Capítulo 6

La comida de mediodía en casa Fatta

La señora de Fatta bordaba pensativa. Sabía que la Mennulara estaba en las últimas y estaba ansiosa por recibir noticias de su prima Adriana Alfallipe, pero su proverbial discreción le impedía telefonear, pues temía molestar. Lucia le anunció que la comida estaba lista; ya había ido a avisar al presidente a su despacho. Se comía en silencio en casa Fatta, cuando no había invitados. Pietro Fatta, presidente de la Unión de Agricultores de la Provincia, era hombre de pocas palabras. Margherita, su mujer, respetaba esos silencios y había aprendido a mantener conversaciones consigo misma cuando tenía necesidad de compañía. Pero aquel día, durante la comida, los cónyuges hablaron.

El marido tomó asiento presidiendo la mesa y su mujer a su izquierda, como siempre, después Pietro dijo:

—He recibido una llamada de Mimmo Mendicò: la Mennulara ha muerto esta mañana y le había pedido que me comunicara su muerte, exactamente así, ¡qué petición más extraña!

A Margherita le hubiera gustado quejarse a su marido por no haberle comunicado de inmediato lo sucedido, lo que le hubiera ahorrado horas de preocupación y desasosiego, pero sabiamente no hizo comentario alguno sobre su acostumbrada falta de sensibilidad.

—¿Te ha dicho algo sobre Adriana y sus hijos? —se limitó a preguntar.

—No, no hemos hablado de eso. El entierro será mañana por la tarde, a las tres, y no recuerdo que me dijera nada más.

—Supongo que vendrán sus sobrinos de fuera —comentó la mujer.

—También yo lo creo —dijo Pietro, y se sumió en sus pensamientos llevándose a la boca con el tenedor unas cuantas patatas fritas.

Después de comer tenían por costumbre tomar el café en la terraza, cuando el tiempo lo permitía. Aquel día Lucia les servía con especial diligencia: atentísima a captar al vuelo cualquier información sobre la muerte de la Mennulara, fingiendo estar atareada, colocaba las sillas de las otras mesas de arrabio esparcidas por la amplia terraza, movía los ceniceros, quitaba las hojas de glicina que empezaban ya a caer de la pérgola y, en resumidas cuentas, no sabía qué otras tareas inventarse con tal de quedarse a escuchar a sus amos.

La señora de Fatta hablaba de los Alfallipe.

—Estoy preocupada por Adriana. Desde que se fue a vivir a casa de Mennù le tomó mucho cariño y la echará de menos. No sé si está pensando en volver al Palazzo Alfallipe, pero antes deberían hacer obras, no tiene calefacción central, y está también el problema del servicio…, le hará falta personal de confianza, si quiere vivir allí sola. Mennù trabajaba por tres criadas, por no hablar de sus otras habilidades… Date cuenta de que Adriana seguía haciendo que le administrara los bienes de la dote. Esta muerte será una gran pérdida para ella, que ahora tendrá que apoyarse en sus hijos. Estoy realmente preocupada.

El marido la escuchaba atento.

—¿Sabes si los chicos están ahora con Adriana? —le preguntó.

—Sí, por pura coincidencia están todos en Roccacolomba.

—Quisiera ayudarla, esos chicos Alfallipe son unos incautos, se lo debo a la memoria de Orazio. Entérate bien en el pueblo: si se oye por ahí que les hace falta algo, o que toman decisiones imprudentes, dímelo y procuraré guiarlos.

—De acuerdo, como quieras —dijo la mujer, agradecida por el interés de su marido hacia la familia de su prima, a pesar de que el encargo que se le acababa de encomendar le resultara especialmente gravoso. Era una mujer de su casa por naturaleza, tímida y reacia a acudir a los salones del pueblo; desde que su nuera, que vivía en el piso de abajo, le había dado dos hermosas nietecitas, buscaba cualquier excusa para no sacar la nariz fuera del edificio.

