Capítulo VIII


LOS GRIEGOS EN LA GUERRA

El mundo griego se hallaba a la sazón dividido. Por un lado estaba el Imperio ateniense, que los hombres llamaban una «tiranía»; por el otro, Esparta, la Liga del Peloponeso, y un cierto número de estados (especialmente en Beocia) simpatizantes de Esparta. El primer grupo ejercía el dominio en el mar, el segundo en tierra; el primero era en su mayoría jónico, el segundo dorio sin que esta división importara demasiado en sí misma. Atenas favorecía, e incluso insistía, en que sus aliados tuviesen una constitución democrática; el otro grupo ayudaba a las oligarquías, o bien a las democracias restringidas. Es una situación conocida. El sentimiento general juzgaba insoportable la conducta de Atenas por coartar la autonomía de sus aliados nominales. Esto permitía que Esparta se erigiera en campeona de la libertad griega. Además existía una rivalidad comercial entre Atenas y Corinto y el temor por parte de esta última de que su tráfico con los estados occidentales se viera amenazado. En tal ocasión, fueron los corintios quienes persuadieron a los espartanos a que aceptasen el desafío de los atenienses. Ya citamos antes la descripción que sobre el pueblo ateniense dio en su momento un vocero corintio en Esparta.

Esta guerra fue un hito decisivo en la historia de la pólis griega. Duró en forma casi ininterrumpida desde el 431 al 404, unos veintisiete años. Salvo en breves treguas, la lucha se desarrolló en casi todo el mundo griego, en el Egeo, en Calcidia, en Beocia, en las costas del Peloponeso, en el noroeste de Grecia, en Sicilia, donde fueron destruidas dos poderosas fuerzas expedicionarias de los atenienses, sin quedar casi ningún sobreviviente. El Ática, excepto la ciudad y el Pireo, defendidos por una línea de fortificaciones, quedó a merced de los ejércitos espartanos y fue arrasada sistemáticamente. En el segundo año de guerra, cuando los campesinos del Ática habían buscado refugio dentro de las murallas y vivían donde podían, comenzó una peste e hizo estragos durante meses. Tucídides (que la tuvo y se curó) hace, con su aparente calma, un relato de ella que aún nos estremece. Señala especialmente el abatimiento moral que esto produjo, pues en tal agonía la obediencia a la ley, la religión, la honestidad y la decencia desaparecieron. Pereció una cuarta parte de los habitantes de la pólis (incluyendo a Pericles). Sin embargo, Atenas se recuperó, recorrió los mares, importó su trigo con regularidad, lanzó ejércitos y escuadras, y en dos o tres ocasiones pudo haber celebrado la paz en términos favorables; hasta que, veinticinco años después de la peste, perdió su flota con gran humillación y tuvo que entregarse a la merced de Esparta.

No obstante, en todo este tiempo continuó la vida de la pólis. Nada importante se decidió sin la intervención del pueblo en la Asamblea. Esta Asamblea de todos los ciudadanos elegía a los generales, abría un segundo, un tercero o un cuarto frente, discutía los términos de la paz, consideraba los partes de guerra. Solo una vez durante el conflicto flaqueó su ánimo, después de la catástrofe de Sicilia, cuando la Asamblea cayó en la trampa de entregar sus poderes a un cuerpo más pequeño, que en realidad servía de pantalla a determinado grupo de oligarcas. Gobernaron éstos por el terror durante unos pocos meses; luego fueron derrocados y se reimplantó una democracia limitada (muy elogiada por Tucídides); mas no tardó en volverse a la antigua Asamblea, abierta a todos.

Pero no solamente continuó la vida política, lo propio sucedió con la vida intelectual y artística. Para los que recordamos el abatimiento de nuestra vida cultural durante la primera guerra mundial —la nerviosa ansiedad de las autoridades para detener toda actividad (excepto los negocios, que debían continuar «como de costumbre»), el frenesí popular juzgaba antipatriótico escuchar a Beethoven y a Wagner, las locuras de los censores, la decadencia del teatro— resulta humillante contemplar a Atenas durante la lucha. En una situación no menos delicada, con el enemigo aún más cerca, incluso acampado en el Ática, con una proporción no menor de ciudadanos muertos y de familias acongojadas, los atenienses prosiguieron sus festivales, no como desahogo y regocijo, sino como una parte de la vida por la cual luchaban. En el drama compuesto para ellos, y en su nombre, Sófocles, sin aludir para nada a la guerra, reflexionaba profundamente sobre los problemas esenciales de la vida y del carácter humano; Eurípides exponía la vanidad de la victoria y la fealdad de la venganza; y, lo más asombroso, Aristófanes seguía ridiculizando a los jefes populares, a los generales y al propio pueblo soberano, proclamando su aborrecimiento de la guerra y las delicias de la paz en comedias compuestas con ingenio, fantasía, comicidad, bellezas líricas, chocantes indecencias y arrogantes parodias.

