Capítulo IX


LA DECADENCIA DE LA «PÓLIS»

La guerra del Peloponeso significó virtualmente el fin de la ciudad-estado como una fuerza creadora que adaptaba y conformaba la vida de todos sus miembros. Durante el siglo IV Grecia se desplaza con firmeza hacia nuevos modos de pensar y de vivir. Tanto fue así que a los nacidos a fines del siglo la época de Pericles debió parecerles, desde el punto de vista intelectual, tan remota como a nosotros la Edad Media.

La historia política de Grecia durante este siglo es confusa, tediosa y deprimente. Un brevísimo resumen será suficiente. Esparta había ganado la guerra, no tanto debido a su propio esplendor, sino a los errores de los atenienses y a que tuvo más suerte que Atenas en obtener la ayuda persa, cuyo precio fue el abandono de Jonia. Lo que Atenas y Esparta juntas habían ganado a Jerjes, Atenas y Esparta en guerra se lo devolvieron a Artajerjes. El Imperio ateniense llegaba a su término, pero la «liberación» prometida por los espartanos hacía añorar a muchos griegos la «tiranía» ateniense, pues implicaba casi en todas partes la imposición de oligarquías, con un gobernador espartano para mantener el orden. Es en este período cuando vemos a Esparta mostrar el peor aspecto de su carácter. El espartano no aprendió nunca a conducirse en el extranjero. En su patria, era por fuerza obediente y frugal; en el extranjero, no se le podía confiar mando o dinero. La «libertad» que ahora imperaba en Grecia era la libertad que tenía Esparta de provocar a quien le pareciese. La verdadera beneficiaria de la guerra era Persia; había recobrado Jonia, y Grecia desunida jamás podría rescatarla. Por consiguiente, todos deseaban la plena autonomía de cada ciudad helena. Lo deseaban los mismos griegos y, además, Esparta y Persia.

Entre las oligarquías establecidas o sostenidas por Esparta hubo en Atenas un grupo cruel y sanguinario, conocido por los «Treinta», dirigido por un tal Critias, que había sido compañero de Sócrates. Gobernaron por el terror unos pocos meses, pues la oligarquía no podía durar mucho tiempo en el Ática. La democracia fue restaurada, y con un valor y una moderación que compensó un tanto la locura y la ocasional violencia que ella había mostrado durante la guerra. Es cierto que esta democracia restaurada fue persuadida, en el año 399 a. C., de que había que condenar a muerte a Sócrates, pero éste distó mucho de ser un acto de brutal estupidez. Recuerde el lector lo que había visto y soportado el jurado que juzgó esta causa: su ciudad derrotada, maltratada y desmantelada por los espartanos; la democracia derrocada y el pueblo asolado por una cruel tiranía. Piense que el hombre que causó más daño a los atenienses y prestó más importantes servicios a Esparta fue el aristócrata ateniense Alcibíades y que éste había sido compañero permanente de Sócrates y que el temible Critias había sido otro. Piense que, aunque Sócrates había sido un ciudadano eminentemente leal, resultó también un franco crítico del principio democrático. No es de sorprender que muchos atenienses simples pensaran que la traición de Alcibíades y la furia oligárquica de Critias y sus secuaces fuesen consecuencia de la enseñanza de Sócrates. Y no pocos que atribuían no sin razón las calamidades de la ciudad al derrumbe de las normas tradicionales de conducta y moralidad, achacaban parte de la responsabilidad al interrogatorio continuo y público sobre todo lo existente que formulaba Sócrates. En tales circunstancias, ¿habría sido hoy Sócrates absuelto por una encuesta popular del tipo de la de Gallup, especialmente después de su intransigente defensa? Dudamos que las cifras le hubiesen favorecido más; un total de 60 sobre 501. La pena de muerte que siguió dependió en gran parte de él mismo; se rehusó deliberadamente a proponer el destierro y, también en forma terminante, se negó a ser sacado de la prisión. Nada es más sublime que la paciencia de Sócrates durante y después del juicio y esta sublimidad no debe ser dramatizada representando a Sócrates como una víctima del populacho ignorante. Su muerte fue algo así como una tragedia hegeliana, un conflicto en el cual ambas partes tienen su derecho.

