Capítulo 5

La noche de la muerte de la Mennulara se habla del óbito en el patio de la portería del Palazzo Ceffalia

El señor Paolino Annunziata había sido durante breve tiempo cochero y después chófer al servicio de tres generaciones de Alfallipe; y habría servido a cuatro si no le hubieran despedido antes, cuando la fortuna de la familia se fue a pique tras la muerte de doña Lilla. Se había contentado con una modesta indemnización y con un acomodo que le permitía seguir viviendo en el alojamiento del chófer, en los bajos de casa Alfallipe, junto al garaje, donde había criado con su mujer, la señora Mimma, a los buenos de sus hijos, todos colocados y con excelentes empleos. En suma, que disfrutaba de una agradable vejez, excepción hecha del reumatismo en las piernas y del escaso dinero, porque de pensión no se habló nunca, dado que los Alfallipe, avaros con sus empleados y generosos consigo mismos por tradición familiar, no quisieron «regularizar su situación», aunque le correspondiera por derecho.

Cada tarde recorría fatigosamente las escalinatas que bajaban hasta la plaza, al Palazzo Ceffalia, donde su cuñada, la señora Enza, y su marido, el señor Vito Militello, eran porteros. Permanecía allí un buen rato conversando plácidamente y observando a los paseantes; por lo demás, no dejaba de echar una mano a sus cuñados vigilando la portería cuando ellos estaban ocupados en otra parte del edificio.

A menudo, a última hora de la tarde, su mujer iba a reunirse con ellos después de acabar el servicio en la casa y traía comida que había cocinado; así cenaban todos juntos en la amplia vivienda del portero, o incluso, en verano, en el patio de los almacenes, que, al no ser ya usado por la familia de los amos, se había convertido en parte de la portería, jardín y gallinero.

En la portería del Palazzo Ceffalia, a cualquier hora, había un continuo ir y venir de gente, parientes y amigos, casi todos pertenecientes a familias al servicio de los notables de Roccacolomba, que se detenían para saludar, descansar y charlar un rato antes de reemprender su camino. Desde la caída de los Borbones, la oligarquía de Roccacolomba se había mantenido compacta, disfrutando de un largo periodo de estabilidad y bienestar. Como reflejo, las familias que desde hacía generaciones la servían como personal doméstico —cocheros, cocineros, criados, niñeras, porteros— podían ufanarse de una posición igualmente estable que les mantenía lejos de la indigencia, pese a vivir en condiciones de pobreza. Unidos a sus amos por una antigua relación de generaciones —que mezclaba respeto, resentimiento y también afecto recíproco—, habían adoptado como propios los valores y los modelos de comportamiento de éstos. Las familias de estas «personas de casa», como se les llamaba, miraban por encima del hombro al resto de los pobres del pueblo, que carecían de amos y trampeaban en la incertidumbre del pan cotidiano; además, se sentían en cierta manera protegidas, aunque también amenazadas, según las posiciones de sus amos, por el otro gran componente de la sociedad del latifundio: la mafia, que —después de haber sido reducida casi a la impotencia por el fascismo— en aquellos tiempos pasaba por una fase de rápido ascenso y se disponía a penetrar en las provincias orientales.

El padre del señor Vito Militello había sido portero del barón Ceffalia, nuevo noble emergente en la estratificada sociedad del pueblo; éste lo había instalado en la más suntuosa portería de la plaza, con una garita de madera labrada, y le había proporcionado un bonito uniforme azul oscuro, como era costumbre entre los nobles de la ciudad. La portería se había convertido en un punto de encuentro de visitas y habladurías para las personas de casa de los ricos, fuente utilísima de información que llegaba después a los amos a través de la mujer del portero de manera más rápida y cumplida que por los canales ortodoxos constituidos por las conversaciones en los círculos y salones. Semejante trasiego de gente tenía lugar por lo tanto con el tácito consentimiento del barón, quien no le hacía ascos a que también la portería del Palazzo Ceffalia brillase con luz reflejada.