Durante todo este tiempo Sócrates filosofaba en su ciudad natal, discutiendo, arguyendo, criticando —salvo mientras estuvo en Potidea, en donde luchó heroicamente como simple soldado— tratando de convencer a quien quisiere escucharlo que la virtud del alma era el supremo bien y la dialéctica rigurosa el único medio de alcanzarla.

Por otra parte, cuando consideramos los últimos años de la guerra, nuestra admiración se trueca en piedad y en condena, al ver a este mismo pueblo, desgarrado en facciones, que se entrega al brillante e inescrupuloso Alcibíades, traidor a Atenas y a Esparta; que convierte en victoria manifiesta la derrota y luego malogra ese triunfo y se vuelve ferozmente contra los generales que la obtuvieron; capaz de ardorosa energía y de perderlo todo —según parece— en un momento de negligencia. Pocos episodios hay en la historia más reveladores del carácter humano, en su fortaleza y en su debilidad, que esta guerra, y el hecho de que así podamos sentirlo se debe casi íntegramente al genio de su historiador coetáneo, Tucídides.

En vez de hacer un prolijo relato de las contiendas, prefiero traducir o parafrasear unos pocos pasajes de Tucídides. Espero que esto brindará al lector una pintura del hombre en general, de los griegos y de la Asamblea en actividad, de su ascendiente en la vida de los ciudadanos, y de la trágica decadencia del espíritu ático, socavado por la presión de la guerra. Tucídides era un ateniense rico, de buena familia, admirador de Pericles pero no de sus sucesores, un estratego en las primeras etapas de la lucha, y un escritor cuyo talento ejerce una irresistible atracción sobre el lector. Por su poder de síntesis, por su profunda inteligencia de los hechos, solamente dos escritores pueden parangonarse con Tucídedes: uno es Esquilo y el otro el poeta que escribió la Ilíada.

Empecemos con la referencia que hace Tucídides a una deliberación que tuvo lugar en la Asamblea poco antes de estallar la guerra. Había llegado una embajada de Esparta a formular a los atenienses algunos requerimientos diplomáticos, especialmente que debían anular una prohibición que pesaba sobre el comercio con Megara, miembro de la alianza del Peloponeso. Finalmente, llegaron los últimos embajadores de Esparta, que eran Rafio, Melsipo y Agesandro, quienes, sin mencionar para nada lo tratado antes, solo dijeron estas palabras: «Los espartanos quieren que continúe la paz, y ello sería posible si respetaseis la independencia de los griegos». Los atenienses[36] convocaron una Asamblea y sometieron esto a su consideración, pues decidieron deliberar y responder a estas exigencias de una vez por todas. Hablaron muchos representantes de uno y otro bando; unos sostenían que debía irse a la guerra; otros que era necesario anular el decreto sobre Megara y no permitir que fuera un obstáculo en el camino de la paz. Por último, se adelantó Pericles, hijo de Jantipo, que a la sazón era el hombre principal de la ciudad y con más autoridad para decir y obrar. Aconsejó en estos términos:

Mi opinión es y fue siempre no otorgar concesiones a Esparta, aunque sepa muy bien que los hombres no hacen la guerra con aquella ira y ardor de ánimo con que la emprenden y que, según los sucesos, mudan de parecer.

En lo que al presente se consulta, persisto en mi anterior opinión y pido a aquellos de vosotros que estéis dispuestos a votar por la guerra, que me ayudéis a sostener nuestra resolución común si es que encontramos obstáculos, y si triunfamos, que no lo atribuyáis a una inteligencia especial, pues suele suceder que las acciones y las decisiones tengan resultados imprevistos. Por esta razón cuando nos ocurre alguna cosa contraria a nuestros cálculos la atribuimos a la Fortuna.

Con este exordio, en que recomienda constancia y modestia en el juicio, Pericles inicia un argumento sumamente razonable tendiente a probar que la concesión, aunque insignificante, sería interpretada como temor y engendraría nuevas exigencias; y que en caso de llegar a una guerra los del Peloponeso no ganarían, debido a su falta de recursos y de unidad: «Si fuésemos habitantes de una isla —dijo— ¿quiénes serían más inexpugnables? Debemos entonces considerarnos como isleños; abandonar nuestra tierra y nuestras casas y proteger los mares y la capital[37], y no librar batallas inútiles por defender el Ática. No debemos lamentar las casas y la tierra, sino las vidas perdidas, pues las posesiones no adquieren a los hombres, sino los hombres a las posesiones. Y si me hicierais caso, os incitaría a que vosotros mismos las destruyerais para mostrar a los peloponenses que no obtendrán con ellas ninguna victoria. Tengo otros motivos de confianza, si no os proponéis obtener más territorio, pues ciertamente temo más los yerros de los nuestros que los planes del enemigo». Dicho esto, después de haber sugerido una respuesta firme sin ser desafiante, Pericles tomó asiento. A la Asamblea le tocaba decidir; «y los atenienses pensaron que su consejo era el mejor y aprobaron su recomendación». Los enviados espartanos regresaron a su ciudad y ya no volvieron a Atenas.

