Capítulo XI


MITO Y RELIGIÓN

El objeto de este capítulo no es resumir una parte amplia y compleja de la vida y el pensamiento griegos, sino simplemente explicar ciertas aparentes contradicciones que pueden perturbar al lector.

Hemos empleado algún tiempo en desarrollar la idea de que el griego procuraba por instinto la unidad y el orden en el universo, y esto podría hacernos esperar que fuese monoteísta. Y en cambio, hallamos que profesa el más exuberante politeísmo. Incluso en los tiempos clásicos, en los días de la cultura ilustrada, los poetas parecen inventar nuevos dioses sin pensarlo dos veces: la Esperanza o el Temor, o una docena de tales concepciones, pueden convertirse en dioses sin que nadie se sorprenda. Todos sabemos que San Pablo (inexactamente traducido por la Versión Autorizada) encontró a los atenienses «muy temerosos de Dios», pero en realidad temían a una multiplicidad de dioses. Además hemos visto, así lo espero, que el fondo de la poesía y el arte clásicos es sumamente serio. No es que carezca de alegría y encanto, mas su cualidad saliente es el sentido de responsabilidad moral. Sin embargo, los mitos sobre los cuales este arte se basa parecen de una impudicia increíble. Las innumerables historias de caprichos, brutalidades y enamoramientos divinos, pueden inducirnos a creer que los griegos formaban un pueblo que juzgaba sus deberes morales con harta ligereza. Pero esta impresión resultaría falsa en absoluto.

Éstas son dos serias dificultades. La explicación consiste, brevemente dicha, en que la palabra griega theós no significa Dios; en que, en la época primitiva, el vínculo entre teología y moralidad no era lo que nosotros pensamos que debería ser —en realidad no existía virtualmente ninguna relación—; y en que tomamos los mitos en su mal sentido y nos aproximamos a ellos por el extremo erróneo, puesto que el primer encuentro queda reducido a una información sobre sus aspectos más tardíos y triviales. Aunque no siempre seamos conscientes de ello, iniciamos el conocimiento de este elemento de la vida griega con Ovidio y las posteriores fuentes helenísticas. Mas, para entender bien el mito, es indispensable remontarse a su origen y no limitar el estudio a su etapa final.

Veamos primero el politeísmo. Los griegos de la edad arcaica parecen haber pensado sobre los dioses tanto como cualquier otro pueblo primitivo. Nuestra vida se halla en realidad sujeta a fuerzas exteriores que no podemos dominar —el tiempo atmosférico, por ejemplo— y estas fuerzas son theói, dioses. Todo lo que podemos hacer es tratar de estar en buenas relaciones con ellos. Tales potencias son por cierto heterogéneas y arbitrarias; la lluvia cae tanto sobre el justo como sobre el réprobo. Entonces hay otros poderes —o así lo esperamos al menos— que nos protegerán: los dioses de la tribu, del clan, de la familia, del hogar. Estos integrantes invisibles del grupo social deben ser tratados con escrupuloso respeto. Es necesario ofrendar sacrificios a todos los dioses en la forma prescripta; cualquier irregularidad puede irritarlos. No resulta manifiesto, además, que ellos estén limitados por las leyes que rigen la conducta humana; en realidad, es obvio que algunas de las divinidades no lo están. Esto equivale a decir que no existe una relación esencial entre la teología y la moral.

Pero la índole del pueblo griego se advierte en el modo en que se desarrolló esta religión primitiva, aun en los tiempos prehistóricos. Entre sus parientes los latinos, los poderes superiores continuaron siendo numerosos y anónimos y, mientras duró la religión, el ritual consistió en observar, con la exactitud más legalista, algunas fórmulas cuyo significado se había quizás olvidado. Existía un numen puramente imaginado, mal traducido por un término tan definido como «espíritu», al cual concernían casi todos los actos de la vida humana, desde el primer vagido del niño hasta la final desaparición en la tumba; y si los ritos se cumplían con estrictez nada más importaba. Entre los griegos, las cosas sucedían de manera muy distinta. En primer término, su sentido plástico y vivamente dramático los impulsó a representar a esos «poderes» en una forma semejante a la humana. Los dioses se convirtieron, por así decirlo, en reyes sublimados. En segundo lugar, el impulso hacia la unidad y el orden redujo el número de dioses y los agrupó en una familia y un consejo de familia. Bastará con un ejemplo de tal agrupamiento. El gran dios tribal o nacional, Zeus, era también un dios celestial. Había además una deidad, Herkêios, que protegía el hérkos de un hombre, o sea el «recinto de su granja». Estos dos dioses se convirtieron en uno solo, bajo el nombre de Zeus Herkêios; Herkêios se transformó así en un simple adjetivo, un aspecto especial de Zeus en esta función particular de defender el recinto.