El dominio de Esparta no duró mucho; su violencia despótica suscitó contra ella una coalición de otras ciudades cuya lucha se conoce como la Guerra de Corinto. La paz se restableció en 387 en la desdichada forma de un edicto del rey de Persia, según el cual, una vez más, todas las ciudades griegas debían disfrutar de autonomía. Las tres ciudades principales eran ahora Atenas, Esparta y Tebas; dos cualesquiera de ellas estaban dispuestas a unirse para impedir que la tercera llegase a ser demasiado poderosa. Atenas se reponía lentamente, en lo económico y en lo político. Incluso llegó a formar una segunda Liga; tan necesaria era para los estados egeos alguna forma de autoridad central. En 371 ocurrió un acontecimiento que sacudió a Grecia hasta sus cimientos. Tebas derrotó al ejército espartano en abierta lucha en Leuctra. Había en ese momento algo que era raro en Tebas, dos hombres de genio, Pelópidas y Epaminondas, y estos hombres habían inventado una nueva y audaz táctica militar. En lugar de formar la infantería pesada en una hilera de ocho hombres (con la caballería y los guerrilleros en los flancos), ellos reducían un ala y el centro y formaban la otra ala con una profundidad extraordinaria de cincuenta hombres. Esta masa de infantes, actuando como un scrum de rugby, se abría paso por las filas espartanas por su propio peso, y así sucedió lo increíble. Pero Tebas no tenía una nueva idea política para ofrecer. Epaminondas se encaminó cuatro veces al Peloponeso a fin de crear, contra Esparta, una nueva pólis centralizada con los habitantes de las montañas de Arcadia. En la última campaña ganó otra batalla campal, en Mantinea, pero pereció en ella, y se derrumbó la preeminencia de Tebas. Había dado a Esparta su merecido, pero a Grecia no le convenía este tipo parcial de justicia, pues por el norte surgía una amenaza inesperada. Macedonia nunca había sido considerada como perteneciente a Grecia. Era un país agreste y primitivo, precariamente unido por una familia real con pretensiones de ascendencia helénica —proclamaban tener por antecesor nada menos que a Aquiles— y poseía una corte que llegó a ser lo bastante civilizada como para tentar a Eurípides hacia el fin de su vida. En 359 a. C. llegó al trono Filipo II mediante el procedimiento habitual, una serie de asesinatos familiares. Era ambicioso, enérgico y astuto. Había pasado parte de su juventud en Tebas y allí pudo ver cómo se había debilitado Grecia, y también aprendió algo sobre las tácticas militares de Pelópidas. Las adoptó y las perfeccionó; y así nació la famosa falange macedonia que dominó el campo de batalla hasta que fue batida por la legión romana. El designio del joven Filipo era dominar el mundo griego, con Atenas si era posible, sin ella si era necesario. Mirado superficialmente, esto parecía imposible. Macedonia estaba amenazada desde el noroeste por las salvajes tribus ilirias; era un país atrasado; estaba separada del Egeo por un circuito de ciudades griegas y la escuadra ateniense era insuperable otra vez. Pero Filipo tenía grandes ventajas. Entre ellas el amplio material humano disponible y una mina de oro recién descubierta, pero, junto con esto, contaba con otros recursos que están siempre a favor del autócrata: el secreto, la rapidez y la falta de escrúpulos. Trató con los ilirios y aseguró así las espaldas de Macedonia en muy poco tiempo; se apoderó de la ciudad griega de Anfípolis, la cual hubiese obstruido su paso hacia el sur. Anfípolis era la colonia ateniense que Tucídides no había podido defender frente a Brasidas; Filipo, naturalmente, la conquistó solo para evitar disgustos a los atenienses; pues se la entregaría en seguida o dentro de poco. Estuvo atento a otras ciudades griegas, especialmente Olinto. Esta ciudad había sido el centro de una formidable confederación, pero Esparta no gustaba de las confederaciones. Al disolver la Liga olintia, facilitó las cosas para Filipo. Comienza ahora un largo y trágico duelo entre dos grandes figuras de la política en el siglo IV, el propio Filipo y un ciudadano ateniense, un escritor profesional de discursos, un patriota formado en Tucídides, quizás el más grande orador de todos los tiempos, Demóstenes. Advirtió el peligro, un tanto tardíamente, y no en toda su magnitud al principio, pero al final lo vio y, en discurso tras discurso, con creciente desesperación, rogó a los atenienses que adoptaran una firme actitud. La Atenas del 350 forma un triste contraste con la del 450. Entonces las fuerzas atenienses estaban en todas partes, sus ciudadanos dispuestos a cualquier sacrificio; ahora Demóstenes tenía que suplicarles que defendieran sus intereses más vitales, e implorarles que enviasen una fuerza, integrada al menos en parte, por ciudadanos —pues ya era común el empleo de mercenarios— y obligar al ejército a permanecer en el lugar de la guerra, para que no se fuera a cualquier otra región a una campaña más lucrativa. Tenía que pedirles que no enviasen más ejércitos «nominales» constituidos por un general comisionado para emplear mercenarios, los cuales con cierta frecuencia se quedaban sin paga. «Vuestros aliados, expresa, tiemblan de pavor por esta clase de expediciones». Pero los atenienses no estaban dispuestos a ver las verdades desagradables y sí a creer a Filipo —«os aseguro que es mi última exigencia»— dispuestos a creer a los prudentes ministros de finanzas, y a los consejeros menos honestos que ridiculizaban a Demóstenes y aseguraban a los atenienses que Filipo era un buen hombre, culto y su mejor amigo. En 1937, un diario inglés traía este título: ¿Ha muerto Hitler? En 357 a. C., Demóstenes decía a sus conciudadanos: «Corréis de aquí para allá preguntandoos unos a otros: ¿Ha muerto Filipo? No; no ha muerto, pero está enfermo. ¿Qué importa que esté muerto o no? Pronto se levantaría contra vosotros otro Filipo, si continuáis manejando así vuestros asuntos». Este paralelismo tan estrecho hace amarga la lectura de la oratoria política de Demóstenes. La historia reciente pudo haber sido muy distinta si hubiésemos tenido un estadista conductor que conociera su Demóstenes y una Cámara de los Comunes capaz de pensar que la historia griega puede decir algo sobre los problemas contemporáneos y que lo sucedido hace más de una semana no es ya necesariamente inaplicable.

