El doctor Mendicò asiste a la muerte de una paciente
El doctor Mendicò, repentinamente, se sintió muy cansado, con las piernas doloridas y un hormigueo en los brazos. Había permanecido en la misma postura durante más de una hora, sosteniendo las manos de la Mennulara entre las suyas, acariciándole los dedos con un movimiento circular y delicado, incesante. Levantó la mano derecha, dejando con la palma abierta sobre la sábana la izquierda, en la que se apoyaban las de la difunta, tibias todavía.
Era un momento solemne, que conocía bien y que siempre le emocionaba, la última tarea de un médico derrotado por la muerte. Le cerró los párpados con delicadeza. Después le compuso las manos entrelazándole los dedos, se las colocó con cuidado sobre el esternón, arregló la sábana tirando de ella hasta cubrirle los hombros y por último se levantó para comunicar a los Alfallipe la muerte de la Mennulara.
Permaneció con ellos lo necesario, entregó a Gianni Alfallipe el sobre que contenía las últimas voluntades de la difunta y bajó deprisa las escaleras del pequeño edificio, cruzándose con las vecinas que subían a dar el pésame. Había sentido que se sofocaba en aquella casa; en cuanto salió del portal empezó a caminar con pasos cortos y lentos, respirando a pleno pulmón el aire todavía fresco de la mañana. La calle medía unas decenas de metros apenas, pero parecía más larga por su estrechez y por los numerosos rincones creados por los edificios de dos o tres plantas que a lo largo de los siglos se habían ido multiplicando al azar, amontonándose unos sobre otros y englobando las construcciones originales hasta formar casi dos murallas contiguas e irregulares, interrumpidas solamente por dos arcos que las perforaban como un túnel y a través de los cuales se abría paso hasta el valle una de las muchas escalinatas que constituían la principal red urbana de Roccacolomba, un típico pueblo del interior enrocado en las laderas de la montaña.
El doctor Mendicò se acordó de repente de que no había entrelazado un rosario alrededor de los dedos de la difunta, como solía hacerse. Con la memoria revisitó la habitación de la Mennulara para confirmar su propia omisión. Era un cuarto pequeño y de suma sobriedad. No había más que lo estrictamente necesario: la cama, una silla, el armario, una lámpara y una radio sobre la mesilla, una mesa estrecha que hacía las veces de escritorio, donde estaban colocados en perfecto orden, sobre una bandejita de metal, plumas, lápices y una gruesa goma de borrar. En la repisa había dos fotografías de los sobrinos y otra bastante desvaída con el retrato de sus padres, algunos cuadernos y un par de libros. Las paredes estaban desnudas, aparte de una reproducción de la Virgen con el niño de Ferretti, sobre la cabecera. Faltaban, en aquella habitación, el toque femenino y el elemento religioso: el fárrago de imágenes sagradas, estatuillas de la Virgen y de los santos locales, botellitas llenas de agua bendita traídas de lugares lejanos, que solían amontonarse sobre las mesillas de las mujeres; faltaba incluso un rosario. A pesar de todo, el dormitorio de la Mennulara le había producido la nítida sensación de estar impregnado de una religiosidad profunda, casi monástica.
La franja de cielo recortada por los tejados puntiagudos e irregulares de las casas era luminosísima, apenas azul, deslumbrante casi. El doctor se detuvo, inspiró con fuerza y dirigió los ojos hacia lo alto, para mirar fija e intensamente el cielo. «Quién sabe adónde habrá volado su alma, que Dios le conceda la paz», dijo en voz baja; luego continuó su camino y embocó la escalera que descendía hacia su casa. La campana del monasterio estaba tocando las once. El doctor Mendicò calculó que antes de comer tendría tiempo de hacer las llamadas necesarias, tomarse un café y dar un paseo: le hacía falta estar solo para pensar. «Ni siquiera un médico viejo como yo se acostumbra a la muerte», murmuró para sus adentros mientras tocaba el timbre de su casa.