Pero este impulso fue más lejos. Aunque algunos de estos poderes parezcan anárquicos y en ocasiones en evidente conflicto entre si, no obstante existe un ritmo regular en el universo que puede forzarse, pero nunca romperse. En otras palabras, hay un poder superior a los dioses; éstos no son omnipotentes. Este poder sombrío era llamado Anánke «lo que debe ser», o Môira, «la fatalidad distribuidora». Esta concepción de un poder universal e impersonal contiene el germen tanto de la religión como de la ciencia.

La próxima etapa consiste en la combinación de la teología con la moral; por supuesto que el proceso no es tan claro y sistemático como un breve resumen lo haría suponer. El griego nunca se mostró tan respetuoso de las formas como el romano. Podemos advertir por lo menos dos modos en que fue salvado el abismo entre la religión y la moral. El sacrificio a los dioses exigía una estricta pureza ceremonial; así por ejemplo, un hombre que había derramado sangre no podía tomar parte en ellos hasta que estuviese purificado. Era natural que con el tiempo esta divina exigencia de pureza exterior se extendiese a la pureza interior. Asimismo, ciertas ofensas que la ley humana no podía castigar ni los hombres percibir, fueron puestas bajo la sanción divina. En las condiciones primitivas, el que estaba fuera de la ley, el refugiado, carecía de protección legal, y las personas humildes no podían obtenerla con facilidad. Por consiguiente el suplicante, el forastero, el mendigo eran considerados como seres que estaban al cuidado especial de los dioses. El perjurio es una ofensa que a veces resulta imposible probar; por tal causa es de las que repugnan particularmente a la divinidad. Sobre todo, los griegos se negaban en forma terminante a distinguir entre la Naturaleza y la naturaleza humana. Así, pues, las fuerzas que rigen el universo físico deben regir también el universo moral. Por este tiempo los dioses se han espiritualizado; Anánke o Môira son ahora no ya los superiores de Zeus, sino la expresión de su voluntad; y otros poderes divinos, como las Furias o las Erinias que castigan la violencia y la injusticia, son sus leales agentes.

Pero ¿no había discrepancia entre tal concepción de Zeus y los mitos que lo representaban como violento, irascible, enamorado? La había, en efecto. Pero antes de hablar de discrepancias, debemos indagar cómo nacieron los mitos.

Dos clases de mitos no nos interesan aquí, el histórico o pretendidamente histórico, como el ciclo troyano, y fábulas como la de Perseo que cortó la cabeza de la Gorgona, las cuales son mitos populares, Märchen, cuentos de hadas, como la historia de Jack y el tallo de la haba. Nos interesan cosas tales como el derrocamiento y la mutilación de Cronos por su hijo Zeus, y la enorme cantidad de diosas, ninfas y mujeres mortales que fueron sucesivamente amadas por Zeus y Apolo. Son historias que nos desorientan y ofendían a los griegos en días de mayor reflexión. ¿Cómo surgieron?

En general, estos relatos asumían el carácter de interpretaciones de las cosas, representaban el color y el movimiento con que los griegos revestían lo más saliente de su experiencia vital y cuya expresión simbólica se veía impulsada por su inteligencia.