Por fin, cuando la lentitud ateniense, los odios griegos y la absoluta deshonestidad de algunos amigos atenienses de Filipo habían hecho el mayor daño posible, Demóstenes venció. Atenas realizó un esfuerzo considerable y digno de elogio; había terminado la antigua lucha con Tebas y los ejércitos combinados marcharon contra Filipo. Pero el resultado fue aquella deshonesta victoria en Queronea, fatal para la libertad.

Finalmente los griegos tuvieron que aceptar lo que se les ordenó; Filipo instaló guarniciones macedonias en tres ciudades estratégicas: «las cadenas de Grecia».

Dos años más tarde murió. Si su hijo y sucesor hubiese sido un rey macedonio común, el país habría caído en la insignificancia y Grecia habría recobrado su caótica autonomía, por algún tiempo. Pero el sucesor de Filipo no era un gobernante común; fue Alejandro Magno, uno de los hombres más asombrosos que hemos conocido. Era un joven de 20 años y ya se movía con la rapidez del relámpago. En quince meses sofocó una insurrección en Tesalia, marchó a Grecia y asustó a las ciudades que habían enviado sus plácemes a los asesinos de Filipo y pensaban rebelarse; realizó una rápida campaña hasta el Danubio para asegurarse la retaguardia y, como el oro persa persuadió a Tebas a levantarse contra su guarnición macedonia y a otras ciudades a que se rebelaran, fue por segunda vez a Grecia; se apoderó de Tebas y la destruyó. Dejó una sola casa en pie:

La casa de Píndaro, cuando el Templo y la Torre habían sido derribados.

Todo esto llevó solamente quince meses. Tanto los griegos como los vecinos septentrionales de Macedonia habían aprendido su lección. Durante la primavera siguiente (334 a. C.) Alejandro pasó a Asia. Once años después murió, a la edad de 33 años; pero todo el Imperio persa era ahora macedonio, y durante un breve tiempo, también el Panjab, nunca dominado por los persas. Alejandro no fue arrastrado simplemente por el torbellino de la guerra; dondequiera que fue consolidó sus conquistas mediante la meditada fundación de ciudades griegas, alguna de las cuales, en especial Alejandría, en Egipto, llevan hasta el día de hoy el nombre que él les dio.

Cuando murió Filipo, estados como Atenas y Tebas eran, para la mente griega, grandes y poderosos; cuando murió Alejandro, los griegos del solar nativo contemplaban un imperio que se extendía desde el Adriático al Indo, y desde el Caspio hasta el alto Egipto. Estos trece años habían producido un gran cambio. La Grecia clásica había llegado a su fin, y a partir de allí la vida tenía una forma y un significado completamente distintos.

Ante un derrumbamiento tan súbito de todo un sistema político, buscamos, por supuesto, una explicación. No es difícil ver por lo menos una causa inmediata; que las continuas guerras de un siglo o más habían agotado a Grecia, material y espiritualmente. Las cosas no podían continuar así; la ciudad-estado ya no brindaba un modo de vida tolerable. Así como hoy, en circunstancias un tanto similares, Europa Occidental intenta hallar su camino hacia una unidad política mayor, del mismo modo en el siglo IV había algunos que se apartaban de la pólis o del principio democrático. Isócrates, el «elocuente anciano» del soneto de Milton, se hallaba bien dispuesto hacia el principio monárquico; escribió un panegírico de un tal Evágoras, týrannos de Chipre, y pidió con ahínco que las ciudades griegas, en lugar de pelearse entre sí, se uniesen, bajo el mando de Filipo, para caer sobre el decadente Imperio persa. Platón había perdido toda esperanza en la democracia; formuló la idea del «rey filósofo», y no solo la formuló, sino que hizo dos visitas a Sicilia con la vana esperanza de convertir en este rey filósofo a Dionisio el Joven, gobernante de Siracusa.

Pero no solo exteriormente evidenciaba la pólis una falla, al no brindar a Grecia un modo de vida tolerable; también en lo interno estaba perdiendo su garra, como podemos ver con claridad en el caso de Atenas. El contraste entre la época de Demóstenes y la de Pericles es sorprendente; para el ateniense de la época de Pericles la idea de utilizar mercenarios le habría parecido la negación de la pólis, como lo era en efecto. La Atenas del siglo IV da una impresión de letargo político, casi de indiferencia. Los hombres se interesaban en otras cosas y no en la pólis. Hasta su fatal último día los atenienses no actuaron en una forma digna de su renombre, y entonces ya era, en la realidad de la situación, demasiado tarde.

