Nuruzza Salviato le cuenta a su hija
Mientras caminaba con su madre, Angelina le preguntó por su prima. «De estas cosas no se habla al aire libre, en casa ya te explicaré quién era la madre de la Mennulara y por qué esa mujer entró en casa de los Alfallipe», fue la seca respuesta de Nuruzza, y ambas mujeres continuaron su descenso hacia Roccacolomba Baja, en silencio, cogidas con fuerza del brazo, la madre, pequeña y delgada, la hija, corpulenta y desgarbada.
Aquella noche, mientras preparaban juntas la sopa para la cena, Nuruzza, fiel a su promesa, le contó a Angelina la historia de la madre de la Mennulara.
—Primas hermanas por parte de madre éramos, y ambas las segundas hijas de nuestras madres, así que llevábamos el mismo nombre de la abuela que en paz descanse, Nuruzza. Entramos al servicio de la familia Minacapelli juntas, a fin de ahorrar para hacernos el ajuar, pero mi prima Nuruzza tenía que ganar también para el ajuar de Anna, su hermana, que tenía el pie torcido: ningún amo la aceptaría en su casa con aquel pie. A las dos nos destinaron a la cocina y a hacer la limpieza general, vaya, las peores faenas, porque éramos nuevas y jóvenes. Pero ella era una intrigante y sabía presentarse, y consiguió ganarse a la señorita Lilla, así que se convirtió en su criada fina y me dejó a mí sola con todas las tareas pesadas.
Nuruzza, concentrada en quitar las piedrecitas de las lentejas, se incorporó en ese momento ante Angelina y, con las manos en las caderas, añadió:
—Se creía quién sabe qué, esa prima mía, porque la señorita la prefería a ella, y a las de la cocina no paraba de contarnos cosas buenas de la ama y nos enseñaba los regalos que le daba para que nos pusiéramos celosas: vestidos usados que parecían nuevos, cintas, bufandas, ropa interior de algodón ligerísimo como un velo, zapatos, cosas, vaya, que se le subieron a la cabeza.
Angelina se imaginaba los maravillosos regalos de la señorita Minacapelli, ella que nunca los había recibido de sus señoras, pero no abrió la boca; Nuruzza volvió a limpiar las lentejas y siguió contando.
—Buena sí que era la señorita Lilla, intentó incluso enseñarle a leer, pero si Nuruzza llegó a aprender o no, no se sabe. Ella presumía delante de todo el mundo, fingía leer las páginas de los periódicos viejos, que acababan en la cocina para envolver la fruta que había que conservar para el invierno en la despensa, quitar la grasa de los fritos, proteger la mesa cuando se trasvasa el aceite o se limpian las verduras, pero no desde luego para que los leyera gente como nosotros.
—¿Por qué?, ¿es que hay algo malo en leer el periódico? —preguntó Angelina, que se leía todos los titulares del diario siempre que se le ponía al alcance de las manos.
—La cocinera, que sabía leer de verdad y tenía una libreta llena de recetas del chef, decía con toda la razón que en los periódicos escriben porquerías, y nosotras, que éramos unas señoritas, cosas así no debíamos saberlas. Pero mi prima parecía obsesionada por saberlas —dijo Nuruzza, pensando que esa hija suya, la menor de las cuatro que tenía, incluso a sus cuarenta años era inocente como una niña.
—Así fue como con los regalos de la señorita Lilla ella se hizo el ajuar antes que las demás; en vez de dárselo a Anna, como era su obligación, quiso casarse con Luigi Inzerillo, un minero; le miraba con ojitos dulces porque ganaban mucho los mineros. No le tocaba a ella casarse, todavía no era su turno, pero no quiso saber nada e involucró a la señorita Lilla en el asunto. Ésta, que mientras tanto se había hecho novia del abogado Ciccio Alfallipe y preparaba una gran boda, convenció a su madre, doña Carmela, para que llamara al padre de Nuruzza y le persuadiera de que debía dar su consentimiento al matrimonio, prometiéndole que tomarían a su servicio a Anna, coja como estaba, en su lugar. A mi tía se le comieron los demonios, pero tuvo que contentar a sus amos; a Nuruzza y a su marido, sin embargo, no se lo perdonaron nunca, y no había buenas relaciones entre ellos y los Inzerillo.