Considerando que era el momento oportuno para hacer a su marido la petición que temía no le fuera concedida, añadió, titubeante:

—Al entierro, mañana, ¿quieres que vaya?

El presidente estaba mirando a lo lejos, se dio la vuelta sobre la silla y la contempló en silencio. Dio una calada al cigarrillo e inhaló el humo con meditada lentitud. Dirigió de nuevo la mirada más allá de la balaustrada de piedra que se abría sobre el pueblo, después volvió a mirarla fijamente a los ojos y dijo:

—Ha sido una doméstica estupenda, los ha servido honestamente y durante decenios, pero se sentía orgullosa de seguir siendo miembro de la servidumbre y como tal se comportaba. El hecho de que Adriana, con su incomprensible lógica, eligiera mudarse a casa de su criada no cambió su relación. Te he permitido ir a visitarla a su casa porque no veía motivo para interrumpir una afectuosa relación entre primas; sé, sin embargo, que otros parientes y amigos de Roccacolomba se han cuidado mucho de poner el pie en casa de la Mennulara, y naturalmente no comparto su comportamiento.

Seguía observando a su mujer mientras le hablaba: el elegante vestido verde claro, las manos pequeñas y delicadas, el orden, la compostura de auténtica señora.

—Pero tú, tú eres mi mujer, tienes una posición prominente en este pueblo, y como yo normalmente no iría al entierro de la criada de un pariente o de un igual a mí, lo mismo espero de ti. Por descontado, podrás ir a visitar a Adriana, antes y después del entierro.

Intuía que en el fondo de su corazón, Margherita compartía aquella decisión: las apariencias había que respetarlas, sobre todo en el caso de los Alfallipe, que en el pueblo no eran queridos y tanto habían dado que hablar por su relación de familiaridad y dependencia con la Mennulara. Sin embargo, sentía que se había excedido. De repente, tuvo ganas de quedarse solo, y la despidió sugiriéndole que llamara a Adriana. Después se acercó a la balaustrada de piedra.

El Palazzo Fatta había sido construido en la parte más alta de Roccacolomba, pegado al monasterio de la Dolorosa y respetuosamente cerca del imponente palacio de los príncipes Di Brogli, ahora deshabitado. Permanecían intactos y majestuosos los muros exteriores, la grandiosa fachada barroca de balcones abombados, las contraventanas perennemente cerradas y la enorme cancela de hierro. El interior quedaba oculto a las miradas de los peatones pero no a la de los Fatta, desde cuya terraza se divisaban los claustros exuberantes de plantas y arbustos selváticos, las ventanas de los patios interiores azotados por el viento, los parterres semidestruidos en un estado de abandono que hacía presagiar la próxima y acelerada metamorfosis del magnífico palacio en ruinas.

El panorama desde la terraza constituía, en cualquier estación, motivo de soberbio placer para Pietro Fatta. Apoyado en la balaustrada, que sobresalía de los muros exteriores, se sentía suspendido en el aire, como si estuviera en lo alto del nacimiento de un río tumultuoso de tejas, que se desbordaban a sus pies y se extendían sobre toda la cresta meridional de la montaña. Los techados de tejas de canal, todos distintos por matices de color, medidas, pendiente y dirección, parecían teselas de un mosaico monocromo esparcidas a la buena de Dios, en espléndida armonía de tonos y volúmenes. Aquí y allá, entre los tejados sobresalían los altos y estilizados campanarios de las iglesias, construidos, como el resto del pueblo, en piedra gris rosácea que al atardecer parecía un espejo del cielo, de lo mucho que absorbía los matices rojizos del sol agonizante. Destacaba entre los tejados el de la iglesia mayor, de color ocre oscuro, jaspeado por tiras de azulejos verdes y blancos. Al lado de esa iglesia se divisaba el tejado del Palacio de Correos, como pomposamente se denominaba al edificio redondo de dos plantas, construido durante el fascismo. Éste también, con el paso de los años, se había integrado en el cuerpo de Roccacolomba como si hubiera estado siempre allí. El tejado de cemento, enlucido de un tono rosa en otros tiempos brillante, había adquirido una precoz vetustez y, gracias a esa degradación, armonizaba perfectamente con el resto de los tejados a dos aguas que lo circundaban por todas partes.

