Massimo Leone imprudentemente celebra a su manera la muerte de la Mennulara
Fue Massimo Leone el que sin duda alguna vivió un día de satisfacciones. Por la tarde se había encargado de la organización del funeral. Había redactado la esquela tal y como acordaron los familiares. Él la hubiera escrito de forma aún más escueta, pero se tenía que contentar a su suegra, que era, a su parecer, una gran comedianta capaz de improvisar una crisis histérica y de fingir un desmayo para obtener lo que quería. El funeral sería sencillo, sin añadir nada a lo que la posición social de la difunta requería, y a Massimo le había gratificado y confortado el sincero agradecimiento de sus cuñados, sobre todo porque sentía una mezcla de turbación y vergüenza por haberse excedido delante de todos.
Por la noche habían cenado en casa solos. Carmela le estaba contando las visitas recibidas, cuando de repente se interrumpió:
—Pero ¿qué sucederá el veinticinco?
—Ya lo he pensado esta mañana. ¿Sabes de dónde retiraba el dinero?
—Le llegaba por correo, me parece —contestó Carmela, embarullándose.
—¿Cómo lo sabes? —le acosó Massimo, agresivo.
—Decía siempre que debía ir a Correos el veinticinco, porque san Paganino le mandaba el dinero.
—Pues entonces le llegará como siempre —concluyó Massimo.
—¿Y quién irá a recogerlo? —preguntó Carmela, mientras sus ojos azules se oscurecían ante la posibilidad de que aquel nuevo cometido recayera sobre ella.
—Mira, hoy ha sido un día muy ajetreado, ya pensaremos en eso mañana.
Y acabaron de cenar a toda prisa.
Después de cenar Massimo salió para reunirse con sus amigos en el bar de la plaza. Carmela se sentía más animada y, al quedarse sola, empezó a hacer largas llamadas telefónicas a sus amigas —con quienes por lo demás hablaba a diario— para anunciar la muerte de la Mennulara a las pocas que aún no estaban al corriente. Recomendó a todas que no se molestaran en acudir al funeral, pues iba a ser una cosa para unos pocos de los más íntimos y en un horario nada habitual: para asistir hubieran tenido que renunciar al reposo de sobremesa, y no era en verdad el caso, dado que a fin de cuentas no dejaba de tratarse de una criada. Ni siquiera esa noche se privó de quejarse de Mennù, y concluyó cada una de las llamadas diciendo con unas gotas de malicia: «Es verdad que no hay que hablar mal de los muertos, pero era de carácter difícil y ha hecho falta la paciencia de los ángeles para soportarla… Massimo es un santo, con todo lo que ha sufrido por su culpa, y sin embargo hoy nos ha ayudado muchísimo». Carmela omitió que la familia había dispuesto que se pegaran esquelas por las calles porque le daba vergüenza.
Mientras se dirigía hacia la plaza, Massimo se vio asaltado por sus acostumbrados temores y desaliento. Aunque por la tarde había saboreado de antemano su encuentro con los amigos y todo lo que tenía que contarles, ahora en cambio tenía miedo al futuro: se había acabado la seguridad de unos ingresos que, pese a estar demediados, le habían permitido mantener a raya a los acreedores tras la quiebra de su actividad comercial. Pensaba una y otra vez en la conversación con Carmela, que tonta del todo no era, a fin de cuentas. Se había dejado convencer por sus cuñados y por su mujer de que el testamento nombraría herederos a los Alfallipe. Ahora le venía a la cabeza la posibilidad de que, por el contrario, la criada no hubiera tenido intención alguna de hacer testamento y de que, por lo tanto, sus bienes acabaran en manos de sus sobrinos. Lo vio todo claro. Por eso no había querido que acudieran al entierro, era la última burla que le hacía a la familia: «Me he enriquecido a vuestras espaldas, os hago cargar incluso con los gastos de mi funeral y ahora se lo dejo todo a mis herederos legítimos», así debía de haber pensado perversamente aquella mujer. Ante la mera hipótesis de que las cosas hubieran sido así, Massimo sintió una suerte de desfallecimiento, una sensación de frío, un temblor en las piernas. Se habría vuelto a casa si no hubiera recibido una palmada en el hombro. «Vaya tío que estás hecho, Massimo, ¡después de una dura jornada en casa Alfallipe a salir no renuncias!», ante lo que recobró fuerzas y junto a su amigo prosiguió hacia el bar, donde bebió mucho y animó la velada hablando casi sin parar de la Mennulara: hacía años que deseaba su muerte, ofensas de ella había recibido muchas, era una ladrona y se había comprado la casa y quién sabe qué más con el dinero que había robado a su mujer y a sus hermanos. Massimo se lo repetía a cualquiera que se uniera a su grupo. Lo repetía obsesivamente, en busca de aquiescencia: «Ésa de malas acciones había hecho tantas que se merecía morir asesinada. Hasta yo mismo me habría encargado de ella, con mis manos, pero al final no fue necesario, su propio veneno se le subió desde las tripas y la ahogó».