La guerra fue precipitada por un sorpresivo ataque de los tebanos sobre Platea, a que nos referiremos más adelante. Los espartanos invadieron el Ática y emprendieron el saqueo de las tierras cercanas a la importante aldea o ciudad de Acarnes. Cuando los atenienses vieron que el ejército enemigo estaba sobre Acarnes, distante solo seis millas de la ciudad, y que ante sus ojos devastaban sus tierras, lo cual nunca habían visto los jóvenes, y los mayores solo en las guerras contra los persas, parecióles cosa intolerable y muy indigna. Y así, todos, en especial los más jóvenes, determinaron no aguantar más y marchar contra el enemigo. Reunidos en grupos, hubo un ardoroso debate porque unos los incitaban a combatir y otros querían contenerlos. Los augures proferían toda clase de oráculos y eran ávidamente escuchados. Los acarnienses, que formaban una buena parte del ejército, viendo que les destruían la tierra, daban prisa a los atenienses para que saliesen a pelear. La ciudad estaba sumamente revuelta. Se ensañaban contra Pericles y le injuriaban, porque no quería sacarlos al campo siendo su general, sin acordarse del consejo que les había dado, y lo hacían responsable de todo lo que les estaba sucediendo. Pero Pericles, viéndolos irritados y muy lejos de la prudencia, pensó que lo propio era negarse a atacar al enemigo y no convocó a la Asamblea ni a ninguna otra reunión (informal), temiendo que determinasen obrar algo, antes por ira que por juicio y razón. Por consiguiente, se preocupó de la defensa de la ciudad y de tenerla lo más tranquila posible. Empero, mandó salir al campo alguna gente de a caballo para impedir que el enemigo se acercase a la ciudad. Posteriormente, en el curso del año, contraatacó con el envío de una flota destinada a saquear las costas del Peloponeso.

He referido este incidente por la misma razón que sin duda impulsó a Tucídides a hacerlo, es decir para mostrar que Atenas, en su sistema de vida, tenía muy pocas defensas contra las decisiones desatinadas: en realidad, ninguna, salvo el buen sentido del pueblo. Un fuerte movimiento popular —«Abrir un segundo frente»— no se agotaba en leyendas con tiza en las paredes o en la agitación periodística; podía ser llevado en forma directa a la Asamblea y puesto en acción inmediatamente. Esto fomentaba el sentido de la responsabilidad; pues cualquier ciudadano que pidiese, por ejemplo, «un segundo frente» debía mostrar cómo, dónde y con qué fuerzas se abriría éste. El «Estado» no era un hada madrina, ni tampoco estaba administrado por expertos. Lo constituían el propio ciudadano y los hombres que se sentaban a su alrededor y lo escuchaban.

Cuando la guerra prolongada ensanchó la brecha existente, no entre nobles y plebeyos, ni entre ricos y pobres, sino entre la clase comercial e industrial, que prosperaba, y la clase agrícola que padecía; y cuando la ciudad tuvo por conductores no ya al perspicaz e independiente Pericles, sino a hombres imprudentes y mezquinos, más dispuestos a incitar y explotar los estallidos de la emoción popular que a refrenarlos, entonces estas defensas contra la insensatez dejaron de ser eficaces.

Un acontecimiento similar ocurrió al año siguiente de la guerra, durante una de las pruebas más dolorosas que soportó Atenas. No solamente estaban por segunda vez con los espartanos en el Ática, sino que Atenas acababa de ser arrasada por una terrible peste, la única consecuencia de la estrategia de Pericles que éste no pudo prever. «… Entonces cambiaron de parecer y criticaron a Pericles, creyendo que él los había persuadido a que fuesen a la guerra y que era el origen de todas sus desgracias. Estaban impacientes por llegar a un acuerdo con Esparta y enviaron mensajeros, pero no tuvieron éxito. En su desesperación, se pusieron violentos contra Pericles. Por consiguiente, éste convocó a una Asamblea (pues todavía era general) viendo que estaban irritados y en realidad hacían lo que él esperaba que hicieran».

El discurso de Pericles (demasiado largo para citarlo, incluso en el resumen de Tucídides) es notable y también lo es la acogida que tuvo por parte del pueblo desesperado. Es en verdad excepcional encontrar un dirigente popular que hable en un tono tan elevado y que se fíe tan íntegramente en la argumentación; si esta argumentación es buena o mala no nos interesa por ahora. El tenor general del discurso es el siguiente:

He convocado esta Asamblea especial para recordaros ciertos hechos y también para quejarme por algunos de vuestros errores. Recordad que es más importante para la «pólis» su prosperidad y no el provecho de sus miembros individuales. Porque si a éstos les va bien y la «pólis» es destruida, también ellos serán arrastrados a la ruina. Por el contrario, si un ciudadano ve aumentar sus dificultades, mientras la ciudad progresa, aquél puede tener esperanza de mejorar su suerte.