Roccacolomba Alta terminaba en el valle, en la confusión de casuchas de Roccacolomba Baja, donde vivía la gente pobre. Después estaba el río, atravesado por un puente de piedra de tres arcos, que unía el pueblo antiguo con Roccacolomba Nueva, un espanto sin identidad levantado en los últimos treinta años. Desde la posguerra, Roccacolomba estaba en una fase de rápida expansión, gracias también a la nueva autovía que, a través de un largo túnel, unía Roccacolomba con las otras poblaciones de la provincia. Se habían construido decenas de edificios de cemento armado enlucido con colores chillones en la anárquica euforia inmobiliaria de los últimos años y Roccacolomba se había consolidado como un gran centro agrícola cuyos terratenientes habían reaccionado a la crisis del sistema de aparcería invirtiendo en maquinaria y tecnología, y ganándose la fama de estar «a la vanguardia». Allá donde la tierra no rendía, o rendía con más fatiga, la construcción había completado la obra. Se había asegurado así el bienestar y el desarrollo de Roccacolomba, pero la belleza aislada y soberbia del pueblo, fundado en el siglo XVII por los príncipes Di Brogli, había quedado herida y no tardaría en ser destruida, su tejido social desaparecería en el curso de unos cuantos años, y todo cambiaría. Pietro Fatta consideraba positivos los cambios impuestos por el progreso, pero tenía dificultades para adecuarse a ellos. Lamentaba esa incapacidad suya, y la sentía como un presagio de muerte.

Miró por detrás de la zona habitada. Los montes se ensanchaban en una amplia curva en forma de semicírculo, en cuyo seno se introducían desordenadamente alturas más modestas, sobre una de las cuales se había erigido Roccacolomba Alta. Más abajo aparecían las colinas de los latifundios, que se multiplicaban hasta perderse de vista. Desde su «palco de la ópera» (así le gustaba concebir su terraza), el presidente contemplaba el escenario de collados que dejaban espacio a las auténticas colinas, bajas y de coronillas aplastadas por el trabajo campesino; a sus espaldas, hacia el norte, las montañas se sucedían unas tras otras, onduladas y majestuosas, cubiertas de bosques maculados, entreverados con otros picos, que descendían hacia el mar. Miró hacia abajo. Sobre las faldas de las colinas de enfrente de Roccacolomba, en la otra orilla del río, los campos arados relucían bajo el sol. El río hundido en el valle costeaba las colinas, desaparecía detrás de una para reaparecer después detrás de otra, serpenteando reluciente y tranquilo. Era un panorama querido para él, que se lo sabía de memoria y le consolaba. Le hubiera gustado dedicarse a la pintura, pero su destino era encargarse de las tierras de su familia. Entró en casa y se marchó a su despacho.

No tenía ganas de trabajar. Se sentó junto a la chimenea y volvió a pensar en la Mennulara. Había muerto antes de tiempo, hubiera podido disfrutar de una serena vejez bien merecida, después de tantos años de trabajo al servicio de Orazio Alfallipe y de su familia. Indefinible criatura, leal y obediente a los deseos de su amo, prepotente e imperiosa al mismo tiempo en el desempeño de sus inusitadas tareas de administradora. Orazio la llamaba «mi lar familiar». Sin duda alguna, había detenido el declive económico de la familia tomando las riendas de la administración, y sin embargo había causado desavenencias irremediables entre los dos hermanos. La infancia y la adolescencia de Pietro habían transcurrido con los hermanos Alfallipe, en el pueblo y más tarde en el internado, y aquella idea acababa siempre por entristecerlo. Cogió un libro y halló consuelo en la lectura.