a leer las esquelas y permanecían ante ellas charlando entre sí. La esquela por la Mennulara estaba colocada en todos los lugares permitidos por el Ayuntamiento: muchísimo dinero tenía que haber acumulado para la avarísima familia Alfallipe ésa Mennulara para merecerse tanto gasto. Decidió que, por mucho que gritar a los cuatro vientos la muerte de una criada fuera otra de las innovaciones de los tiempos modernos y, por decirlo así, democráticos, él jamás de los jamases se gastaría ni una lira en la esquela de una criada, sólo faltaría; esa misma noche tenía que acordarse de hablarlo con su mujer antes de que empezara a hacer promesas y a llenarle la cabeza de pájaros a su Antonia. Volvió después a los placenteros relatos del señor Biagio sobre la forastera, por la que sí que merecía la pena gastarse el dinero, en vez de por ésa Mennulara que en paz descanse, y que guapa no lo había sido nunca y de los placeres carnales nunca había disfrutado.
En cuanto entró en la oficina se dio cuenta de que se había olvidado de informar a su mujer de la muerte de la señora de Cacopardo, y ésa sí que era importante: la suegra del director de la escuela de enseñanza media donde Mimì era suplente, en busca de plaza fija. Y maldijo a la Mennulara.