Gianni había vuelto a la sala de estar tras acompañar a la puerta al doctor Mendicò. Sus hermanas y su madre le esperaban en silencio. Santa no se había atrevido a entrar, por respeto hacia los Alfallipe y por obediencia a las órdenes de la Mennulara. No había sido capaz, pese a todo, de contener su curiosidad y se había quedado en el pasillo, apoyada en la puerta de la cocina, con el rostro contraído y bañado en lágrimas todavía, los brazos inertes en los costados, el oído aguzado para captar algún fragmento de la conversación de los amos.
La señora de Alfallipe estaba postrada en el sillón, con la cabeza inclinada sobre el respaldo, los ojos llenos de lágrimas, la mirada vacía. Lilla, apoyada en el brazo del sillón, le acariciaba la frente. Carmela, en cambio, esperaba la llegada de su marido asomada al balcón.
—¿Qué te ha dicho el doctor? —preguntó Lilla.
Gianni le enseñó el sobre, con su nombre escrito en grandes letras mayúsculas irregulares: era la caligrafía de la Mennulara. Carmela se había dado la vuelta al oír las palabras de su hermana y les observaba. A la vista de la carta, se acercó a toda prisa chillando:
—Será el testamento, no lo abras, tenemos que esperar a Massimo. —Y, subiendo aún más la voz, insistió—: Tenemos que esperar a Massimo.
La señora de Alfallipe se echó a llorar, repitiendo débilmente, como si recitara una letanía:
—Ya sabía yo que Mennù se acordaría de mí, con lo mucho que me quería.
Lilla y Gianni hubieran querido abrir inmediatamente el sobre, pero no se atrevieron ni tuvieron tiempo de contradecir a su hermana porque Santa y las vecinas irrumpieron en la habitación gesticulando y voceando ruidosamente todas juntas para darles el pésame. Al verlas, la señora de Alfallipe pareció deshacerse en un llanto caudaloso, y fue atendida y consolada de inmediato por las mujeres.
—Qué será de mí, Mennù me cuidaba tan bien, qué haré ahora con lo enferma que estoy…
Uno a uno, todos los miembros de la familia presentes recibieron abrazos y besos, y se vieron estrechados en prolongados apretujones que les dejaron impregnados del sudor de las axilas de las vecinas y de los olores de la comida que estaban preparando: una mezcla de ajo, tomate, perejil y miga de pan, un olor antiguo que acomunó a los Alfallipe en la misma sensación de repugnancia hacia las clases bajas.
Lilla se estremeció ante la idea de que, desde la muerte de su padre, su madre hubiera vivido en el mismo inmueble que un pescadero, el electricista de casa Alfallipe y un empleaducho. Agradeció la suerte de haberse podido marchar a Roma, lejos de aquel pueblo inmundo. Ocultando su propio malestar, después del último abrazo maloliente, Lilla explicó a las mujeres que su madre no se sentía bien y que había estado a punto de desmayarse, por fortuna el doctor Mendicò le había suministrado un fármaco y le había mandado que se tumbara en la cama. Carmela y ella no se sentían capaces de dejarla sola, por lo afligida que estaba, y se retirarían a atenderla: que las buenas vecinas se quedaran en la casa, fueran a la habitación donde yacía la difunta Mennulara y, si querían, que ayudaran a Santa a preparar el cadáver, mientras ellas se ocupaban de la madre, a la que tanta falta le hacían en aquellos momentos de angustia.
La señora de Alfallipe, como confirmación de cuanto decía su hija —quien por lo demás podía permitirse hablar con cierta autoridad a tal propósito, en cuanto mujer de un médico—, se había hundido aún más en el sillón y había estirado los brazos sobre los anchos reposabrazos, dejando que las manos le colgaran fuera, con la cabeza otra vez abandonada sobre el respaldo; ahora murmuraba de nuevo: «Qué mal me siento, voy a desmayarme», ante lo cual los tres hijos y Santa corrieron a su lado. Dada la situación no consiguieron evitar la solícita intervención de las mujeres que todavía no se habían retirado y que se afanaban repartiendo consejos y prodigando atenciones. Entre todos trasladaron a la señora de Alfallipe a su habitación e hicieron que se tumbara en la cama: alguien le trajo un vaso de agua, otra persona le puso una toalla mojada sobre la frente, una tercera le colocó un cojín detrás de los hombros, y otra le tomaba el pulso. La señora de Alfallipe, satisfecha de tanta solicitud y temerosa de que una mejora de su estado pudiera arrebatarle la atención de la que disfrutaba, incrementó sus lamentos y achaques. En aquel momento llegó su yerno.