Confortado por la bebida, reanimado por la esperanza de la herencia y envalentonado por la maliciosa prodigalidad de sus amigos, Massimo dejó a un lado las dudas que le habían asaltado por el camino, y saboreando por anticipado la riqueza que por fin volvería a los Alfallipe, no tuvo reparos en mostrar su exaltación. En el regocijo general concluyó que había jurado que no llegaría a los cuarenta años con esa canalla en danza, y el año próximo celebraría el fatídico cumpleaños en Taormina: los amigos estaban todos invitados a su fiesta, hombres solamente, se entendía.
Era ya bien entrada la noche cuando, tambaleándose ebrio de regreso a casa, Massimo tuvo la nítida sensación de haber hablado demasiado. Y ahí reaparecieron sus fantasmas. Después de todo la Mennulara, por malvada que fuera, tenía cierto sentido de la justicia y, pese a la aversión que sentía hacia él, no había tratado a Carmela de forma distinta a sus hermanos, como Massimo había temido inicialmente. La verdad era que, desde enero de aquel año, la Mennulara, en vez de entregar a Carmela la suma íntegra establecida, había instaurado el sistema de saldar sus deudas directamente con los comerciantes, dándole el resto en metálico.
Su hermana quería saber si las sospechas de la Mennulara eran fundadas. ¿Le había levantado la mano a Carmela? Massimo había negado torpemente las acusaciones sosteniendo que, en cualquier caso, era el deber y el derecho de un marido mantener a su mujer en su sitio y hacer que le respetara, recurriendo incluso a las manos si era necesario, pero en su caso no había hecho falta porque él sabía tratar a Carmela como se debía: la Mennulara no era más que una mujer pérfida y mentirosa que quería destruir su felicidad conyugal.
Después de aquella conversación, Massimo evitaba quedarse a solas con su hermana mayor, a quien por lo demás quería y que de niño siempre le había ayudado y protegido de los bastonazos del padre. Pero él sabía qué había despertado las sospechas de la Mennulara. Durante una discusión, una Nochevieja, quizá porque había bebido mucho, un puñetazo dirigido a uno de los senos de Carmela la golpeó en el cuello y le dejó un gran cardenal. Carmela había procurado ocultarlo con una bufanda, y él mismo le había regalado un bonito fular de seda para que le perdonara, pero aquella bruja que todo lo veía y todo lo sabía se había dado cuenta.
Desde entonces Massimo había aprendido a limitarse a pegar a su mujer cuando estaba sobrio, para poder golpearla en zonas ocultas a las miradas de los demás. Cuando volvía a casa borracho con unas incontrolables ganas de pagar con Carmela la rabia que se lo comía vivo y la sensación de incapacidad que lo torturaba, en vez de arrearle una paliza, la poseía con violencia, se vaciaba dentro de ella hasta las vísceras. Después de haberse estrujado todo el odio y el resentimiento que alimentaba contra el mundo, conseguía hallar reposo, deshecho pero saciado junto a su mujer desfallecida.
Aquel rito, en realidad, casi se había vuelto agradable para ambos. Carmela lo interpretaba como un regreso a la pasión y como una prueba de amor, a pesar del intenso dolor físico. Así lo hicieron también aquella noche.