Vosotros, en vuestras aflicciones íntimas, estáis irritados contra mí porque os persuadí a declarar la guerra. Por consiguiente, estáis irritados también contra vosotros mismos, por haber votado mi consejo. Vosotros me aceptasteis por lo que creo ser, superior a la mayoría en perspicacia, en capacidad oratoria —pues si un hombre no atina a expresarse con claridad es como si no fuera perspicaz—, en patriotismo y en honestidad personal. Si me votasteis porque me juzgasteis así, no podéis achacarme honestamente que he cometido con vosotros algo injusto. Yo no he cambiado; vosotros habéis cambiado. Ha sobrevenido una desgracia, y no podéis ya perseverar en la política que elegisteis cuando todo iba bien. Midiendo mi consejo según vuestra flaqueza, resulta equivocado. Nada como lo inesperado para quebrantar el ánimo de un hombre.

Tenéis una gran «pólis» y una gran reputación; debéis ser dignos de ellas. Os pertenece la mitad del mundo: el mar. Pensad que el Ática es solo un pequeño jardín que rodea una mansión. Si os apartáis de los esfuerzos de la soberanía, no reclaméis ninguno de sus honores; y no creáis que podréis abatir sin peligro un imperio que en realidad es una tiranía. Para vosotros, la alternativa del imperio es la esclavitud.

Debemos soportar los ataques del enemigo con valor; los de los dioses, con resignación. No debéis criticarme por las desgracias que exceden a los cálculos, a no ser que también me ponderéis por los éxitos que no se previeron.

«Con este discurso, dice Tucídides, Pericles procuraba mitigar la ira de los atenienses y hacerles olvidar los males que habían sufrido. En lo tocante a la política, fueron por él persuadidos y ya no trataron de celebrar la paz… pero no cesaron en su repudio contra él, hasta que lo condenaron a una fuerte multa. Pero como la multitud es tornadiza, lo eligieron de nuevo su general y pusieron todo en sus manos».

Cuando reflexionamos que esta peste fue tan terrible como la Peste de Londres, y que los atenienses estaban además acorralados en sus fortificaciones por el enemigo, no podemos menos que admirar la grandeza del hombre que pudo hablar a sus conciudadanos en estos términos, y la grandeza del pueblo que pudo en tal instancia no solo escuchar tal discurso, sino ser en lo esencial persuadido por él. La democracia ateniense tuvo muchas faltas y muchos fracasos, pero una apreciación justa deberá tener en cuenta su efecto sobre la fibra mental y moral del pueblo ateniense. Puede sostenerse que ha fracasado, pero para ser verdadero este juicio debe referirse no tanto al sistema político como a las aptitudes de la naturaleza humana.

Pericles murió pocos meses después, porque no alcanzó a reponerse de un ataque de la peste. Tucídides a continuación, en su modo tan conciso, rinde un magnífico tributo a este auténtico gran hombre, oponiéndolo a sus sucesores, quienes desoyeron el consejo de Pericles de no extender el imperio durante la guerra, «e hicieron todo lo contrario; llevados por la ambición personal y las ganancias particulares, siguieron una mala política tanto en Atenas como con los aliados, en puntos que nada tenían que ver con la guerra, la cual, si marchaba bien, redundaba en honra y provecho para los particulares, pero, si salía mal, el daño recaía sobre la pólis».

Debemos detenernos en otro «debate parlamentario». En el año 428, Lesbos se levantó en armas. Esta extensa isla, que tenía por capital a Mitilene, era uno de los pocos aliados «independientes», y la rebelión constituía para Atenas una mortal amenaza. Los de Lesbos habían confiado en la ayuda espartana, pero ésta nunca llegó. El levantamiento fue aplastado, los lesbianos quedaron sometidos a la merced de los atenienses. ¿Cómo debían ser tratados? A la Asamblea le correspondía decidir. Ahora ese cuerpo se hallaba dominado por un curtidor que se llamaba Cleón (a quien Aristófanes satirizó cruelmente como un payaso violento e ignorante). No le faltaban condiciones a este político y sobre todo hablaba bien —aunque no según la tradición de Pericles— pues de otro modo no hubiese influido sobre la Asamblea, pero era un hombre de un carácter tosco y mente vulgar. Persuadió a los atenienses de que debían proceder con dureza y aquella tarde fue enviada una nave a Mitilene, cuyo capitán tenía instrucciones de matar a todos los hombres y vender como esclavas a las mujeres y a los niños.