Massimo Leone no se había atrevido a acompañar a Carmela aquella mañana, cuando Santa había llamado, despertándoles, para informarles de que la Mennulara estaba ya moribunda. Había preferido quedarse en casa Alfallipe, a pocos minutos de distancia, en espera de noticias. Sólo cuando Carmela le llamó para anunciarle que la mujer había entrado en coma se sintió autorizado para reunirse con ella. De manera instintiva, seguía obedeciendo la orden de la Mennulara: «Juro por el alma de mi madre que en mi casa, donde yo vivo, él no pondrá pie», una auténtica excomunión. Llevaba casado con Carmela siete años y ni siquiera se le había permitido entrar en la portería ni telefonear a su mujer cuando estaba en aquella casa. Cuánto había odiado, y seguía odiando con todas sus fuerzas, a la maldita Mennulara. Ahora por fin estaba muerta. Massimo se sentía liberado. Subió las escaleras en un estado de excitación mezclada con resentimiento: la miraría fijamente, ya cadáver, pero ni siquiera podría escupirle, como se hubiera merecido, porque, por la cháchara que se oía desde las escaleras, estaba claro que ya había gente en visita de pésame.
Las vecinas lo trataron como si formara parte de la familia de la difunta, rodeándolo comprensivas y procurando ocultar lo embarazoso de la situación, dado que estaban perfectamente al tanto de su destierro. Los pésames eran calculados:
—A su mujer la quería como a una hija.
—Por ellos hacía de todo.
—Qué buena era, créame.
En cuanto pudo, Massimo se libró de las mujeres y entró en el dormitorio de su suegra, donde le esperaban ansiosos sus cuñados.
Se saludaron con brevedad, sin los besos y abrazos habituales. Lilla se tomó la molestia de cerrar bien la puerta después de pedir a Santa que los dejara solos y que no permitiera pasar a nadie, luego dirigió a su hermano una mirada elocuente. Gianni abrió de inmediato el sobre, sacó una hoja y la leyó enfurruñado. Sus hermanas y su cuñado permanecían mudos e inmóviles a su alrededor. Gianni seguía leyendo la hoja en silencio. Lilla no pudo contenerse:
—Léenosla a todos, ¿qué dice?
Su hermano se la pasó:
—No entiendo nada, mírala tú.
La madre, que parecía haberse reanimado sorprendentemente rápido y seguía la conversación, al oír las palabras de Gianni se dejó caer de nuevo sobre los almohadones y reanudó las quejas. Esta vez nadie le hizo caso porque Gianni había empezado a leer en voz alta:
«Esto un verdadero testamento no lo es, porque os he dado todo lo que os tocaba, y no tengo nada vuestro que daros, pero os pido que hagáis lo que os digo por última vez y recibiréis algo más. Quiero un funeral en Roccacolomba sin procesión de huérfanos ni de monjas, y todos los Alfallipe debéis estar allí, porque me lo merezco. Seré enterrada en la tumba que me he comprado frente a la de vuestra familia, pues justo es como la criata que soy de casa Alfallipe. Quiero una fotografía mía y las palabras: "Aquí yace Maria Rosalia Inzerillo, conocida como la Mennulara, que entró a los trece años en casa Alfallipe y la sirvió y protegió como honesta persona de casa[1] hasta la muerte".
En Roccacolomba nada tengo que dejaros, la casa donde muero está a nombre de doña Adriana, si quiere quedarse a vivir, pero debéis buscarle una buena criada y pagarle bien, de manera que esté siempre servida hasta que muera. Las cosas de mi habitación dádselas al padre Arena, si le sirven para los pobres y la iglesia. Todo el resto del mobiliario es para doña Adriana. Quiero que pongáis de inmediato un anuncio en el Giornale di Sicilia tal y como lo escribo yo, palabra por palabra:
Hoy se ha apagado
Maria Rosalia Inzerillo
conocida como la Mennulara
a la edad de 55 años
administradora y persona de casa Alfallipe.