El contraste entre ambos períodos tiene raíces profundas. No se trata solo de que Atenas haya sido agotada por la larga Guerra del Peloponeso. Las comunidades se recuperan de tales agotamientos, y en realidad la Atenas del siglo IV era activa y emprendedora en otras direcciones. No podemos atribuir el cambio a mera decadencia. Ni tampoco a una simple reacción a partir de la energía de la vida política en el siglo V; pues ese movimiento con el tiempo, pierde su fuerza. Lo que encontramos en el siglo IV es un cambio permanente en el temperamento del pueblo; es la aparición de una actitud diferente ante la existencia. En el siglo IV existe un mayor individualismo. Podemos verlo doquiera que miremos: en el arte, en la filosofía, en la vida. La escultura, por ejemplo, empieza a ser introspectiva, a atenerse a los rasgos individuales, con su índole transitoria, en vez de intentar expresar lo ideal o lo universal. En una palabra empieza a representar hombres, no el Hombre. Lo mismo sucede con el drama, y el drama muestra que el cambio no es tan súbito. Ya en las dos últimas décadas del siglo V la tragedia había empezado a apartarse de los temas importantes y universales y a interesarse en los personajes anormales (como en el Electra y el Orestes de Eurípides) o en relatos románticos de peligros y fugas conmovedoras (como en Ifigenia en Táuride y Helena). En la filosofía de la época encontramos escuelas como los cínicos y los cirenaicos. La gran pregunta era: ¿Dónde reside el Bien para el hombre? Y la respuesta dada no tenía en cuenta a la pólis. Los cínicos, cuyo ejemplo extremo era el famoso Diógenes, decían, que la Virtud y la Sabíduría consistían en vivir de acuerdo con la naturaleza, y en abandonar vanidades tales como el deseo de honores y la comodidad. Así Diógenes vivía en un tonel y la pólis tuvo que prescindir de él. Los cirenaicos, una escuela hedonista, sostenían que la sabiduría consiste en la recta elección de los placeres y en eludir lo que podría perturbar el fluir de la vida y así evitaban la pólis. En realidad, la palabra «cosmópolis» fue acuñada en ese tiempo, para expresar la idea de que la comunidad a la que el sabio debía obediencia era nada menos que la comunidad del hombre; el hombre sabio, dondequiera viviese, era el conciudadano de todos los demás sabios. Pero, aparte su sentido filosófico, el «cosmopolitismo» era el complemento necesario del nuevo individualismo. La Cosmópolis empezaba a reemplazar a la Pólis.

Si vamos del arte y la filosofía a la vida y a la política, encontramos esencialmente lo mismo. El ciudadano común está más interesado en sus asuntos privados que en la pólis. Si es pobre, tiende a mirar a la pólis como una fuente de beneficios. Por ejemplo, Demóstenes luchó mucho para persuadir al pueblo de que emplease en la defensa nacional las contribuciones que se habían entregado regularmente para el «fondo teatral»; este no era un fondo para representar obras, sino para permitir que los ciudadanos asistieran al teatro y a otros festivales libres de cargo. El mantenimiento de este fondo podía defenderse, pero solo en la suposición de que el ciudadano mostrase más celo en servir a la pólis que en aceptar sus favores. Si el ciudadano poseía fortuna, estaba más absorbido en sus propios negocios; Demóstenes compara desfavorablemente las casas espléndidas edificadas por los potentados de su propio tiempo con las viviendas sencillas con que se contentaba el rico del siglo precedente. La comedia muestra con claridad el cambio de temperamento. La comedia antigua mostraba su carácter político de parte a parte; era la vida de la pólis lo que se criticaba y ridiculizaba en el escenario. Ahora toma su materia de la vida privada y doméstica, y hace chistes sobre los cocineros y el precio del pescado, las mujeres malhumoradas y los médicos incompetentes.

Al comparar la Atenas de Pericles y la de Demóstenes, encontramos otras diferencias significativas aunque al parecer tienen poco que ver con el crecimiento del individualismo que hemos señalado. Las figuras dirigentes en la Asamblea ya no son tampoco los funcionarios responsables del estado. Menos aún son los funcionarios responsables del estado comandantes en el campo de batalla. La separación de estas funciones no es, empero, absoluta; es típico por ejemplo, que veamos a oradores profesionales como Demóstenes y Esquines, su eminente rival en la Asamblea, integrar legaciones, aun cuando no desempeñaban cargos representativos ni ejercían el mando en la guerra; un estadista como Eubulo que consagró su gran talento a la prudente administración, no alcanzó ninguna otra preeminencia; generales como Ifícrates y Cabrias, que fueron prácticamente profesionales, sirvieron a potencias extranjeras cuando Atenas no los necesitaba, y en realidad vivían fuera de la ciudad. Ifícrates se casó con la hija de un rey tracio, y en cierta ocasión ayudó a éste contra Atenas; en tanto que otro yerno de este mismo monarca, un tal Caridemo, fue a menudo empleado como general por los atenienses, aunque él no era de esta ciudad, sino simplemente un talentoso jefe de mercenarios.

