La tarde del día de la muerte, la familia Alfallipe toma algunas decisiones fatídicas y los hermanos Alfallipe pasan la noche cada uno por su cuenta en vez de velar a la difunta
A primera hora de la tarde, durante un breve intermedio entre las insoportables visitas de pésame, Lilla propuso un plan de acción.
—Antes que nada, tenemos que organizar el funeral, porque el cadáver no puede quedarse aquí para siempre. Hagamos lo que ella dice, me parece lo adecuado. Después entraremos en su habitación y buscaremos el testamento o cualquier otra disposición escrita. En cuanto sea posible, llamaremos al notario Vazzano, localizaremos al contable o al asesor que se encargaba de su declaración de la renta, habrá que averiguar quién puede ser. Por lo que se refiere a la esquela, yo soy absolutamente contraria a publicar el anuncio en ningún periódico. Después de todo era una criada.
La señora de Alfallipe, revigorizada por las visitas y los elogios que se multiplicaban acerca de la difunta, se opuso con una determinación que dejó estupefactos a sus hijos. Quería que se pusieran esquelas por lo menos en el pueblo, escritas como pedía Mennù. Habló largo rato y con voz firme:
—Tras la muerte de vuestro padre, si he llevado una vida aceptable, ha sido sólo gracias a Mennù. Vosotros, como es lógico, tenéis vuestras familias y vivís en vuestras casas, no os ofrecisteis, ninguno, a acogerme o a venir a vivir conmigo a casa Alfallipe. —Hizo una pausa y miró a Gianni, el hijo varón y predilecto, después continuó—: Eso sí, estabais todos de acuerdo en que debía permanecer allí sola. De noche, el viento hace que golpeen las persianas, todos los cristales de las ventanas tiemblan y hay otros mil ruidos. Yo tengo miedo. De día, las habitaciones vacías y los pasillos desiertos de aquella casa me entristecen, por no hablar del frío del invierno y de los gastos de mantenimiento. En mí no pensasteis, sólo os preocupaba lo que diría la gente. Yo necesito compañía. La propuesta de Mennù de que durmiera y comiera en su casa era la mejor. De día podía irme a mi casa como y cuando quisiera, seguí recibiendo a la gente y usando mis habitaciones, que Mennù mantuvo limpias y ordenadas, nunca me dejó sola, ni aquí ni en casa Alfallipe, sabía que me hubiera muerto de miedo: Mennù me atendió muy bien y el funeral y las esquelas se las merece de todas todas.
Sorprendidos por el tono decidido de la madre y conscientes del velado reproche que se les dirigía, tuvieron que rendirse a sus deseos. Se llegó así a un compromiso: habría esquelas, pero sólo por las calles del pueblo, y el texto se reescribiría. Para enorme sorpresa de los presentes, Massimo, a quien Carmela había telefoneado de inmediato para comunicarle la decisión final, se ofreció para ocuparse personalmente de ello, y todos le quedaron agradecidos.
El resto del día trascurrió muy deprisa. La señora de Alfallipe estuvo distraída y consolada por las llamadas telefónicas afectuosas de sus amigas y por las visitas. Parecía no cansarse de repetir los detalles de la larga enfermedad de su Mennù, la dolorosísima agonía, la conmoción causada por su repentina muerte; es más, obtenía consuelo de la autocompasión, que esta vez sin duda estaba justificada. Quiso que Gianni permaneciera a su lado y así supuso menos carga para sus hijas, que tuvieron tiempo de dedicarse a las muchas tareas que quedaban por hacer, entre ellas los preparativos para el regreso de la madre a casa Alfallipe, que se había hecho inevitable, al menos temporalmente.
Gianni y Carmela, que conocían mejor a la gente del pueblo, se enredaron en la inacabable sucesión de llamadas y visitas que se seguían sin respiro en la pequeña vivienda de la Mennulara. Lilla había abandonado Roccacolomba cuando se casó. Había mantenido poquísimos contactos en el pueblo, por lo que se le asignó la tarea de dar instrucciones a Santa sobre los preparativos para los días sucesivos y la limpieza de casa Alfallipe, a la vez que se dedicaba a la búsqueda del testamento. El notario Vazzano, a quien había telefoneado, había admitido no sin cierta incomodidad que no tenía testamento alguno ni ninguna otra disposición de la Mennulara, y sugirió una cuidadosa búsqueda entre sus cajones. Lilla había intentado mirar en las cómodas y en los armarios de casa, cuando no había gente alrededor, pero no había encontrado gran cosa: fotografías de los sobrinos, facturas y recibos de los pagos, un cuadernito repleto de cifras y sumas, listas de la compra, anotaciones y hasta pruebas de esquelas. Decidió, por lo tanto, realizar una búsqueda más sistemática en casa Alfallipe.