«Al día siguiente se arrepintieron, considerando cruel el decreto y pareciéndoles injusto matar a toda una pólis y no solo a los culpables». Los enviados de Mitilene aprovecharon esta ocasión y, con la ayuda de algunos atenienses, persuadieron a las autoridades de que debía reunirse inmediatamente la Asamblea.

Después de algunos discursos de ambas partes (no referidos por Tucídides), se levantó Cleón. Su discurso puede resumirse así:

Este debate no hace más que confirmarme en mi creencia de que una democracia no puede regir un imperio. Vuestros aliados no se sienten unidos a vosotros por su gusto sino por vuestro poder, de modo que si ahora mostráis alguna compasión no obtendréis su gratitud, sino que será considerada como un signo de debilidad, y otros se levantarán al ver que es posible rebelarse impunemente. De todas las faltas políticas, la peor es la incertidumbre. Es mejor tener leyes malas que estar cambiándolas continuamente; lo que se resuelve una vez debe quedar. El ciudadano tardo de ingenio administra mejor que el agudo, pues aquél se siente contento de obedecer a las leyes y juzga los discursos de un modo honesto y práctico, mientras que éste considera los discursos como piezas oratorias que como tales deben ser criticadas. Éstos son los hombres que han reabierto este debate; sin duda intentarán probar que los de Mitilene nos han hecho un servicio en vez de una afrenta. La culpa es vuestra, pues consideráis una asamblea deliberante como si fuera una representación teatral. Mitilene os ha ofendido más que ninguna otra ciudad. Su rebelión ha sido vergonzosa, no tiene excusa ni justificación. Castiguémoslo como se merecen; su delito fue deliberado y solo lo involuntario debe perdonarse. Y no hagáis distinciones estúpidas entre aristócratas y plebeyos. Los plebeyos se unieron a los demás contra nosotros. Si la rebelión hubiese triunfado, ellos hubiesen aprovechado bien; como fracasó, deben pagar o no os quedará ningún aliado. La piedad debe ejercerse con los compasivos, no con los enemigos jurados. La moderación debe mostrarse con lo que en el futuro puedan reconciliarse con vosotros, no con aquellos cuyo odio no cesará. Y en cuanto a este tercer impedimento del imperio, el placer de la oratoria —y la oratoria puede comprarse— dejemos que los oradores hábiles desplieguen su talento en cosas de pequeña importancia.

Un discurso hábil, con la dosis de verdad suficiente para ocultar, en parte, su halago al vulgo y su incitación a la violencia; pero ¿se hubiera atrevido Cleón a hablar así en presencia de Pericles?

Le respondió un hombre que no se menciona en ninguna otra parte, pero cuyo nombre merece vivir, como Tucídides lo ha dispuesto: Diodoto, hijo de Eucrates.

El apresuramiento es hermano de la locura; la pasión, de la vulgaridad y de la mezquindad de pensamiento; ambos son enemigos de la prudencia. El que sostiene que los hechos no deben ser expuestos en discursos es estúpido o deshonesto; estúpido si piensa que uno puede expresarse de otro modo sobre el futuro e incierto, deshonesto si deja de defender una causa desacreditada y en cambio trata de confundir a su adversario y a los oyentes con calumnias. Los más perversos de todos son los que insinúan que los oradores son sobornados. La imputación de ignorancia puede tolerarse, pero no la de soborno, pues si el orador triunfa, es sospechoso y, si es derrotado, se lo juzga incapaz y deshonesto. Así es como los hombres buenos se sienten acobardados y no brindan a la ciudad su consejo y así es como el buen consejo ofrecido con honestidad, ha llegado a ser tan sospechoso como el mal consejo.

Pero yo no me he levantado para defender a los mitilenes, ni para acusar a nadie. No está en discusión su culpa, sino nuestros intereses, y no estamos deliberando sobre el presente y lo que ellos merecen, sino sobre el futuro, y el modo como pueden sernos más útiles. Cleón afirma que matarlos nos será de más provecho, pues escarmentará a otros que quieran rebelarse. Yo soy contrario a este parecer.

En muchas ciudades existe la pena de muerte para distintos delitos, y a pesar de ello hay hombres que los cometen, con la esperanza de escapar de ella. Ninguna ciudad se ha rebelado jamás sin la convicción de que su rebelión saldría triunfante. Los hombres tienden naturalmente a obrar mal, en su vida pública o privada, y las penas cada vez más severas no han logrado impedirlo. La pobreza engendra temeridad a través de la necesidad, y la riqueza engendra ambición a través de la hybris y el orgullo, y otras situaciones de la vida despiertan también sus pasiones. La Esperanza impulsa a los hombres; el Deseo asiste a la Esperanza; la Suerte es lo que más incita, al brindar a veces éxitos inesperados, y así anima a los hombres más allá de sus posibilidades. Además, todo individuo, unido a otros más, lleva sus ideas a los extremos. No debemos, en consecuencia, caer en la simpleza de confiar en la pena de muerte, y quitar así toda oportunidad de arrepentirse a quienes se han levantado contra nosotros. Suponed que ahora una ciudad se rebelase contra nosotros y que se diese cuenta de que no puede triunfar; en tal caso capitulará mientras pueda pagarnos una indemnización; pero la política de Cleón obligará a la ciudad rebelde a resistir hasta el final y a dejarnos solo ruinas. Además, en la actualidad los plebeyos de las ciudades están bien dispuestos para con vosotros; si los aristócratas se rebelan, no se unirán a ellos o lo harán de mala gana. En Mitilene el pueblo no ayudó a la rebelión, y, cuando obtuvo armas, os entregó la ciudad. Si ahora matáis a los plebeyos, les haréis el juego a los aristócratas.

