Nuruzza Salviato y su marido maldicen a la Mennulara
Después de cenar Nuruzza y Vanni Salviato se quedaron solos, mientras Angelina recogía detrás de la cortinilla colgada de un alambre. Era una vivienda muy modesta, a la que Angelina había dado un toque de gracia con aquella cortina de tela estampada con flores, que aislaba la cocina de la zona en la que la familia vivía y dormía.
—No te lo he dicho antes de comer para que no se te atragantara la sopa —dijo Nuruzza a su marido—: hoy ha muerto la Mennulara.
Vanni Salviato escupió al suelo y dijo:
—Me parece como si el aire que respiro fuera más puro y fresco, ahora que ésa ya no lo atufa con su aliento. —Permanecieron en silencio, después Vanni añadió—: He perdido la salud y las ganas de trabajar, de lo pérfida que fue conmigo esa mala mujer, que además era tu prima.
—¿Y qué culpa tengo yo, o es que no fui la primera en decir a nuestros hijos que ésa, para nosotros, era como si estuviera muerta y si se la encontraban por la calle ninguno de los Salviato debía saludarla, al contrario, debían mirar para otro lado para no verla? —Nuruzza no aceptaba las críticas con facilidad y mucho menos de su marido—. No es que nos encontráramos a menudo en Roccacolomba Baja, ella no venía por aquí, se sentía como si fuera uno de los amos, aunque sirviente nació y sirviente siguió siendo hasta su muerte. Pero yo ando con la cabeza bien alta delante de todos y tengo una familia respetada y honesta. Su madre, si estuviera viva, se tiraría de los pelos al ver a esta hija desvergonzada y traidora a su gente.
—Una desvergonzada sí que lo era, las porquerías que hacía en casa de los Alfallipe no quiero saberlas, me basta con recordar cómo se comportó conmigo —dijo Vanni.
—Lucia Indelicato —prosiguió Nuruzza—, hoy, en casa de los Fatta, la llamaba «santa». No le he contestado, porque sentía que se me revolvían las tripas y no me hubiera controlado al hablar. En cuanto he llegado a casa, le he contado a Angelina las fechorías de la madre de la Mennulara, para que esta hija nuestra, que es una verdadera santa, aprenda a conocer a la gente.
A la mención de Angelina, Vanni se dulcificó y quiso llamarla. Angelina se reunió con ellos, obediente como siempre: su padre le hizo un gesto para que se sentara a su lado.
—Angelina, de lo que esa pariente de tu madre nos hizo a todos nosotros acuérdate bien, porque cuando yo esté muerto tú tendrás que contárselo a todos los Salviato, nacidos y por nacer, y ellos tendrán que contárselo, palabra por palabra, a todos los que hablen bien de esa insolente en el pueblo. A mí me gustaba trabajar como vendedor ambulante de frutas y verduras, me subía todas las escaleras hasta Roccacolomba Alta, a veces tenía que empujar yo mismo al asno, cargado de cestas, pero la gente me compraba y me respetaba. Me detenía bajo el Palazzo Alfallipe y voceaba mis mercancías.
»Un día tenía unos hermosos albaricoques, dulces y maduros. Va ésa y se asoma, discutimos el precio y deja caer la cesta desde el balcón con la cantidad exacta, yo recogí el dinero y se la llené de albaricoques. Ella la subió y nos despedimos. Me quedé un rato bajo casa de los Alfallipe para vender a la gente, eran buenos aquellos albaricoques y se los llevaban a puñados. Aquella desvergonzada volvió a salir al balcón y empezó a despotricar contra mí, acusándome de haberle dado albaricoques deshechos, el abogado Alfallipe no los quería, me llamó timador y deshonesto, y desgañitándose como una loca arrojó los albaricoques a la cesta, la bajó llena y pretendió que me los quedara. Quiso que le devolviera el dinero y no se calmó hasta que no lo contó, no se fiaba de mí. La gente se asomaba a las ventanas, los que pasaban se paraban a escuchar, de los gritos que daba, calumnias escupía por la boca como serpientes que se deslizaban desde aquellos dientes salidos que tenía, se había vuelto fea como una ciruela agusanada. Jamás se me había tratado así, y que fuera una hembra, y por si fuera poco hija de la prima de mi mujer, la que lo hiciera, era una ofensa mayor.
»No sé cómo fui capaz de seguir vendiendo —continuó Vanni en voz baja, con la mirada oscura—, aquel día y los que siguieron. Los albaricoques eran buenos, podridos no había, y aunque los hubiera habido, ¿qué culpa tenía yo? Había tenido que pagarlos todos como buenos, y todos tenía que venderlos, y era mejor venderlos a los ricos que pueden tirar la mitad sin pasar hambre. Tenía más de cincuenta años y estaba enfermo, y me hacía falta trabajar para mantener a mi familia, porque si no, no hubiera vuelto nunca a Roccacolomba Alta. Cuando pasaba por debajo de casa de los Alfallipe sentía que me temblaban las piernas, tampoco el asno quería subir ya las escaleras que llevaban hasta aquella casa.
Miró a Angelina y le acarició la barbilla con ternura, después añadió en voz alta:
—Tú, dulce hija mía, eres buena y sabia, recuerda que ninguno de mis hijos ni de mis nietos debe olvidar jamás que esta mala pariente de tu madre fue sierva y puta del abogado Alfallipe.
Angelina y su madre le miraron con los ojos muy abiertos; consternadas, no supieron qué decir. Vanni, sorprendido por su propia osadía y satisfecho por la reacción de ambas, se apoyó con los brazos e intentó levantarse solo, rechazando el bastón que Nuruzza le tendía. Lo consiguió y se dirigió hacia la puerta de casa, caminando sobre sus piernas torcidas sin vacilación, como si por fin hubiera recuperado la agilidad de movimientos junto a la dignidad que la Mennulara le había arrebatado veinte años atrás. Se quedó de pie, en el umbral, y lentamente levantó la mirada: Roccacolomba Alta se recortaba majestuosa. Las luces de las casas sobre la montaña creaban la ilusión de un belén iluminado, a cuyos pies yacían aplastadlas las casuchas de Roccacolomba Baja. Vanni se dirigió a su mujer, que lo había seguido, y dijo:
—Nuruzza, allí arriba está la casa de la hija puta de tu prima. ¡Recuerda que yo, Salviato Vanni, la maldigo incluso muerta!