Si contemplamos, pues, a Grecia en general advertimos que el sistema de las ciudades autónomas se derrumbaba; por otra parte, cuando observamos a Atenas por dentro comprobamos también la desintegración de la pólis. En realidad, el colapso de la ciudad-estado parece haber sido mucho más rápido que lo que fue. No se produjo como consecuencia de una batalla ni por los acontecimientos de una década o de una generación. ¿Qué había sucedido? Hemos visto algunos síntomas, pero ¿cuáles son sus causas? ¿Por qué la pólis se desmoronó en el siglo IV y no en el V? ¿Por qué pudo Grecia unirse contra Persia y no contra Filipo? ¿Existe algún nexo entre esta declinación y el individualismo que señalamos? ¿O entre aquélla y el empleo ominoso de soldados mercenarios? Si consideramos una vez más lo que la pólis significaba e implicaba, creo que podremos descubrir una conexión íntima entre todas estas contradicciones.

La pólis estaba hecha para el aficionado. Su ideal era que cada ciudadano (más o menos, según la pólis fuese democrática u oligárquica) desempeñara su papel en todas sus múltiples actividades, un ideal que procedía de la generosa concepción homérica de la areté como una excelencia completa y una actividad total. Esta filosofía encierra un respeto por la totalidad o la unicidad de la vida, y un consiguiente desagrado por la especialización. Supone el desprecio por la eficiencia, o, mejor dicho, una idea más elevada de ella, una aptitud que no existe en un compartimiento de la vida, sino en la vida misma. Ya hemos visto hasta qué punto la democrática Atenas fue restringiendo el campo de acción del experto profesional. Un hombre tenía que ser todo a su debido tiempo: tal era su obligación para consigo mismo y para con la pólis.

Pero esta concepción del aficionado implica además que la vida, fuera de ser una totalidad, es también simple. Si un hombre es constreñido a desempeñar en su época todos los papeles, éstos no deben ser demasiado difíciles de aprender para el ciudadano común. Y aquí comenzó la crisis de la pólis. El hombre occidental, empezando por los griegos, nunca ha podido dejar de enfrentarse con los hechos. Tiene que investigar, averiguar, experimentar, progresar; el progreso destruyó la pólis.

Consideremos primero el aspecto internacional. El lector moderno que acude a esos dos filósofos políticos tan diferentes que son Platón y Aristóteles, se sorprende, sin duda, ante la pertinacia con que proclaman que la pólis debe bastarse a sí misma económicamente. Para ellos, la autárkeia, la autosuficiencia, es la primera ley de la ciudad; en la práctica pretendían abolir el comercio. Por lo menos, desde el punto de vista histórico, parece que tenían razón. Ambos estaban convencidos de que el sistema griego de póleis pequeñas resultaba la única base posible para una vida realmente civilizada, y era ésta una opinión correcta. Pero tal estructura sólo podía funcionar si se cumplía una de estas tres condiciones: según la primera, las póleis debían manejar sus asuntos con una inteligencia y disciplina que la raza humana todavía no ha demostrado poseer; la segunda —una exigencia más rigurosa aún— sostenía que la pólis tenía que ser lo bastante fuerte para mantener el orden, sin pretender inmiscuirse indebidamente en las cuestiones privadas de las demás. Durante algún tiempo, y de un modo parcial, Esparta se ajustó a esta conducta; la tercera exigía que el territorio fuese espacioso para que los sembrados de sus miembros no se molestasen unos a otros; en otras palabras, las ciudades estaban obligadas a practicar la autarquía. En los primeros tiempos esta condición se cumplió con cierta regularidad, pero las exploraciones del Mediterráneo y el crecimiento del comercio alteraron las cosas. Las rivalidades comerciales muy pronto suscitaron guerras de amplia escala. En efecto, el mundo griego se empequeñecía y los choques se hicieron inevitables. El desarrollo de Atenas llevó el proceso más lejos. Su estructura económica, en conjunto, contradecía la ley de la autárkeia, ya que, desde los tiempos de Solón, pasó a depender cada vez más de la exportación de vino, aceite y artículos manufacturados, y de la importación de cereales del Mar Negro y de Egipto. Por consiguiente, tuvo que controlar el Egeo de cualquier manera y en especial los Dardanelos; pero este control, tal como a Grecia se le manifestó bruscamente, era incompatible con el sistema de la ciudad-estado. En realidad, su organización empezó a resultar inoperante, cuando contradijo esta ley básica de su existencia.

Pero la pólis imponía simplicidad también en asuntos que no eran económicos. Consideremos las tácticas militares y navales, no demasiado diferentes. Todos sabemos cómo pelean hoy los griegos, de cumbre a cumbre. Es un método de lucha que les ha sido impuesto por la naturaleza del suelo. Sin embargo, en ese mismo país, durante siglos, la guerra de la ciudad-estado fue llevada a cabo por la infantería pesada que solo podía pelear en terreno llano. La caballería y, lo que es más sorprendente, las tropas ligeras solo se utilizaban como auxiliares, para proteger los flancos, cubrir la retirada y otras maniobras semejantes. Al actual de tal modo, este pueblo parece extrañamente torpe. La explicación es sencilla. El soldado era el ciudadano, y la mayor parte de los ciudadanos eran granjeros. Las campañas debían ser breves, porque si los cereales no crecían ni se cosechaban, la pólis perecía de hambre. Por lo tanto se requerían siempre decisiones rápidas, y las tropas de montaña rara vez podían llevarlas a cabo. Además, aunque era de esperar que el ciudadano fuese un experto en el manejo de la espada y el escudo, y que conociese la simple pero exigente disciplina del orden de batalla cerrado, no podía disponer del tiempo necesario para dominar el más difícil arte de la guerra en terreno montañoso. Únicamente Esparta poseyó un ejército profesional de ciudadanos (sostenido con el trabajo de los ilotas), pero, como era imbatible en el combate cuerpo a cuerpo, carecía de estímulos para cambiar sus métodos.