—¿Y tú seguiste siendo amiga de tu prima, después de la boda? —preguntó Angelina, fascinada por la historia de amor de su tía.
—Me llamaba, cuando le hacía falta, pero de amigas nada, ciertas cosas no se perdonan. La pobrecilla de Anna, su hermana, tuvo que hacer más de lo que podía para trabajar en una casa tan grande como la de los Minacapelli, y en la cocina se quedó, a servir de pinche, hasta que se casó —contestó la madre, que añadió—: Ahora te cuento lo que hizo cuando su marido se le murió, así entenderás que el Señor castiga a quien no cumple con su deber. De desgracias y enfermedades sufrió muchas, Nuruzza, y sin embargo, su soberbia nunca la abandonó. Tras la muerte del marido, el hermano, Giovanni Inzerillo, se ofreció a acogerla en casa con sus dos hijas, como era su obligación de cuñado, aunque no por gusto claro, al contrario, a su mujer no le hacía gracia, porque tres bocas más que alimentar son muchas, y por si fuera poco ella y Addoloratina estaban enfermas. En casa del cuñado sólo se quedaron unos días: en vez de estarle agradecida, Nuruzza no quería saber nada de vivir allí, al revés, le agravió con palabras fuertes, y eso que era el hermano mayor de su marido, y delante de todos le faltó al respeto. Giovanni Inzerillo le dio una paliza e hizo muy bien: Nuruzza no respetaba ni al cabeza de familia. Desde entonces, tampoco la familia de su marido tuvo tratos con ella. Soberbia como era Nuruzza, ayuda no tuvo y tampoco se la pidió jamás a los Inzerillo.
—¿Por qué no quería vivir con su cuñado? —Angelina escuchaba cautivada el relato de la madre, la vida de su tía parecía una telenovela.
—Porque miraba a todo el mundo por encima del hombro. Se quedó sola con sus hijas y acabó de lavandera con los Alfallipe, pero no dejó nunca de ser soberbia: decía que sus hijas encontrarían un buen partido y sus nietos serían oficinistas y tal vez universitarios como los amos y ya ves cómo le fue —dijo Nuruzza con satisfacción—, a mí precisamente vino a pedirme ayuda, sólo cuando estaba en las últimas. Me mandó llamar; estaba tan enferma que no era capaz de andar, y yo corrí a su casa, por nuestro parentesco. Quería decirme que no tardaría en morir y me proponía que acogiera en mi casa a sus hijas, porque me darían una buena vejez y harían que no me faltara de nada, ni pan ni condumio. Yo ya tenía dos hijas guapas y buenas. ¡Cómo, me dije, resulta que yo hijos ya tengo cuatro, y dos además varones, y ésta me dice que recoja a los hijos de los demás para poder contar con ellos de vieja! ¿Cómo se atrevía a despreciar así a mis hijos, y a afirmar que sus hijas asegurarían mi bienestar? Pero, por amor al Señor y a la Virgen, y porque nuestras madres eran hermanas, no le contesté como se merecía y dije solamente que lo hablaría con mi marido, pero que no tuviera demasiadas esperanzas. Al día siguiente volví a decirle que no podíamos acoger en casa a sus hijas; le llevé pan, fruta y un trozo de queso. Ella me contestó que no le hacía ninguna falta nuestra ayuda: la señora de Alfallipe iba a meter a Addoloratina en un internado y haría que la curaran, la pequeña se convertiría en su criada personal, y así se aseguró que sus hijas tuvieran una vida digna.
—¿Y qué pasó después?
—¡Pasó lo que pasó! Addoloratina se casó y murió joven, la otra se quedó al servicio de los Alfallipe, y se volvió peor que su madre, desdeñosa y prepotente, y ahora ha muerto ella también, el Señor castiga a moros y cristianos por sus fechorías. Tú sabes bien lo que le hizo a tu padre… Ahora ve a echar agua en el bebedero de las gallinas, y pon después la olla al fuego.