Yo tampoco deseo que os dejéis guiar solo por la compasión y la piedad, pero os pido que hagáis un juicio severo a los cabecillas y no castiguéis a los demás. Ésta es una política conveniente y una política fuerte, porque el partido que juzga prudentemente a su enemigo es más temible que el que actúa con una violencia rayana en la temeridad.

Se realizó la votación y ganó Diodoto.

En seguida enviaron otra galera con premura, para que no encontrase la ciudad ya completamente destruida, pues la primera llevaba un día y una noche de ventaja. Los enviados de Mitilene la abastecieron de vino y provisiones para la tripulación y les prometieron grandes recompensas si llegaban antes que la otra. La tripulación mostró suma diligencia, comiendo mientras remaba y durmiendo por tandas. Como no tuvieron viento de frente y como la primera había navegado sin apresuramiento debido a la triste misión que llevaba, la segunda llegó cuando Paques (el capitán ateniense) había ya leído el decreto y se disponía a ejecutarlo. Así se libró Mitilene de la destrucción.

Este debate, sus circunstancias y sus resultados, sugieren muchas reflexiones: sobre la ferocidad de la lucha entre estos griegos tan cultivados, no igualada hasta nuestros civilizados tiempos; sobre la satisfactoria plenitud de la vida en Atenas, la cual autorizaba que un ciudadano común fuese llamado a decidir en asuntos de tal magnitud y tal complejidad. No es de extrañar que este hombre repudiase la tiranía y la oligarquía, las cuales, además de dejarlo indefenso en otros aspectos, despojaban su vida de esta actividad absorbente y llena de responsabilidad. Pero consideremos el discurso de Diodoto. En primer lugar, se advierte una ausencia total de sentimentalismo. Se han desechado deliberadamente los llamamientos a la piedad; Diodoto no describe las hileras de cadáveres tirados en la costa de Lesbos, el llanto de las viudas y los huérfanos reducidos al cautiverio. Defiende su causa basándose únicamente en la oportunidad, esto es, en el sentido común. Sería un grave error inducir de esto que Diodoto y los atenienses en general eran fríos partidarios de la razón de estado. Esa misma muchedumbre de ciudadanos que tomaba parte en este debate, se hallaba a la semana siguiente en el teatro y asistía a una representación de Eurípides, a una tragedia como Hécuba o Las troyanas, sobre este mismo tema, la crueldad y la inutilidad de la venganza; una tragedia compuesta por disposición oficial y escogida por un arconte responsable. No tenemos derecho a afirmar que Diodoto era inaccesible a la emoción. Pero, según su parecer, la ocasión requería razones, no conmovedoras metáforas. No refutaría a Cleón exhibiendo sentimientos bellos, sino utilizando argumentos más hábiles. En este aspecto, su discurso es como la poesía griega y el arte griego: el dominio sobre el sentimiento acrecienta el efecto total.

En otro aspecto, ambos discursos son típicamente griegos, aunque mi resumida paráfrasis no haya hecho justicia a este carácter: la pasión de generalizar. La última frase de Diodoto servirá como ejemplo. El griego no estaba satisfecho hasta que refería el caso particular a la ley general. Solo en la generalidad podía apreciarse y atestiguarse la verdad.

Sería interesante seguir, en Tucídides, la conducta de la Asamblea durante el curso de la guerra: ver como fue aumentando una cierta irresponsabilidad —las observaciones de Cleón sobre el teatro ya son indicio de esto— cómo le resultó insufrible cualquier clase de control, sea de la prudencia o de las propias leyes; cómo fue prevaleciendo cada vez más la doctrina de la Fuerza, proclamada por Cleón, especialmente en el bárbaro tratamiento contra Melos, un estado neutral inocente, cómo la Asamblea descargó su furor en los jefes que no triunfaban y aun en los que triunfaban; hasta que uno empieza a preguntarse por qué algún general se arriesgaba en servicio de su país. A pesar de unos pocos ejemplos de mesura y verdadera nobleza, predomina en conjunto una agobiante decadencia provocada por la guerra y la conducción oportunista. Y así la historia trágica de Tucídides debe interpretarse como él lo quiso, no como un simple registro de lo que un pueblo particular hizo en circunstancias especiales, sino como un análisis de la conducta humana en la política y en la guerra.