La tarde del 23 de septiembre, el señor Vito estaba sentado en la garita desde la que controlaba al mismo tiempo la entrada, el ajetreo de la plaza y las actividades de su familia dentro de la portería. Conversando plácidamente con su cuñado, el señor Vito comentaba:

—Ha muerto devorada por su ambición y codicia, una mujer vulgar y descortés, eso es lo que era. Se había alejado de sus iguales —que, además, igual a nosotros no era en absoluto, nació hija de bracero— y se le habían subido todos los aires de los Alfallipe, se sentía una de ellos, pero nunca lo fue y no podía serlo. Los hijos del abogado no la soportaban y ha muerto sola como un perro, ni siquiera los sobrinos se han dejado caer por aquí.

La señora Enza escuchaba desde dentro a su marido mientras lavaba las verduras para la cena, y la defendía:

—Eso no es verdad. Y además, no se debe hablar mal de los muertos que ni siquiera han sido enterrados. Trabajaba mucho para ellos y la señora de Alfallipe le tenía cariño, tanto que fue a meterse en su casa, tras la muerte del abogado, ¡por qué si no haría algo así! La Mennulara no dejó nunca que hiciera nada y la sirvió hasta el final.

—Y eso qué tiene que ver con lo que digo…, buena criada lo habrá sido, pero ¿por qué se daba tantos aires con nosotros? Nunca se paraba en la portería, respondía apenas al saludo como si se la hubiera ofendido, y luego, si uno le hacía un favor, y eran pocos los favores que recibía, dar las gracias yo nunca le he oído, hubiera preferido que se le cayera la lengua de la boca antes que dar las gracias a los cristianos —respondió el señor Vito sin mirarla, y sacudió la cabeza, sin quitar ojo de la portería.

El señor Paolino Annunziata estaba de acuerdo con su cuñada.

—A mí me trataba siempre con respeto, aunque ya sé que era ella la que estaba detrás de las negociaciones de mi indemnización, y no dijo nunca ni una palabra para que me dieran también una pensioncita, paz a su memoria. Fue difícil para ella y para nosotros, las personas de casa Alfallipe, adaptarnos a que fuera la Mennulara la que mandara, en la casa y en los campos; ¡era una situación tan nueva y distinta!

—Distinta sí, una locura —intervino la señora Mimma, que no estaba de acuerdo con su hermana—. Yo soy una mujer chapada a la antigua y uno debe dejar las cosas como han estado siempre, tantas novedades no traen nada bueno. Que una hembra vaya sola por los campos, y encima dé órdenes a gente que, como ella, trabaja para los mismos amos, como si las cosas le pertenecieran, y se quede a pasar la noche sola, es de locos y la Mennulara perdió así la reputación y dio escándalo. Viva o muerta, era una auténtica desvergonzada, ¡eso es lo que era la Mennulara!

—Yo nunca lo he llegado a entender del todo, ¿cómo fue que acabó encargándose de los bienes de los amos? —preguntó la señora Enza.

—Díselo tú, Paolino, que al fin y al cabo eres de casa Alfallipe —intervino el señor Vito. Esta vez se dio la vuelta para mirar hacia el interior y le clavó los ojos para reforzar la petición.

El señor Paolino no dejó que se lo repitieran otra vez y empezó a relatar encantado, con un vaso de vino en la mano y el ojo avispado:

—Tras la muerte de doña Lilla, que como viuda administraba todo con puño de hierro, mucho mejor que su marido, que en paz descanse, sus dos hijos, el abogado Orazio, que en paz descanse, y su hermano Vincenzo, capitán del ejército, que vivía fuera, no supieron administrar las tierras y empezaron a gastar a diestro y siniestro. Después de la guerra, corrían tiempos difíciles, pero los dos gastaban sin parar, se compraron bonitos automóviles y de todo lo mejor que había en esta tierra. Hubieran debido ahorrar, en cambio las deudas se los estaban comiendo vivos, hasta el punto que tuvieron que malvender enormes terrenos y despedir a parte de las personas de casa. Un par de años después, y juro que no sé ni cómo ni por qué, la Mennulara empezó a encargarse de repente de los campos. Me acuerdo como si fuera ayer de la primera vez que la llevé a los campos sola. Me dijo: «Señor Paolino, preparad el coche para ir a los Puleri». Yo bajé al garaje y cumplí con mi deber. Cuando apareció sola, le pregunté si haría falta esperar mucho rato a los amos, y ella me contestó que no hacía falta esperar a nadie más y me clavó aquellos ojos que parecían carbones ardientes, tenía la mirada del que manda; después se subió al coche, en el asiento de al lado del conductor, y me dijo que me diera prisa. Nosotros, las personas de casa, comprendimos que las cosas habían cambiado. Pero no le resultó nada fácil que la respetaran en los campos. El primer año fue bueno, había llovido durante todo el invierno, pero la cosecha siempre era escasa, porque la gente del campo robaba mucho, más de lo que era justo —en aquel momento se interrumpió y dirigió una mirada de reproche a su mujer—, así que al año siguiente la Mennulara hizo llamar al capataz de Terre Rosse y se encerró con él en la administración. Yo escuché los gritos que le daba, hasta miedo que me entró, de lo que chillaba. Era la época de la reforma agraria, los braceros se hacían oír por los amos y hubo enfrentamientos en los pueblos de los alrededores, hasta se contaron muertos, y ella, que estaba del lado de los amos se arriesgaba mucho: aunque fuera mujer, esa gente no se andaba con chiquitas y podía acabar asesinada. —El señor Paolino hizo una pausa para tomar aliento, y continuó—: Eso no es todo. En la época de la cosecha, aquel año, se quedó en los campos, no se perdió ni una recolección ni una siega, mientras toda la familia Alfallipe se iba de visita o de vacaciones para divertirse. Aquella mujer de noche se acostaba sobre la cosecha, fuera trigo o almendras, ponía una manta encima y allí dormía, vestida, sin tan siquiera una almohada para la cabeza. Desde entonces la cosecha se la cogió entera ella y nada le robaron, así empezó a cobrar las rentas de los campos, como les correspondía en justicia a los Alfallipe, y con la misma justicia pagaba a los braceros y a los campesinos cuanto se había establecido y sin retrasos.

La señora Mimma intervino de nuevo:

—Suerte que tuvo de que no la matara nadie, por cómo se comportaba…, enemigos se ganó muchos, y se dice incluso que prestaba dinero.

El señor Vito, sin desviar la mirada de la calle, dijo:

—Desde luego, valor no le faltaba…, una hembra soltera que se pasa toda la noche fuera durmiendo sola al relente, bajo las estrellas…

Tía Carmelina Li Pira, la tía soltera de la señora Enza y la señora Mimma, anciana y algo alelada, había sido acogida en casa de los Militello. Sus sobrinos no entendían nunca si seguía o no seguía las conversaciones; en ese momento intervino exclamando:

—¡Y quién iba a casarse con una hembra que se pasa toda la noche fuera!

—Tía Carmeli, nadie se la hubiera quedado de todas formas, de lo estrafalaria que era —sentenció el señor Vito—. No había hombre que hubiera querido acercarse a ella.

—No era de las que se casan, la Mennulara —comentó la señora Mimma.

—Pero si no le gustaban los hombres —añadió la señora Enza con una sonrisa resabiada, consciente de estar más informada que los demás gracias a las indiscretas conversaciones de la baronesa Ceffalia y de sus hijitas, que oía cuando subía al piso noble para ayudar a las amas y para referir las noticias que llegaban a la portería.

El señor Paolino les había dejado hablar, mientras se bebía a pequeños sorbos el resto del vino que había sobrado de la comida; en aquel instante intervino, sonriendo:

—Yo no sé si le gustaban los hombres o no, cuando recogía las cosechas en los campos bien experta que era, y la gente no cambia.

Entretanto, habían llegado la joven prima de la señora Mimma, Lia Criscuolo, criada de casa Pecorilla, y el señor Luigi Speciale, antiguo chófer de casa Fatta y en la actualidad conductor de coches de alquiler. No era apropiado hablar tan libremente de una muerta aún sin enterrar con extraños, de modo que la conversación, que siguió versando sobre el mismo tema, se desplazó de la difunta a la muerte: en Roccacolomba eran muchos los que se había llevado consigo, todavía jóvenes, esa nueva enfermedad. El señor Luigi se dio cuenta de que había interrumpido una conversación jugosa. Intentó animar al señor Paolino, que aquel día estaba especialmente locuaz y seguía sosteniendo el vaso de vino en la mano, para que soltara alguna indiscreción.

—Cuéntanos, Paolino, y con el abogado Alfallipe ¿qué es lo que hubo?

