Capítulo 7

La prueba del vestido de la nieta de la señora de Fatta

Angelina Salviato dio los últimos retoques al vestidito de la fiesta de Rita, listo para la segunda y última prueba. Lo extendió sobre la mesa, arregló los pliegues de la faldita, abrochó el corpiño bordado y ahuecó las mangas abombadas; después dio un paso atrás y admiró por sí misma el efecto final, satisfecha. Las criadas de la casa, Lucia y Marianna, entraron muy sonrientes y alegres al cuarto de trabajo, seguidas por Titina, la sobrina de Santa que había ido a casa de los Fatta a llevarse prestado el aspirador para la limpieza de casa Alfallipe. Las muchachas admiraron el vestidito bajo la mirada complacida de Angelina, dejando caer de vez en cuando algún comentario sobre la muerte de la Mennulara, que Lucia había anunciado en la cocina a la hora de comer.

—Pero cómo, todavía con la muerta en casa ¿y ya están pensando en limpiar el Palazzo Alfallipe? ¡A quién se le ocurre, yo estaría tan apenada que no podría pensar en nada más! —decía Marianna—. Mira qué bonito ese bordado de delante…, vaya manos de hada que tienes, Angelina.

Y Titina añadió:

—Doña Lilla parece un sargento, que si órdenes por aquí, que si órdenes por allá, todo tiene que hacerse al instante para ella, se ha vuelto una forastera, y lo fino que habla, como en el cinematógrafo; ¡quién sabe cuánto habrá costado este raso para la faja, un faldón para una princesa, que eso parece! —Palpaba la tela suave, acariciaba la cinta de la faja, para ella era un lujo inalcanzable—. Mi tía Santa tiene que limpiar toda la casa de los Alfallipe, sólo estamos mi madre y yo para ayudarla, y por si fuera poco ésos esperan que los sirvamos en todo, ni una taza de café saben hacérsela ellos solos, nacidos para mandar, así se sienten. Los tiempos han cambiado y después del entierro mi tía tiene que hablar claramente con ellos.

—Si yo fuera tu tía, no me quedaría de servicio en esa casa, bien sabe ella cómo son, allí trabajaba antes de la muerte del abogado Alfallipe. —Marianna no tenía pelos en la lengua y por eso la señora de Fatta la había puesto a trabajar en la cocina: no servía la mesa ni en el salón, tareas reservadas a la discreta y tranquila Lucia—. Avaros y soberbios, eso es.

Lucia la escuchaba con los ojos fijos en el vestidito, le hubiera gustado aprender a coser como Angelina.

—Decía el presidente que la Mennulara miraba por la dote de doña Adriana —comentó—; ¿cómo llegó a ser tan buena? ¡Mira cómo está cosido el dobladillo, puntos pequeños como un bordado! La verdad, Angelina, eres una costurera finísima y ganarías un montón de dinero si te marcharas a trabajar fuera.

—Angelina, dime, ¿no era pariente de tu madre la Mennulara? —preguntó Marianna con aire de fingida inocencia—. La habilidad la lleváis en la sangre, en vuestra casa —añadió mirando a Angelina, en cuyas mejillas pálidas se leían las manchas rojas de la vergüenza.

—Bah, yo ni la conocía, era pariente de mi madre, sí, pero no se trataban, y yo, yo no soy tan buena en eso de coser, hago lo que puedo —contestó.

Lucia acudió en su ayuda y cambió de tema:

—Titina, dime, al marido de doña Carmela, ¿se le ha visto en casa de la Mennulara?

—Vaya que si fue, me ha dicho mi tía que ése no esperaba más que a que se muriera para entrar, después se encerraron todos en la habitación de doña Adriana y se oían unas voces en ese cuarto, vaya, que se peleaban por la herencia, con la pobre muerta todavía en la casa. —Titina era un filón de noticias, y lo contaba todo—: Ni una mísera flor le han comprado, y los hijos del abogado Alfallipe, los tres, que tan bueno es uno como los otros, ni siquiera quieren ponerse el luto para el entierro. Doña Lilla dijo que no tenía vestidos negros; doña Carmela dijo que ella, por respeto hacia su marido, de lutos no quiere oír hablar; sólo el profesor Gianni se pone la corbata negra, pero sin el brazalete de duelo en el brazo, dice que ya no se usa, ¡él vive en Catania y lo sabe!

—¿Y la señora de Alfallipe?

—Esa pobre no hace más que llorar, es que eran como hermanas, la Mennulara le hacía de madre, y mira que era más joven que ella —añadió Marianna.

—A los señores no les gustaba que esas dos se quisieran tanto —dijo Lucia girando los ojos con expresión resabiada para dejar claro que se refería a los Fatta—, un cristiano como nosotros puede matarse a trabajar para sus amos, y ellos, como son ricos, cogen y gastan, y después te dejan como Dios te trajo al mundo, lo dice siempre mi tío Paolino.

Titina no entendía.

—Qué dices, explícate.

No hizo falta que se lo repitiera dos veces a Lucia.

—El presidente dijo a su mujer que al entierro no debía ir, porque la Mennulara era una criata, y sin embargo después le decía que había sido la propia Mennulara la que había salvado las riquezas de los Alfallipe… ¿qué significa eso? Yo me tomo la tarde libre y vaya que si voy al funeral. Cuanto más trabajas, menos te respetan, en cuanto me acabe el ajuar me caso y ya no quiero volver a servir.

Después, sin tomar aliento, le preguntó a Angelina:

—Si pudiera aprender a coser como tú, haría faldones para mis hijas, mira lo bonitos que son los ojales, todos iguales y tan pequeñitos. Angelina, ¿por qué no me enseñas a coser como tú, aunque no sea más que a ratos de vez en cuando?