Sucedió que durante la Guerra del Peloponeso un emprendedor general ateniense dirigió, sin gran éxito, una campaña en la región agreste de Grecia occidental y descubrió que la pequeña infantería pesada estaba en grave desventaja con respecto a las tropas ligeras, capaces de acometer, retirarse y volver a atacar. La lección resultó provechosa. Esa táctica fue estudiada con tanta eficacia que en el siglo siguiente el ateniense Ifícrates, con algunas tropas ligeras, atacó a un destacamento espartano en terreno fragoso y lo deshizo. No tuvo este incidente gran importancia en sí mismo, pero, a pesar de eso, latían en él enseñanzas revolucionarias. Significó que la táctica militar se convertía en una especialización, fuera del alcance del ciudadano-soldado y del ciudadano general. Había ya pasado el tiempo en que un estadista como Pericles podía ser también un eficaz comandante de las tropas. La guerra se transformaba en una profesión que requería destreza. Ya hemos visto algunos generales profesionales y los ejércitos regulares se formaron fácilmente con hombres desplazados, desocupados o simple aventureros que la guerra prolongada había dejado en pos de sí. Los famosos Diez Mil de Jenofonte fueron una fuerza de este tipo. Por consiguiente, los atenienses estaban en cierto modo justificados por confiar demasiado en los mercenarios, es decir en profesionales. Era lo más eficaz que podía hacerse. Pero el peligro de esa medida resultaba obvio. Su principal adversario, Filipo, tenía en pie un ejército bien adiestrado en las últimas tácticas bélicas para atacar dondequiera y en cualquier momento, formado por rudos montañeses no contaminados por la civilización. La pólis no podía oponer a este instrumento otro similar sin perder sus atributos esenciales.

La táctica naval corrió la misma suerte. Aquí la excesiva destreza se logró a un precio que la pólis no pudo pagar. En las Guerras Médicas los barcos griegos eran lentos y pesados, barcos propios de hombres de tierra adentro, como la flota romana en la primera guerra púnica. La idea era abordar la embarcación enemiga y luego pelear en cubierta. Pero, cincuenta años después, en los primeros tiempos de la Guerra del Peloponeso, el «trirreme» ateniense (que significaba «con tres bancos de remos») era un verdadero buque, construido como una embarcación de carrera. El peso había sido sacrificado a la velocidad y a la movilidad, y los remeros —ciudadanos, naturalmente, no esclavos— habían sido adiestrados hasta alcanzar un alto grado de precisión. Por ejemplo, una operación arriesgada consistía en remar rápidamente hacia el barco adversario como si se tratara de atropellarlo; luego, cuando el choque parecía inevitable el atacante viraba en redondo; a continuación dirigía los remos sobre el lado más cercano de la víctima y realizaba una pasada rasante a lo largo del costado que quebraba todos los remos de esa parte, mientras los arqueros, instalados sobre la cubierta, hacían cuanto daño podían; finalmente maniobraba con rapidez alrededor del desmantelado enemigo y lo embestía a voluntad.

Esta táctica, por supuesto, requería una gran exactitud y entereza en todos los que la aplicaban. Las tripulaciones tenían que ser casi profesionales. Pero ¿cómo formar tripulaciones profesionales con ciudadanos que tenían que ganarse la vida? Si la productividad del trabajo era tan baja, ¿cómo podía Atenas dedicar tanto esfuerzo para su flota? Solamente porque recibía los tributos de sus súbditos-aliados. En realidad, la gran unidad política, o sea el Imperio ateniense, brindaba medios para alcanzar este grado de especialización; la pólis no. Pero este organismo imperial disgustaba a los demás, punto éste que tiene cierto interés hoy para la Europa del oeste. Atenas logró así esta expertise naval (entre otras cosas) explotando a las póleis confederadas. Esto, empero, constituía una afrenta al sentimiento griego; negaba una de las leyes básicas de todo el sistema, y esta negación tuvo su condigno castigo.