Eran explicaciones. Había un gran número de prácticas religiosas y tradiciones vagamente recordadas que requerían un esclarecimiento, y como se había olvidado la verdad, fueron reemplazadas por la ficción. Los párrafos precedentes solo han podido dar una idea muy imperfecta de la complejidad de la religión prehistórica en Grecia. Hablamos en general del politeísmo entre los primitivos griegos, pero pensemos en que estos «primitivos griegos» no constituían una nación coherente, sino pequeños grupos de personas que durante siglos se empujaron y molestaron mutuamente, yendo a los tumbos de un lado a otro y reanudando siempre contactos con nuevos vecinos. Pensemos también que sólo las religiones muy desarrolladas son exclusivas e intolerantes: las religiones como el judaísmo, el cristianismo, el mahometismo. Una religión politeísta es naturalmente hospitalaria con los nuevos dioses. Restos de la primitiva raza griega que se establecían entre nuevos vecinos, o imponían su dominio sobre ellos, seguían, por supuesto, con sus propias deidades, pero también solían honrar a las deidades ya existentes en la localidad. Así —para tomar un ejemplo entre mil— en Amicla, cerca de Esparta, se celebraba un festival llamado Hiacintia, en el cual eran honrados juntamente Jacinto y Apolo. El principal rasgo del sombrío ritual de Jacinto consistía en verter libaciones en el suelo; el segundo de los tres días festivos estaba dedicado a Apolo y era mucho más alegre. El origen remoto de este doble festival reside seguramente en que un pueblo nuevo, adorador del olímpico Apolo, se estableció en Amicla, entre gente cuya religión era completamente distinta, pues rendía tributo a un dios terreno y no a un dios celestial. La piedad y la prudencia impedirían menospreciar el culto ya existente; por lo tanto se unieron el viejo y el nuevo. Con el paso de las generaciones, el origen de este doble culto fue olvidado, como sucedió también con la existencia de los dioses terrenos. Pero el natural espíritu conservador y la piedad mantuvieron el rito vivo. ¿Qué pasó entonces? El verter las ofrendas en el suelo sólo podía ya encerrar el sentido de un homenaje rendido a alguien que estaba muerto; y como Apolo tomaba parte en el festival de Jacinto, el Jacinto muerto era un amigo dilecto de Apolo. Surgió así el relato explicativo: Jacinto había sido un joven amado de Apolo, a quien éste mató accidentalmente mientras lanzaba un disco. Jacinto, como ya hemos visto, no es una palabra griega, ni tampoco el culto de un dios griego de la tierra. En este rito y en esta historia tenemos, por lo tanto, una prueba o un reflejo de la fusión de dos culturas totalmente diferentes.

Muy a menudo la deidad primitiva fue una diosa, en cuyo caso resultaba natural convertirla en la esposa del nuevo dios. Si era un dios, como Jacinto, podía llegar a ser el hijo de su reemplazante, pero esto suponía una madre, alguna ninfa o diosa local. El resultado era muy natural y muy inocente; pero como algo similar sucedía en muchos de los innumerables valles e islas en que se establecieron los griegos, y como estos dioses sustitutos locales se identificaban cada vez más con Zeus y Apolo, resultó que Zeus y Apolo tuvieron una inmensa progenie en incontables diosas, ninfas o simples mujeres. Pero estos amores divinos fueron consecuencia fortuita, no la intención, de los mitos; y no ofendían el sentimiento religioso precisamente porque se sabía que representaban solo una explicación. No tenían ningún alcance dogmático, apologético o educativo; no iban más allá de «lo que se dice». Eran aclaraciones, y aunque se revistieron del prestigio de la tradición, ellas podían aceptarse o desecharse. Lo esencial consistía en honrar al dios mediante el rito; nada obligaba a creer en las historias que corrían sobre él.

Pero existía otro tipo de mito, mucho más tosco, que tenía distinto origen, aunque también se consideraba como una explicación. ¿Qué fue, por ejemplo, lo que motivó la invención de una historia sobre Zeus, que ofendía tan en lo íntimo a los griegos posteriores, según la cual éste derrocó violentamente a su padre Cronos y lo tuvo prisionero en las remotas profundidades del Infierno? Para decirlo en breves palabras, tales mitos constituyen un intento de abordar el origen de las cosas, primero del universo físico, y después de los dioses. En el comienzo existió el Caos, el «abismo tenebroso». Del Caos surgió la ancha y dilatada Tierra, la verdadera madre de todas las cosas, de los dioses y de los hombres. Ella produjo a Uranós (el Cielo), y la Tierra y el Cielo al unirse produjeron la Noche, el Día y una raza de seres monstruosos, imágenes estos últimos de fuerzas tanto físicas como psicológicas. Este gradual paso de la confusión al orden era expresado naturalmente en términos humanos.

¿Por qué la Tierra y Uranós no siguieron engendrando esta prole primitiva? ¿Cómo llegó el orden? Uranós fue vencido y encadenado por un hijo nuevo y superior, Cronos, y en la plenitud del tiempo Cronos fue a su vez vencido y superado por Zeus, bajo cuyo mando se iniciaron el mundo y el orden moral que conocemos. Si fue Cronos hijo de Uranós y Zeus hijo de Cronos fue puramente accidental; no había nadie más de quien pudieran ser hijos. Sólo una época posterior y más artificiosa pudo insistir en este detalle y horrorizarse por la conducta tan «poco filial» de estos dioses.