Apesadumbrada anuncia la familia Alfallipe
entre llantos su inconsolable pérdida eterna.
Comunican la triste noticia la señora Adriana Mangiaracina, viuda del abogado Orazio Alfallipe, su hijo Gianni junto con su mujer Anna Chiovaro, su hija Lilla junto con su marido, el doctor Gian Maria Bolla, y su hija Carmela, junto con su marido Massimo Leone. Desde la edad de trece años vivió en casa Alfallipe y sirvió honradamente a la familia que desconsolada la llora. Los funerales se celebrarán a las 15 horas en la iglesia de la Dolorosa el día 24 de septiembre de 1963, y el cadáver será acompañado hasta el cementerio de Roccacolomba para su sepelio en la tumba familiar.
»No informéis a mis sobrinos. No les quiero en mi funeral. El alma a Dios y las cosas a quien le tocan».
La primera en hablar fue la madre:
—Ya os lo decía yo que Mennù se encargaría de todo, me deja su casa…, pero ¿quién de vosotros me cuidará, ahora que me he quedado sola?
Se había incorporado sobre los cojines y miraba a su alrededor, acuclillada en la cama. Sus hijos y su yerno, mudos y lívidos, no le hacían caso.
Massimo, entretanto, le había quitado la hoja a Gianni de las manos y la examinaba con detenimiento. De repente, empezó a maldecir, levantando gradualmente la voz.
—¡Pero qué clase de documento es éste! ¿Y el dinero dónde está, y a quién se lo deja? Me he tragado la mierda de esa zorra porque tú, tú… —gritaba señalando con el dedo a su mujer—, ¡tú me decías que nos respetaría cuando muriera! ¡Cretina, que no eres más que una cretina!
Carmela rompió a llorar y corrió a refugiarse en la cama junto a su madre mientras Gianni trataba de calmar a su cuñado recordándole que no estaban en su casa y que en la otra habitación había ya personas en visita de pésame, más que dispuestas a escucharlo todo para chismorrear después en el pueblo.
Lilla se había sentado aparte y releía concentrada la carta. Después habló en voz baja, controlando con esfuerzo la rabia que le henchía el pecho; notaba cómo esa ira le subía por la garganta y se le introducía entre las palabras.
—Se lo ha organizado todo ella, ha escogido incluso la hora del funeral, y habrá hecho que la carta se la escriba el doctor Mendicò, se ve que es la caligrafía de otra persona. Es una carta perversa, no quiere nada con su familia, tal vez hubieran roto sus relaciones, a ninguno de nosotros puede sorprendernos; pero quiere, mejor dicho, ordena una vez más, que seamos nosotros quienes le paguemos los gastos del funeral e insertemos ese anuncio absurdo, humillante, agramatical e inusitado para una sirvienta, o mejor dicho, criata, como ella se define, nada menos que en el Giornale di Sicilia, precisamente ella, que siempre ha vivido en este pueblo y es una completa desconocida fuera. Ni siquiera se le ha ocurrido publicarlo en La Sicilia, el diario de la provincia, pretende dar notoriedad a su muerte en el periódico que se lee en toda la isla. Es una megalómana, el texto no es más que una apoteosis, un panegírico de sí misma, nunca la hubiera creído tan vanidosa e irresponsable. Es el último atropello que tendremos que soportar. Por si fuera poco, se burla de nosotros: dice que no tiene nada que dejarnos, pero también que la continua obediencia nos traerá bienes, qué afrenta…
Tanta era su rabia que Lilla no fue capaz de terminar; los demás la miraban aterrados.