Ya vimos hace un momento que la complejidad económica, por ser la negación de la autárkeia, era incompatible con la pólis en su aspecto internacional. Ahora que consideramos el caso en particular de Atenas, podemos observar que en lo interior sus efectos fueron también graves. En realidad, aunque la ley de Platón es válida exteriormente, fue sin duda la experiencia doméstica de Atenas la que lo impulsó a formularla. Hacia mediados del siglo V el Pireo se había convertido en el puerto más activo del Mediterráneo. Pericles, repudiando por anticipado la ley de Platón, declaraba con orgullo: «Los productos del mundo entero llegan a nosotros». Y así era, incluyendo la peste. El Pireo y Atenas prosperaban. Se establecieron en ellos extranjeros emprendedores, surgieron industrias; la ciudad gemela llegó a ser el centro del mundo. Este esplendor seducía y estimulaba, pero era más que lo que la pólis podía soportar. La pólis se apoyaba en la comunidad de intereses, pero éstos, y también el carácter, de los sectores comerciales y agrícolas del pueblo ateniense empezaron a diferir agudamente. El primer grupo estaba formado por los ultrademócratas, los imperialistas, el partido de la guerra. Si eran ricos, la guerra les brindaba oportunidades de expansión comercial; si eran pobres, ocupación y paga; pero al pueblo campesino les daba casas sin techo y olivos talados en sazón. Después de Pericles los conductores de la Asamblea procedían en su mayoría de la clase del Pireo, afortunados hombres de negocios, como Cleón; a veces, individuos de gran capacidad pero oportunistas, quienes por naturaleza y educación tenían puntos de vista parciales y por consiguiente suscitaban adversarios con opiniones aún más estrechas y violentas. Además, la aguda complejidad de la vida proveniente de este desarrollo comercial originó una especie de fuerza centrífuga dentro de la ciudad. Los asuntos privados de los hombres se volvieron más excitantes y exigentes, de modo que se optó por separarlos de los negocios públicos. El letargo político de Atenas en el siglo IV fue una consecuencia directa de este nuevo ordenamiento.

Pero este desordenado progreso no se limitaba al aspecto material de la vida, y necio sería afirmar que empezó allí. Aristófanes sostenía que todo provenía por pretender ser demasiado inteligentes y sobre esta reflexión tan simple hay mucho que decir.

Durante generaciones la moralidad griega, lo mismo que la táctica militar, había continuado siendo severamente tradicional, cimentada en las virtudes cardinales de Justicia, Fortaleza, Templanza y Prudencia. Un poeta tras otro habían predicado una doctrina casi idéntica: la belleza de la Justicia, los peligros de la Ambición, la locura de la Violencia. Esta moralidad no fue ciertamente practicada por todos los griegos, así como tampoco el cristianismo fue observado por toda la cristiandad. Sin embargo, lo mismo que el cristianismo, era un arquetipo aceptado. Si un hombre obraba mal, sabía que obraba mal. He aquí el fundamento, simple y fuerte, sobre el cual podía edificarse una vida común; he aquí también la fuente de la fuerza y de la simplicidad del arte clásico griego; y el único arte europeo que por estas cualidades se acerca a aquél, es decir, el arte del siglo XIII, se asentaba sobre un pedestal similar.

Pero el siglo V cambió por completo. Hacia su término, nadie sabía orientarse mentalmente; el inteligente subvertía las concepciones y creencias conocidas, y el simple sentía que todo eso estaba ya pasado de moda. Si alguien hablaba de la Virtud, la respuesta era: «Todo depende de lo que entiendas por Virtud» y nadie lo comprendía, razón por la cual los poetas dejaron de interesarse en el problema. Así como en los últimos cien años las nuevas ideas y descubrimientos en las ciencias naturales han modificado profundamente nuestra concepción y han derribado, en muchos hombres, la religión y la moral tradicionales, al extremo de que el Diablo ha abandonado su domicilio, la maldad ha dejado de existir y todas las fallas humanas son resultado del sistema o producto del medio, de igual modo, pero más agudamente, las temerarias especulaciones de los filósofos jónicos de los siglos VI y V habían estimulado la investigación sistemática en diversas direcciones, con el resultado de que muchas ideas admitidas en punto a la moral se quebrantaron.

Sócrates fue, sin duda, el hombre más noble que jamás existió. Se había interesado en las especulaciones de los físicos, pero las abandonó por considerarlas infructuosas y triviales en comparación con la importante pregunta: ¿Cómo debemos vivir? Él no sabía la respuesta, pero se empeñó en hallarla mediante el riguroso examen de las ideas de los demás hombres. Esta investigación mostró a Sócrates y a los ávidos jóvenes que lo seguían que la moral tradicional no estaba fundada en la lógica. Nadie en Atenas podía dar una definición de cualquier virtud moral o intelectual que sobreviviera a una conversación de diez minutos con este formidable dialéctico. El efecto sobre algunos de los jóvenes fue desastroso; su creencia en la tradición fue destruida y nada se colocó en su lugar. La fe en la pólis se vio demasiado quebrantada, pues ¿cómo podía la pólis educar a sus ciudadanos en la virtud, si nadie sabía qué cosa era la virtud? Así Sócrates proclamó el extravío de la democrática Atenas, que se preocupaba de consultar a un experto para una bagatela como la construcción de un muro o un dique, pero en una materia infinitamente más importante como la moral o la conducta permitía que cualquiera diese su opinión indocta.