Aquella pregunta directa e irrespetuosa no le gustó al señor Paolino: él, a fin de cuentas, seguía siendo persona de casa Alfallipe, y contestó con cautela:

—Lo cierto es que cuando entró a servir era monilla, y al abogado Orazio, que entonces era un muchacho, las hembras le gustaban mucho. Lo único que sé y digo es que no vi nada con mis propios ojos en casa Alfallipe, por lo tanto nada puedo decir. Antes de entrar a servir se decía que le gustaba a uno de los campos, pero no se entendieron, y por eso la Mennulara no volvió a trabajar en las tierras y doña Lilla la tomó a su servicio. Pero guapa sí que era, tenía las carnes firmes y hasta una cara graciosa, pero después, al crecer se estropeó.

—La bilis que se la concomía por dentro —rezongó el señor Vito— y que hacía que se concomieran los demás es lo que la hizo tan fea, eso fue.

La señora Mimma quiso cambiar de tema, que podía subir demasiado de tono, consciente de la presencia de Lia, una señorita todavía, que de cosas así no debía enterarse, y se inmiscuyó en la conversación.

—¿Habéis oído que al entierro no vienen los sobrinos y que se lo hacen los amos?

—¿Quién te lo ha dicho? —El señor Paolino se mostraba incrédulo.

La señora Enza intervino levantando la voz, antes de que su hermana pudiera abrir la boca:

—Paolino, yo lo sé, precisamente hoy, en el piso de arriba, delante de mí, doña Giovanna le contaba a la baronesa que doña Lilla Alfallipe, la que vive en el continente, se había quedado también con la boca abierta: la Mennulara había dejado una carta escrita de su puño y letra en la que decía que no debía informarse a sus sobrinos de que había muerto, ¡conque imagínate que asistieran al entierro! Así que los Alfallipe pagarán ellos todos los gastos.

La conversación degeneró hacia las antiguas habladurías sobre la legendaria avaricia de los Alfallipe, se ironizó sobre el hecho de que ahora se vieran obligados a pagar el entierro, se aventuraron hipótesis sobre los motivos de las pésimas relaciones entre la Mennulara y sus únicos sobrinos, hijos de su difunta hermana, se analizó una vez más su carácter huraño, se hicieron suposiciones sobre la identidad del enamorado de la Mennulara y, más veladamente, sobre el abogado Alfallipe y la propia Mennulara.

El señor Paolino seguía en silencio las conversaciones que se entremezclaban: a veces hablaban todos a la vez gesticulando, tal era su excitación. Volvió a tomar por último la palabra, esta vez con un tono solemne:

—Yo iré al entierro, en primer lugar porque la conocía bien y trabajé con ella durante muchos años, después porque me parece justo que se dé a entender a los Alfallipe que, al igual que ellos respetan a una criada y le pagan los gastos del entierro, así nosotros apreciamos ese respeto y lo esperamos en el momento que corresponda, en lo que nos toca.

Uno a uno, los demás se fueron callando. Estaban todos serios, con los ojos atentos y fijos en el señor Paolino mientras lo escuchaban, con la deferencia que se le debía.

—Es lo justo, Paolino —dijo la señora Enza a su cuñado, muy compungida—. Los Alfallipe le tendrían cariño, para pagarle el funeral, y yo también iré mañana.

Don Vito miró a su mujer con desaprobación, aunque no tuvo el valor de prohibírselo.

—Yo tengo que trabajar en la portería, pero si estuviera libre no iría, tú haz lo que quieras.

Hubo una pausa en la conversación: ante las discusiones entre cónyuges siempre hay que pasar de puntillas, sin hacer comentarios, aunque todos supieran que en aquella casa la que mandaba era la señora Enza.

Llegados a ese punto, el grupo se deshizo, porque era la hora de cerrar la portería.

Por la noche, en el momento de las despedidas, mientras el señor Paolino besaba en la mejilla a su cuñada, la señora Enza le preguntó a quemarropa:

—¿Quién era ese enamorado de la Mennulara, de cuando joven?

El señor Paolino la miró fijamente a los ojos y dijo:

—Ni siquiera a ti puedo decírtelo…, pero ten por seguro que lo sé.

Hizo una mueca, arqueando las cejas casi hasta el arranque del cabello, alzando los párpados arrugados y echando los ojos hacia fuera. La señora Enza comprendió y calló.