Pero como esto requeriría por sí solo un libro, no puede hacerse aquí; y como hasta ahora nos hemos atenido a una ciudad griega, debemos cerrar este capítulo con dos incidentes que nos alejarán de ella.

El primero es una especie de instantánea. Nos mostrará parte de las vicisitudes de la pólis griega común durante la guerra, y de una región del Imperio ateniense desde el punto de vista del súbdito aliado. Esparta produjo durante la guerra solo un hombre que unía a su talento una personalidad atrayente: Brasidas. Llevó a cabo una brillante campaña en el norte de Grecia, donde los atenienses tenían muchos aliados marítimos, en especial en la importante ciudad de Anfípolis, capturada por este general. (Digamos de paso que el propio Tucídides era el comandante ateniense en aquel momento y en aquella zona, y que por no haber llegado a tiempo para salvar Anfípolis fue desterrado de Atenas, y no volvió hasta que la guerra terminó, veinte años después. Sin embargo, narra este episodio de una manera severamente objetiva, sin una palabra de autodefensa, y solo menciona su destierro mucho más tarde, en un pasaje totalmente diferente).

Aquel mismo verano Brasidas, junto con los calcidenses, marchó sobre Acanto, poco antes de la vendimia. Los de Acanto estaban divididos sobre si lo recibirían o no; algunos se habían formulado, pero los plebeyos se oponían a esto. Sin embargo, cuando Brasidas pidió entrar él solo y que decidiesen después de oír lo que tenía que decirles, lo recibieron, por temor, sin duda, pues los frutos aún no habían sido cosechados. Y así llegó a hablar ante el pueblo; era, en verdad, un orador muy competente, para ser espartano.

Brasidas hace la defensa espartana; ellos están liberando a la Hélade de la tiranía ateniense. Se siente asombrado de que, al cabo de una peligrosa marcha a través de Grecia, encuentre las puertas de Acanto cerradas para él. Promete que, si se alían con Esparta, tendrán completa independencia y Esparta no intervendrá para nada en su política interna. Si se niegan, se verá en la necesidad, pese a no desearlo, de saquear la región.

Brasidas era un hombre honesto y su discurso, dadas las circunstancias, resultaba conciliatorio. Además, Grecia aún no conocía el valor de las promesas espartanas, el cual se reveló más tarde. Así «los acantos, después de discutir mucho de ambas partes, votaron en secreto; y debido a que las promesas de Brasidas se consideraron muy atractivas y también por el temor de perder sus frutos, la mayoría decidió separarse de los atenienses. Con la promesa del juramento de Brasidas, según el cual las autoridades espartanas antes de enviarlo habían asegurado respetar la libertad de los afiliados que él ganase, admitieron a su ejército dentro de la ciudad. Poco después, la ciudad de Estagira se unió a la rebelión. Éstos fueron los acontecimientos del verano».

Sea nuestro último cuadro de los griegos en guerra el comienzo de la trágica historia de Platea. Ésta era una pequeña ciudad de Beocia, cercana a la frontera de Ática. Las ciudades beocias en su conjunto eran oligárquicas, y habitualmente estaban aliadas con Tebas, la más importante de ellas. Platea era democrática y estaba en cordiales relaciones con los atenienses; se recordará que los platenses fueron los únicos griegos que ayudaron a los atenienses en Maratón. Esta vinculación entre una ciudad beocia y Atenas constituía una constante irritación para Tebas, y en el año 431, en medio de la tensión que precedió inmediatamente a la guerra, el siguiente acontecimiento contribuyó a precipitarla:

A principios de la primavera, unos 300 tebanos entraron al oscurecer en la ciudad de Platea bajo el mando de dos general es de la Confederación beocia. Habían sido invitados, y fueron recibidos dentro de la ciudad, por algunos platenses, entre ellos Nauclídes y sus compañeros, quienes querían destruir a sus opositores y entregar la ciudad a los tebanos, a fin de lograr ellos el poder. Los tebanos, por su parte, veían que la guerra se avecinaba y tenían prisa por asegurarse la alianza de Platea antes de que aquélla estallara. Como era tiempo de paz, no había guardia, lo cual les facilitó la entrada en la ciudad. Llegaron a la plaza del mercado. Quienes los habían traído los incitaban a ir inmediatamente a casa de sus enemigos; pero ellos resolvieron intentar la conciliación y apoderarse de la ciudad de común acuerdo, pensando que éste era el mejor método. Por consiguiente hicieron una proclama según la cual todo aquel que quisiese ser aliado de los beocios, de acuerdo con los usos tradicionales, trajese sus armas y se uniese a ellos.