El politeísmo griego fue entonces una religión «natural», que se volvió más compleja y politeísta por la dispersión de la raza griega, y por la unidad, al menos en ciertas partes de Grecia, de dos diferentes clases de religión, una vinculada con el grupo social, y otra relacionada con el culto de la naturaleza. El instinto griego en favor de la armonía y la lógica se advierte en la creación del sistema olímpico presidido por Zeus, el padre de los dioses y los hombres. En él, los dioses helénicos tribales y celestes, los dioses y diosas de la naturaleza, en apariencia no helénicos, toda una multitud de dáimones (espíritus y no «demonios») tales como las Erinias o «Vengadoras», las abstracciones personificadas como Díke (la Justicia) y Thémis (la Ley) fueron reunidos dentro de un sistema coherente. Este instinto se advierte también en el modo en que la moral, en su origen un asunto de carácter humano y social, es puesta bajo la protección de los dioses; también en la concepción unificadora de Anánke o Môira, originariamente superior a los dioses, pero luego identificada con la Voluntad de Zeus. Los numerosos mitos fueron explicaciones deliberadas de los más variados hechos y fenómenos y la vivaz imaginación griega no podía evitar el darles una forma dramática y personal.

Pero cuando la religión y la moral empezaron a coincidir, cuando los dioses fueron no sólo poderes naturales, sociales y psicológicos, sino también poderes morales, el elemento amoral en el mito se convirtió en un obstáculo. Mostraba una contradicción que fue considerada de un modo distinto por los filósofos y por los artistas. Los artistas quitaron u olvidaron lo que no les agradaba y continuaron utilizando el resto con espíritu creador; los filósofos arrasaron con todo. Ya en el siglo VI un pensador jónico, Jenófanes, observó que si los asnos fuesen religiosos imaginarían a sus dioses con apariencia de tales animales. Lo mismo podía decirse del antropomorfismo que era el alma del mito. Hasta Eurípides, aunque era un poeta, condena «las despreciables historias de los poetas». Si un dios hace mal, no es dios; si desea algo, no puede ser dios, puesto que Dios es perfecto y completo. Platón condena a los poetas por propalar historias triviales, falsas y hasta perversas sobre los dioses, como ser que ellos luchaban entre sí o estaban sujetos a emociones como el pesar, la ira, el regocijo. Él no permitirá la enseñanza de Homero en su República; le irritaba que los poetas trágicos difundieran ideas indignas sobre la Deidad.

Bien pudiera ser que algunos poetas trágicos inferiores mereciesen la severa censura de Platón; pero en lo que atañe a los que conocemos, su reproche raya en el absurdo. Es el ataque contra el artista por parte de un filósofo que no admite que existan otros caminos hacia la verdad fuera del suyo propio. Es la reprobación de un filósofo rígidamente intelectual, más poeta que muchos, y creador de algunos de los más profundos y más hermosos mitos griegos[41]. «Hay una lucha permanente», dice Platón, «entre la filosofía y la poesía». Así aconteció por iniciativa de los filósofos y gran parte de esta lucha se libró en el alma de Platón.

Pero los poetas no eran conscientes de esta pugna Píndaro, Esquilo, Sófocles, Eurípides fueron poetas filosóficos como nunca los hubo, y el mito, incluso el mito «inmoral», constituía su medio de inspiración. Es importante comprender cómo lo utilizaron. Vistas las cosas superficialmente, los autores dramáticos escribieron piezas «sobre» personajes mitológicos; en realidad, no procedieron así. Estos hombres no perdían su tiempo y el de su ciudad llevando a la escena figuras tomadas de un Arca de Noé, aunque algo de eso parecen creer los críticos que sostienen que ellos se veían «trabados» por los mitos que empleaban. Nada podría ser más falso y menos inteligente. Ellos construían sus dramas a partir de sus propias luchas con los problemas religiosos, filosóficos y morales de su época y se servían del mito como Shakespeare utilizaba a Holinshed, y con la misma libertad. Es muy conocida la historia de Medea de Eurípides. Medea, traicionada por su esposo Jasón, mata no solo a la nueva mujer corintia de Jasón, sino también a sus propios hijos que ha tenido de él. Este incidente central, el asesinato de los niños por su madre, fue invención de Eurípides; en versiones primitivas de la historia ellos son muertos por el pueblo de Corinto. Vemos así que, para expresar su propia concepción, Eurípides altera el mito completamente, mas con esto no pretendía, como parecen suponer algunos empresarios modernos, crear un papel para una actriz trágica, ni tampoco escribir un estudio psicológico un tanto improbable, sino demostrar cuán devastadora es, para el que la padece y para la sociedad, una pasión que no es regida por la razón. Asimismo Esquilo recurre a los mitos antiguos más violentos y les infunde una significación profunda. En Prometeo remoza el antiguo relato cosmogónico de la guerra entre los dioses; según esta fábula Prometeo desafió a Zeus y padeció como consecuencia un tormento de por vida. En la Orestía, la exigencia que formula Artemisa a Agamenón, que él debe sacrificarle su hija, es un mito que procede de los remotos días en que se hacían sacrificios humanos; y los tratos de Apolo con Casandra, más adelante en el drama, no son menos sorprendentes. Sin embargo, estos mitos están firmemente estructurados en dos ciclos dramáticos —uno, por desgracia, incompleto— que se cuentan entre las supremas realizaciones de la mente humana, dramas sobre el nacimiento y crecimiento de la razón, el orden y la piedad entre los dioses y los hombres.