A última hora de la tarde Lilla regresó a la casa de la familia. Le causó una fuerte impresión abrir el portal con la gruesa llave de hierro, entrar sola en la casa en la que había vivido de niña, con sus padres y su abuela, y dirigirse hacia las habitaciones de servicio, atravesando espacios que no veía desde hacía muchos años: el cuarto donde las criadas planchaban, la antecocina, la enorme cocina jamás remodelada. Subió después por la angosta escalera de madera que llevaba a las habitaciones de las criadas, en el entresuelo ocupado en tiempos por la numerosa servidumbre, donde Mennù había dormido sola durante años. A pesar de que hubiera polvo por todas partes era evidente que las habitaciones habían sido periódicamente limpiadas y arregladas. Parecía como si la casa hubiera sido cerrada para una ausencia estival: las camas estaban tapadas con telas viejas pero limpias; los objetos y adornos, metidos en los armarios para evitar que cogieran polvo; los baños y lavabos, inmaculados. No encontró nada de lo que buscaba, excepto listas del contenido de los armarios, escritas en letra de imprenta con la caligrafía insegura de Mennù.
Con el caer de la noche, Lilla fue volviéndose consciente de los ruidos, chirridos y golpes de las puertas, de los crujidos de las bisagras, del agitarse al viento de los árboles del jardín interior, del aleteo de las alas de los pájaros cuyos nidos estaban ocultos bajo las cornisas, y compartió, por vez primera, las angustias de su madre: incluso le confortó la idea de que aquella noche dormiría en casa de la criada.
Gianni Alfallipe era un hombre de talante tranquilo y los acontecimientos de los últimos días le habían aturdido. Llevaba una vida serena y pautada, en Catania, con su joven y amadísima esposa, docente universitaria también. Mennù le había informado de la verdadera naturaleza de su dolencia a principios de mes, pero le había dado la impresión de que no moriría tan pronto. Por una fortuita coincidencia, Lilla había llegado a Catania el sábado anterior por negocios; de no haber sido así, no se habría presentado hasta la habitual visita a su madre a final de mes, cuando venía en el primer avión de la mañana y se volvía a Roma con el último vuelo. La noche anterior Carmela les había informado del empeoramiento del estado de Mennù y les había pedido que acudieran de inmediato.
Las hermanas, entretanto, habían decidido, a sugerencia de Carmela, que no se hiciera el velatorio tradicional. Únicamente Lilla y la madre, que se había negado a dejar el cadáver solo, permanecerían durante una última noche en aquella casa. Gianni regresaría al día siguiente por la mañana, con su mujer, a tiempo para el entierro. Volverían a abrir casa Alfallipe con el fin de llevar allí a la madre, para alivio de los hijos e inmensa angustia de la interesada, y pondrían así fin a aquella deplorable cohabitación en la casa de la criada.
Sólo cuando hubo dejado Roccacolomba a sus espaldas, consiguió Gianni hacerse un cuadro de la situación. Mennù había formado parte de su vida hasta su adolescencia, al principio como criada-niñera leal y afectuosa, y después como criada-administradora de los bienes de la familia. Con el tiempo se había ido volviendo más áspera, pero siempre había sido el eje de casa Alfallipe: le incitaba al estudio, le soltaba peroratas a menudo incomprensibles sobre las insidias del mundo moderno y sobre la importancia de su posición social, insistiendo en que debía honrar el nombre que llevaba. Tanto fue así que al final se había alegrado de sustraerse a la opresiva atmósfera doméstica para cursar interno el bachillerato en un colegio de Catania. Desde entonces Gianni se había alejado sentimentalmente de toda la familia, padres incluidos: despreciaba la autocompasión y la escasa cultura de su madre, que siempre le había oprimido con su apego egoísta y ansioso; y con su padre se había cimentado una recíproca incomprensión.
A la muerte de éste, Gianni no había vacilado en despojar a Mennù de la administración del patrimonio familiar. Sus hermanas le habían secundado, y así habían destruido la base de su poder en el seno de la familia; Mennù no había conseguido recuperarlo ni siquiera con la indecorosa decisión de la madre de irse a vivir a su casa, pero más tarde había vuelto a obtenerlo, por lo menos en parte, con una costosa estratagema: con el fin de obligarles a visitar con asiduidad a la madre, se había ofrecido a retribuir a los tres hermanos con una suerte de sueldo mensual, siempre que se desplazaran hasta Roccacolomba para percibirlo. Si alguna vez no cumplían con esta imposición suya, debían renunciar al estipendio. Pero eso acaecía muy raramente: no se trataba de una suma despreciable y el dinero les venía bien a todos. Así, con la muerte de Mennù había concluido una fase de la vida de Gianni. Ahora podría concentrarse en su carrera y en la familia que esperaba formar con su mujer: seguía abierto aún el enigma de la riqueza, según parecía inmensa, de Mennù y quién sabe qué dificultades tendrían para hacerse con ella —por no hablar del problema de cuidar de la madre—, pero auguraba que todo se acabaría resolviendo con el tiempo.
Como su padre, Gianni tenía una notable capacidad para quitarse de la cabeza todo lo que le turbaba: en cuanto el coche superó el cruce de Roccacolomba y la carretera empezó a descender hacia el valle por una pendiente suave y continuada cruzando los tupidos encinares de los feudos de los príncipes Di Brogli que sus antepasados habían administrado durante generaciones, empezó a disfrutar por anticipado del placer de volver a ver a su mujer, y se olvidó del pueblo y de sus habitantes. Esa tarde, sin embargo, le entró un fuerte ardor de estómago y por la noche durmió mal.