Cuando los platenses supieron que los tebanos estaban en la ciudad, fueron presa del terror. Como no podían verlos en la oscuridad, imaginaron que sumaban más que los que en realidad eran, y aceptaron su petición sin resistencia, ya que los tebanos no hacían violencia a nadie. Pero, mientras estaban en tratos, comprobaron que aquéllos no eran muchos, y pensaron que podrían vencerlos fácilmente, pues la mayoría de los platenses no deseaba abandonar su alianza con Atenas. Decidieron hacer una tentativa. Empezaron por reunirse, después de hacer huecos en las paredes medianeras de sus casas, de modo que no fuesen vistos desde fuera, pusieron carretas atravesadas en las calles para que les sirviesen de trincheras e hicieron otros aprestos. Cuando estuvieron listos, cayeron sobre los tebanos antes del amanecer, los cuales se vieron en desventaja, puesto que se hallaban en una ciudad extraña.

Cuando los tebanos comprobaron que habían sido engañados, estrecharon filas e intentaron rechazar el ataque. Dos o tres veces tuvieron éxito, mas los platenses los acometieron con gran estrépito, y al mismo tiempo las mujeres y los esclavos desde los techos, chiflando e insultando, les arrojaban piedras y tejas, y una espesa lluvia cayó durante toda la noche, de modo que los tebanos fueron presa del pánico y huyeron por toda la ciudad. Pero muchos de ellos no la conocían y, con la oscuridad y el barro, no sabían adónde ir, así que la mayoría encontró la muerte. Un platense cerró la puerta por donde habían entrado los enemigos, utilizando el mango de una jabalina como tranca, de modo que por ese lado no podían escapar. Algunos treparon a las murallas y saltaron; muchos de ellos fueron aniquilados en esas circunstancias. Unos pocos huyeron por una salida sin guardas, pues una mujer les dio un hacha con que cortaron el cerrojo. Los más fueron a parar todos juntos a un edificio grande cuyas puertas estaban abiertas, y ellos creyeron que por allí se llegaba al exterior. Viendo entonces los platenses atrapados a sus adversarios, deliberaron si pegarían fuego al edificio y los quemarían donde estaban; pero por fin aceptaron la rendición incondicional de éstos y de otros tebanos que andaban por la ciudad.

Estos desdichados fueron utilizados como rehenes para obligar al ejército tebano sitiador a que abandonase Platea; luego los mandaron matar sumariamente. El consejo más prudente de Atenas llegó demasiado tarde. El fin de esta historia y el fin de Platea puede ser contado en forma breve. La ciudad fue bloqueada por los peloponenses. Al promediar el sitio, una parte de los habitantes huyó audazmente a través de las líneas enemigas y se refugió en Atenas. Por fin, el resto se entregó, con la condición de que «aceptarían a los espartanos como jueces, quienes castigarían a los culpables, sin cometer nada contrario a la justicia». La concepción espartana de justicia consistía en preguntar a cada platense en particular si durante la guerra actual había hecho algo para ayudar a Esparta o a sus aliados. Un vocero platense señaló que no tenían por qué haberlo hecho, pues ellos tenían un tratado de alianza con Atenas; recordó los notables servicios que su ciudad prestó a Grecia durante las dos guerras médicas y un servicio posterior prestado a Esparta; advirtió también a los espartanos que incurrirían en la infamia y el odio a los ojos de toda Grecia, si destruían una ciudad tan renombrada como Platea, pero todo fue en vano. Los espartanos repetían su pregunta: «¿Has prestado a Esparta alguna ayuda en esta guerra?». Los hombres que contestaban negativamente eran ejecutados y las mujeres vendidas como esclavas. «Tal fue el fin de Platea, a los noventa y tres años de su alianza con Atenas».

Tucídides, deliberadamente, describe este episodio horrible a continuación del de Mitilene. El contraste es notable. En Atenas, había podido escucharse una voz humanitaria, tanto en la Asamblea como en el teatro. Esparta no tenía poetas por entonces. Es probable que este trato de los espartanos con los platenses movió a Eurípides a escribir su Andrómaca, una tragedia sobre la esposa de Héctor cautiva, que el poeta convierte en un vehemente ataque a la crueldad y la doblez espartana. Sin embargo, hasta tal punto los atenienses se entregaron a la filosofía de la pura fuerza que ellos mismos, unos diez años después, cometieron un crimen peor, cuando atacaron a la neutral e inofensiva isla de Melos y mataron o esclavizaron a sus habitantes. Tucídides, de un modo antihistórico, expone en forma de diálogo los resultados políticos y morales que se deducen. No hace ningún comentario, pero pasa inmediatamente a la locura, tal como él lo veía, del desastroso ataque ateniense a Sicilia. Tucídides, como la mayoría de los artistas griegos, es interpretativo, no representativo, y expresa sus pensamientos más profundos en la disposición arquitectónica de su material.