Y así podría continuarse y mostrar cómo en todos los dramaturgos, y también en Píndaro, en diferente manera, el mito siguió siendo vital y se colmó de un profundo sentido religioso y filosófico. Continuó siendo en esencia lo que siempre había sido, una explicación; pero ahora, en manos de estos poetas tan graves y poderosos, se convertía en una explicación de la vida y del alma humanas.

Pero el futuro del pensamiento religioso griego no residía en la mitología, ni en los dioses olímpicos, ni siquiera en los «misterios» más personales que complementaban los cultos olímpicos: yacía en los filósofos.

El elemento griego en el cristianismo es muy importante y deriva de Platón. El Zeus de Esquilo, tan puro y excelso, era todavía demasiado el dios de la «pólis» griega, como para que pudiera convertirse en el Dios de la humanidad; así como el Dios de los judíos no podía llegar a ser el Dios de los gentiles sin un cambio considerable. Fue la filosofía griega, especialmente la concepción platónica de lo absoluto, la deidad eterna, la que preparó al mundo para recibir una religión universal.

En lo que concierne al mito griego, algunos de los últimos dramas de Eurípides muestran cuánto se estaba desviando el centro de gravedad. El pensamiento serio empieza a encauzarse por senderos puramente filosóficos. La era de la elevada poesía toca a su fin; la clásica unidad de mito y religión se quiebra.

A fines del siglo quinto Eurípides (como puede verse en Ion, Ifigenia en Táuride y Helena) empieza a utilizar el mito en forma satírica, retozona o romántica. Estamos ante la etapa final del mito griego, la que, gracias a los poetas helenísticos y romanos, nos es más familiar. El divorcio entre el mito y el pensamiento se completó como consecuencia de las conquistas de Alejandro. Para los helenos que vivían en las nuevas ciudades griegas o semigriegas de Egipto o Asia, entre extranjeros y bajo el dominio de un rey remoto y poderoso, los dioses inmemoriales y las deidades locales de Grecia, sus propios ritos locales, les parecían lejanos y borrosos.

Así como entre nosotros se despierta el interés por el folklore cuando el pueblo es desarraigado de su terruño y hacinado en ciudades, del mismo modo en la nueva era helenística, en circunstancias en que los griegos se hallaban diseminados y la antigua vida concluía, las leyendas locales y los ritos de la patria fueron investigados y catalogados cuidadosamente; pero ya no eran mitos vivientes sino atractivas reliquias. Hacia ellos se volvieron ansiosamente los poetas y los artistas; poetas cultos —como algunos que hoy conocemos— que escribían no para una pólis viviente y visible, sino para un público debidamente educado, donde quiera que estuviese, diseminado por el ancho mundo nuevo.

Esta época alejandrina fue la que vio desarrollar la mitología como una manía literaria y artística, cuando las gratas o escandalosas historias de amores divinos y metamorfosis extrañas eran narradas en versos elegantes por poetas que, por mala suerte, no encontraban inspiración ni auditorio para nada más importante. Ésta es la época que se interpone entre los griegos clásicos y nosotros y nos da la impresión de que los griegos eran irremediablemente frívolos. No faltaron en esta época pensadores serios, pero éstos fueron filósofos y científicos, no poetas.

El tratamiento que de los mitos hacen estos poetas es al principio muy grato, pero pronto se torna de una pesadez intolerable. Ha muerto lo que estaba vivo en Píndaro, en Esquilo, en Sófocles y en Eurípides.