El elevado designio de Sócrates, y de Platón después, era poner a la Virtud sobre una base lógica inatacable; convertirla, no en materia de la opinión tradicional falta de crítica, sino del conocimiento exacto para que pudiese ser aprendida y enseñada. Era un designio loable, pero llevó directamente a la República, la antítesis profesional de la pólis amateur, puesto que el adiestramiento de los ciudadanos en la virtud —es decir el gobierno de la pólis— debía ser confiado a los que sabían qué cosa era la virtud. La insistencia de Platón sobre el conocimiento tiene el efecto de fragmentar la sociedad en individuos, cada uno de los cuales es experto en una sola ocupación y debe limitarse a ella. El arte principal, el más importante y difícil de todos, es «el arte político», y el que llegue a dominarlo, cuando ha sido descubierto, debe gobernar. Estas doctrinas excedían los límites de la pólis y su teoría de que la vida buena significaba tomar parte en toda actividad.

Este fermento intelectual produjo, aparte de Sócrates, multitud de personajes menores, los sofistas, cuyo impacto inmediato sobre la pólis fue aún más importante. El término «sofista» no tiene un sentido completamente peyorativo. Fue Platón quien se lo dio, pues a él le desagradaban tanto sus métodos como sus propósitos; ellos eran maestros y no investigadores y así sus designios eran prácticos y no filosóficos. La palabra significa «maestro de sophia» y «sophia» es una de esas palabras griegas difíciles, que quiere decir «sabiduría», «inteligencia» o «destreza». Quizás «profesor» sería un aproximado equivalente moderno de «sofista». Existe una categoría similar —desde profesores de griego hasta profesores de frenología— y aunque algunos profesores investigan, todos enseñan y reciben paga por ello; esto constituía un gran reproche a los sofistas. Algunos de ellos fueron filósofos serios, educadores o eruditos; otros sólo mercaderes que profesaban la enseñanza del sublime arte de medrar. ¿Quiere usted mejorar su memoria? ¿Quiere usted ganar 1.000 libras por año? Un sofista se lo enseñará mediante una gratificación. Los sofistas iban de ciudad en ciudad, disertando sobre su tema particular —algunos dispuestos a hablar sobre cualquier cosa— pero siempre por una suma convenida. Eran inmensamente populares entre los jóvenes ambiciosos o indagadores, y el efecto de su enseñanza puede señalarse en dos casos importantes.

En primer término, ellos, como Sócrates, criticaban la moralidad tradicional. Algunos hicieron serios intentos para darle un fundamento sólido. Otros enseñaban nuevas y excitantes doctrinas, como Trasímaco, que figura en el libro primero de la República. Este Trasímaco es representado como un hombre obstinado e impaciente que tiene ideas confusas sobre la Justicia. Veamos un caso claro y preciso. Apremiado a formular su propia definición, de manera concreta, exclama: «La justicia es simplemente el interés del más fuerte». Un hombre más grande que éste, Protágoras, sostuvo que no existían el bien y el mal absolutos: «El hombre es la medida de todas las cosas». Esto significa que la verdad y la moral son relativas. Los que hemos visto el mezquino uso que se ha hecho de la doctrina científica de la supervivencia del más apto, podemos imaginarnos sin demasiada dificultad el empleo que harían de esta frase los hombres violentos y ambiciosos. Cualquier iniquidad podía así revestirse de estimación científica o filosófica. Todos podían cometer maldades sin ser enseñados por los sofistas, pero era útil aprender argumentos que las presentasen como bellas ante los simples.

Pero los sofistas que no reflexionaban sobre problemas éticos producían un efecto igualmente perturbador. La educación había sido una consecuencia de la vida de la pólis, por consiguiente, común a todos. Los hombres con capacidad natural llegaban más lejos que los demás, pero todos estaban en el mismo terreno; la pólis seguía siendo una. Con el advenimiento de los sofistas, la educación se volvió especializada y profesional, accesible sólo a los que podían y querían pagar por ella. Por primera vez se abría una brecha entre el ilustrado y el ignorante, con el resultado lógico de que las clases educadas en las diferentes ciudades empezaron a sentir que tenían más en común entre ellas que con los no educados de su propia ciudad. La Cosmópolis se acercaba. Entre las artes prácticas enseñadas por los sofistas la más importante era la retórica. El arte de la persuasión, tan importante para el griego, había sido analizado, elaborado y reducido a un sistema. Hasta entonces esto había dependido de la agudeza natural y la práctica; ahora podía enseñarse, mediante un estipendio. Este cambio fue aceptado con entusiasmo. Los atenienses, que ya se complacían en el discurso bien urdido y bien expresado, se deslumbraron —al menos por un tiempo— con el estilo conceptuoso y la sutil argumentación inventados y enseñados por estos profesionales. Se hicieron así, como les dijo Cleón, más diletantes que ciudadanos; mientras tanto el hombre común, derrotado en el debate y rechazado en su petición, se quejaba del modo como se había pervertido la justicia. (Las Nubes de Aristófanes es una muestra de ello). Si uno no aprendía el nuevo estilo, estaba, o podía estar, en seria desventaja en el caso de tener que pleitear con su conciudadano. He aquí el mismo fenómeno que ya hemos visto antes: el experto avezado, el especialista, no tiene cabida natural en la pólis, y cuando aparece, como sucede en tantos sectores de la vida en el siglo V, se debilita la cohesión o se exceden los límites naturales de la ciudad.