Entretanto, habían llegado otras personas para expresar su condolencia. En el cuarto resonaban los discursos enfáticos del luto. Justo en ese momento se elevó de la sala de estar la voz estridente de una mujer que parecía vocear sus mercancías en el mercado: «¡Una santa era esa mujer! ¡Qué vida de trabajo y de sacrificios! ¡No se merecía morir!». La voz quedó sumergida por un coro ininteligible, sin duda todas las vecinas estaban entonando a la vez las alabanzas de la difunta. Lilla siguió hablando con hastío:
—¡Se merecería que abriera la puerta para decir más claro que el agua, a toda esa gente, que no se llore por esa criada que ahora se burla de nosotros sin piedad!
Massimo estaba de pie, con las manos aferradas al respaldo de una silla, casi como si intentara triturarlo. En voz alta, como si quisiera que todos en la casa le oyeran, dijo:
—Siempre ha querido mortificarnos, sólo eso ha querido; esta casa está llena de hiel.
Gianni, presa de la agitación, añadió dirigiéndose a Lilla:
—Tú vives en Roma, pero yo enseño en la universidad y llevo el nombre de los Alfallipe: poner en el periódico un anuncio de esa clase sería una vergüenza insoportable para mí y para Anna, la gente nos tomaría por incapaces y por bobos, todo el mundo se reiría de mí.
Carmela se puso a chillar:
—Tú por lo menos te has marchado, pero ¿quién se acuerda de mí?, soy yo la que vivo en Roccacolomba, ¿qué dirá la gente?
Hablaban todos a la vez, caminaban por la habitación rabiosos y frustrados, como fieras en una jaula.
La señora de Alfallipe, grácil y con expresión casi adolescente mientras permanecía acurrucada entre los almohadones de la enorme cama, les seguía con los ojos húmedos de lágrimas, sorprendida y amilanada. Tuvo que intervenir para evitar el escándalo y se sorprendió a sí misma y a los demás por la firmeza con la que habló: no le interesaban las disposiciones funerarias, a las que había prestado poca atención, pensaba en los bienes de sus hijos, y sus hijos deberían pensar en eso todavía más porque ella, al fin y al cabo, era una anciana y no tardaría en morir, se lo sentía en los huesos.
—De mal carácter y lista sí, pero bien honrada que era, y nos ha servido a todos; que le hagamos el funeral es justo. Creedme, os dará lo que os corresponde, no tengo ninguna duda. Esta carta quizá no sea más que para las disposiciones del funeral, claro que habrá un testamento. No me extrañaría que lo hubiera organizado todo para evitar pagar los impuestos de sucesión, a Mennù no le gustaba pagar impuestos. Por lo que más queráis, calmaos, que hay gente.
Y se deshizo en lágrimas, extenuada por la larga invectiva.
Carmela también estaba preocupada por la herencia y se aferraba a un hilo de esperanza.
—Hay algo que no debemos olvidar, sin embargo, que Mennù siempre mantuvo su palabra, y me lo dijo hasta ayer por la noche, que hiciéramos como ella decía y obtendríamos algo. No me extrañaría que hubiera un testamento en casa del notario o en algún otro sitio, o que ya hubiera hecho alguna donación, o que nos hubiera abierto una cuenta bancaria y no lo sepamos…, habría que buscar en sus cajones. No era mujer que se fiara del doctor Mendicò, que es medio estúpido. ¿Tú qué crees, Massimo?
Buscaba la aprobación de su marido, que les daba la espalda a todos, de pie frente al balcón. Massimo no se movió. Carmela palideció y se tiró de nuevo sobre la cama de su madre, sollozando.
Santa llamaba ahora a la puerta, curiosa y preocupada. Las otras mujeres habían oído el vocerío y se morían de ganas por saber qué estaba pasando. Preguntó con cautela si podían entrar algunas personas para dar el pésame a doña Adriana. La habitación se llenó de nuevo de gente y el grupo familiar se disolvió. Massimo se había escabullido sin despedirse de nadie y no se le vio hasta bien entrada la tarde. En el modesto piso de la Mennulara nunca había habido semejante multitud: las visitas continuaron hasta la hora de comer; además de la gente de su clase social vinieron también algunos parientes y amigas íntimas de doña Adriana, incluso viejos empleados de casa Alfallipe.