—Ya veremos, ahora debo ordenar el cuarto.

Cauta y silenciosa por naturaleza, Angelina era respetuosa con sus amos. Además, se avergonzaba de su parentesco con la Mennulara, una prima de la que renegaba su familia.

—Lo cierto es que la Mennulara debía de tener mucho dinero —insistió Titina—, y cómo se lo consiguió sólo Dios lo sabe, o quizás el Señor Dios no lo quiera saber…, pagaba a mi tía de su bolsillo y daba dinero a los hijos del abogado, debía de ser una buena mujer, y de sus dineros no ha podido disfrutar.

Lucia tenía las ideas muy claras a este respecto:

—Yo digo que los dineros son para gastárselos, ¡cuando te mueres no te los puedes llevar contigo al camposanto!

—Parece que los Alfallipe se esperaban incluso una herencia de ella —continuó Titina—. Cuando lleguen sus sobrinos, que son realmente de su sangre, ya veremos las peleas que se montan; pero son sangre de su sangre, y a ellos les tocan las cosas.

De repente se calló, la señora de Fatta entraba con su nuera y la pequeña Rita, y las tres se escabulleron hacia la cocina.

Angelina empezó la delicada tarea de la prueba final y recibió nuevos cumplidos de las señoras. Al quedarse por fin sola, siguió ordenando sus cosas y limpiando la habitación para dejarla en orden para el día siguiente.

Ejercía el oficio de modista a domicilio trabajando sólo para unas pocas familias de Roccacolomba, todas pudientes y respetadas. Su maestra de la escuela primaria la había animado a la costura haciéndola bordar los pañuelos para el ajuar de su hija, en vez de enseñarle a leer y a escribir bien, y Angelina y toda su familia le quedaron agradecidos: desde los diez años nunca había dejado de coser para los demás.

Angelina ganaba bastante, y había asumido el papel de hija soltera que mantiene y cuida a sus padres ancianos. Satisfecha de su vida ordenada y serena, pasaba semanas y a veces meses enteros en casa de una u otra familia. En algunas de estas casas se le ofrecía incluso la posibilidad de escuchar la radio durante las largas horas de trabajo solitario, lo que le había permitido familiarizarse con la música, así como aprender mejor el italiano. Se relacionaba con las criadas durante la hora de comer disfrutando de las abundantes viandas de los pudientes. A menudo se le guardaban dulces y galletas, pues era muy golosa, y había adoptado ya el aspecto obeso de la mujer que lleva una vida sedentaria, el primer paso hacia una condición manifiesta e irrevocable de solterona.

Tras la prueba del vestidito, la señora de Fatta se dirigió a la cocina con la excusa de preparar comida para el cesto del refrigerio del luto, que quería enviar a su prima con Titina. Pese a imaginarse que los hijos de Adriana no estarían tan transidos por el dolor como para olvidarse de impartir instrucciones a Santa para la cena, Margherita Fatta quería atenerse a las saludables tradiciones del luto y enviar algo dulce y apetitoso a la pobre Adriana como almuerzo de duelo, en tácito reconocimiento de su dolor por la muerte de la Mennulara. Se entretuvo en la preparación de la cesta charlando con Titina, con la esperanza de enterarse de alguna noticia, fiel a los deseos de su marido. Titina estuvo encantada de poder hablar y la satisfizo por entero, aunque, naturalmente, le dio a la señora de Fatta la versión obligada, atenuada y blanda, sin crítica alguna respecto a la familia Alfallipe, como hay que hacer cuando se habla con los amos; dejó Palazzo Fatta llevándose con orgullo la enorme caja que contenía el aspirador y la cesta para el almuerzo de duelo, repleta de dulces y galletas.

Fatigada por las escalinatas que tenía que recorrer dos veces al día para acompañar y recoger a Angelina del trabajo, apareció Nuruzza Salviato. Lucia le ofrecía siempre algún manjar. Aquel día había una taza de leche de cabra con roscas frescas. Mientras se relamía con la leche hirviendo y azucarada, que le encantaba, Lucia le contó lo sucedido.

—La Mennulara ha muerto esta mañana y los Alfallipe han ido todos a su casa, la señora de Alfallipe estará ahora destrozada, una santa era para ella de cómo la cuidaba.

Nuruzza casi se ahogó de la rabia al oír proclamar tales elogios de su detestada pariente, ni siquiera fue capaz de engullir la cucharada de roscas mojadas en la leche dulce, que se había convertido en una papilla exquisita, ella que siempre se la tragaba en un santiamén. Lucia creyó que se le había hecho un nudo en el estómago del dolor por la muerte de la prima, y siguió ensalzando sus virtudes.

Entretanto, la señora de Fatta había vuelto a la cocina. Le pareció oportuno pararse a hablar también con Nuruzza; le dio el pésame y después le preguntó:

—Decidme, Nuruzza, ¿cómo es que Mennù fue a trabajar a casa Alfallipe?, me parece que su madre prestaba servicio en casa Minacapelli.

—Mi prima Nuruzza Inzerillo estaba muy enferma, y doña Lilla Alfallipe, que en paz descanse, le tomó cariño a su hija menor, así que entró en casa del abogado Alfallipe y allí se quedó.

—Me han contado que su madre era una buena criada en casa Minacapelli…, estabais allí por la misma época, ¿cómo era su madre? —insistió la señora.

—Buena trabajadora sí que era mi prima, pero no estuvo mucho trabajando allí, porque tenía prisa por casarse.

Nuruzza, pese a no poder sustraerse a las preguntas de la señora, sabía contestarlas como se debe, dando a entender respetuosamente que no sabía nada más.